Muchas personas te amarán por lo que eres y lo que haces, otras te odiarán por lo mismo. Debemos acostumbrarnos a esto pues muchas veces caracteriza la dinámica de nuestras relaciones cuando somos quienes triunfamos en algo.
No podemos gustarle a todo el mundo ni todo el mundo puede gustarnos a nosotros. En este sentido debemos ser conscientes de que muchas veces lo que no resulta agradable para ciertas personas es la luz que desprendemos.
Porque dicho de alguna forma aquello que nos hace grandes también ensombrece algunas personas, las cuales probablemente estarán lidiando en su interior con algún oculto deseo que creen que se les ha negado.
Quien te quiere te hace brillar
Los verdaderos ángeles de la guarda son esas personas que en ciertos momentos de nuestra vida aparecen y nos dan luz, haciéndonos brillar y eliminar los recovecos que nos oscurecen o que no hacen justicia a nuestras virtudes.
En este punto no valen las palabras, valen los hechos. De magia nos rodean y de maravillas espolvorean nuestra realidad, haciéndonos ver cuánto valemos cuando parece que se nos ha olvidado donde está el interruptor que nos iluminaba.
Todos, absolutamente todos, tenemos una bombilla, algo que conmueve y que nos hace especiales, algo que nos otorga la capacidad de ofrecer al mundo una especialidad. Habrá quienes sean muy buenos en su trabajo, quienes sean capaces de amar de manera desmedida y quienes manejen más de una habilidad que los hace únicos.
Pero, como decimos, habrá quien quiera apagar esa luz, “ese algo especial” que nos define. A veces nos costará lidiar con ello pero lo que debemos plantearnos es que SOLO NOSOTROS PODEMOS DARLE VALIDEZ A LAS INTENCIONES DE LOS DEMÁS SOBRE NUESTRA PERSONA.
El demonio de la envidia
La envidia no es 100% insana, pues mientras no conlleve actuaciones perniciosas hacia los demás (o hacia nosotros mismos), nos está conduciendo hacia aquello que nos gustaría tener. Es decir, nos da pistas sobre el camino que nos gustaría tomar.
Sin embargo, la envidia se convierte en totalmente dañina cuando sucumbimos a su embrujo, mermando nuestra autoestima y nuestro amor propio. Esto nos predispone a una comparación desventajosa y, en ocasiones, convertimos esa codicia en un ataque oscuro y tenebroso que busca encarcelar a nuestro objeto de admiración encubierto.
O sea que a veces esa misma envidia se entremezcla con otros sentimientos como el odio, devolviendo a la persona que la emite una imagen de sus frustraciones en modo lupa. A través de esta imagen se condena el talento y los éxitos ajenos, generando así comportamientos que buscan dañar al otro.
Solemos prestar más atención a la razón de la envidia del envidioso que a evaluar lo que supone para el envidiado. No podemos olvidar que el hecho de que nos envidien (y “nos odien por lo que nos hace brillar”) es un gran padecimiento que nos aleja de la realidad y nos genera desconfianza.
No es casualidad que personas que destacan se encuentren solas en un mundo en el que están rodeadas de gente. No es raro, pues, que no se sepa discernir entre amigos de verdad, interesados o envidiosos.
Asimismo, esto acaba incluso haciéndonos cuestionar si nuestro éxito o nuestra luz nos pertenece o es un espejismo que no merecemos. Esto se convierte habitualmente en una larga cadena de inseguridades y pesares que pueden acabar por oscurecer nuestras virtudes.
El daño que supone ser envidiado puede ser superado si reforzamos nuestras creencias positivas en nosotros mismos. En este sentido tampoco podemos olvidar que ciertas circunstancias o acontecimientos suscitarán ciertas comparativas siempre pero que eso no nos debe empequeñecer.
Cada cual debe saborear sus virtudes sin destruir las de los demás, dejando a un lado la envidia insana y promoviendo lo que nos construye que no es otra cosa que nuestra capacidad de admirar y de crecer junto a los demás.
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