La transformación del deporte español en las últimas décadas, conseguida a partir de los Centros de Alto Rendimiento, debería tomarse como modelo para reformar nuestro deficiente sistema educativo
En este artículo propongo la creación de un circuito público, exclusivo pero no excluyente, de centros de enseñanza secundaria de excelencia. En primer lugar aclararé el sentido de alguna terminología que podría dar lugar a equívocos. En segundo lugar me referiré al problema de las élites españolas y me preguntaré si el sistema educativo podría ayudar a resolverlo. En tercer lugar pondré al deporte como ejemplo de lo que hay que hacer con la enseñanza. Por último daré algunas ideas sobre el funcionamiento de los centros excelentes y estimaré cuánto podría costar este proyecto al erario público.
En lo que sigue utilizo los términos “libertad” en el sentido de Kant (Crítica de la razón práctica), “nobleza” en el sentido de Ortega (La rebelión de las masas) y “esfuerzo” en el sentido de Manrique (Coplas a la muerte de su padre). Como debería enseñarse en nuestro bachillerato, los tres términos refieren al mismo concepto moral básico y son, en este sentido, equivalentes. Kant nos enseñó que la libertad no surge de ejercer derechos, sino de asumir deberes. No hay libertad sin moral y la persona libre es la que, por consideraciones morales, se obliga. Quien se obliga es noble, dijo Ortega, invirtiendo la convención de que nobleza obliga. Y nobleza es esfuerzo, apostilló Manrique. Más terminología. Un centro educativo de excelencia es aquél que otorga un currículo de una sola línea: “me gradué en Harrow”; “soy Polytechnicien”. Información adicional sobre la persona, en estos casos, es siempre letra pequeña: los centros de excelencia se caracterizan por formar personas libres, nobles y esforzadas, valgan las redundancias. Educan y, para eso, enseñan.
El problema de España no son tanto las masas, embrutecidas en las últimas décadas por una lista interminable de derechos a la que no da sentido obligación alguna, como las élites. Desde hace siglos estas últimas han sido ortodoxas, conformistas, alicortas, satisfechas de sí mismas y reaccionarias. Ortega condensó en unas pocas líneas lo que a Menéndez y Pelayo le llevó dos mil páginas: “Lo característico de España no es que la Inquisición quemase a los heterodoxos, sino que no hubiese ningún heterodoxo importante que quemar. Cuando por casualidad ha habido algún heterodoxo español importante, se iba fuera, como Servet, y era fuera donde lo quemaban”. El progreso, donde ha ocurrido, siempre ha sido impulsado por élites heterodoxas, inconformistas, ambiciosas, insatisfechas y progresistas. En España han faltado los visionarios que, plantando con firmeza sus pies en el futuro, tuviesen la energía suficiente para estirar de la sociedad. Lo llamativo del caso es que no se les ha echado de menos. “¡Que inventen ellos!” espetó Unamuno. Así nos va.
¿Puede el sistema educativo contribuir de manera decisiva a generar la nobleza de la que España carece? Es decir ¿puede el sistema educativo formar un número bastante de personas libres, insatisfechas consigo mismas y capaces de estirar de nuestra sociedad hacia el futuro? O sea ¿puede el sistema educativo enmendar el truncamiento moral de la pirámide social española? La verdad es que no estoy muy seguro, pero creo que vale la pena intentarlo.
La transformación del deporte español en las últimas décadas invita al optimismo. Los Centros de Alto Rendimiento (CAR) consiguieron poner a deportistas y atletas españoles en los podios a partir de las Olimpiadas de 1992, rompiendo con la mediocridad de las décadas anteriores. El vuelco que ha dado el deporte de élite español desde esa fecha ha sido tremendo: se han ganado medallas olímpicas, Grand Slams, Tours, copas de Europa y del Mundo… Y no sólo esto. El énfasis puesto por los CAR y por centros como La Masía en la formación integral de la persona y en la educación en los valores del esfuerzo, la ambición y la humildad ha propiciado que los deportistas de élite se hayan convertido en modelo y ejemplo para la sociedad española, especialmente para la juventud. Y hay más. La formación específica de las élites deportivas no ha resultado en un debilitamiento de la práctica del deporte en las categorías inferiores, sino todo lo contrario. La referencia de la élite ha propiciado una verdadera explosión participativa no sólo en categorías competitivas juveniles e infantiles sino también a nivel popular y familiar. La construcción del vértice de la pirámide ha sido esencial para que en España se haga más deporte, no menos, y se haga mejor. A todos los niveles. Este es el modelo que debería adoptar nuestro sistema educativo.
La enseñanza en España ofrece un panorama desolador que recuerda al mundo del deporte anterior a 1992. En el Informe de Competitividad Global 2010-2011 elaborado por el World Economic Forum para 139 países, la calidad de la enseñanza primaria española ocupa el lugar 93, la calidad de la enseñanza secundaria y profesional el lugar 107 y la calidad de la enseñanza de las matemáticas y las ciencias el lugar 114. Este desastre parece no preocupar a nadie en España, y menos que a nadie a las familias con hijos en edad escolar. Consideran que las escuelas de sus hijos son lo suficientemente buenas, siempre y cuando los hijos del vecino no vayan a una escuela mejor. No hay demanda social en nuestro país para mejorar el sistema educativo, esa es la cruda realidad: la escuela española es el reflejo de la sociedad española. Y viceversa.
La creación de un pequeño número de centros educativos de excelencia públicos en la enseñanza secundaria podría ser un factor decisivo para romper este círculo vicioso. Por tres razones. En primer lugar porque supondría reproducir un sistema de formación de élites que funciona bien en los países avanzados de nuestro entorno. Sin élites nobles, heterodoxas e insatisfechas, España seguirá yendo en el vagón de cola del progreso. En segundo lugar, porque para aumentar la calidad media de las escuelas españolas es imprescindible aumentar la dispersión en torno a la media. Es la filosofía de los CAR. El vértice de la pirámide es lo único que puede orientar a un sistema educativo desnortado. Y ese vértice, en España, no existe: hay que construirlo. Y, en tercer lugar, porque la envidia –pecado favorito ancestral de los españoles- puede acabar siendo el fulcro sobre el que apalancar la demanda social de mejores escuelas. Si, a pesar de la envidia, consiguieran establecerse centros de excelencia –reto formidable éste- la misma envidia se encargaría de presionar para que mejorase la calidad del conjunto del sistema.
Los alumnos de los centros de excelencia deberían aprender, básicamente, a hacerse preguntas y a dudar de las respuestas que obtengan. La gestión de los centros debería ser profesional, al contrario de lo que ocurre ahora con las escuelas públicas, en donde es rotativa entre los profesores del centro, como si fueran comunidades de vecinos. Los directivos serían responsables de los resultados obtenidos y deberían tener una remuneración adecuada. Dado el escaso acervo español en este tipo de educación, sería muy conveniente contar con el apadrinamiento y el control de algún programa internacional de enseñanza secundaria de prestigio como, por ejemplo, la Organización del Bachillerato Internacional (OBI). Esto garantizaría no sólo la inspiración y el control de calidad externo, necesarios ambos, sino también la formación continua del profesorado.
Los centros de excelencia deben ser exclusivos, en el sentido de que sólo deben admitir a los mejores, pero no deben ser excluyentes, en el sentido de que nadie debe quedarse fuera por motivos económicos. Esto plantea el problema de cuántos recursos públicos serían necesarios para costear estos centros. El coste de un estudiante de secundaria en un programa de la OBI ronda los 15.000 € anuales. En España este coste es 6.000 €, con lo que el coste adicional de la excelencia quedaría en 9.000 € anuales por alumno. Un sistema de 20 centros con 250 alumnos cada uno repartidos en cinco cursos tendría permanentemente a 5.000 estudiantes en las aulas. El coste anual adicional del sistema sería de 45 millones de € anuales. Esto equivale al coste de construir 4 kilómetros de línea de ferrocarril de alta velocidad o a la mitad de lo que cuesta fichar a un Cristiano Ronaldo. ¿Cuáles son las prioridades de España? ¿Un tren que irá semivacío? ¿Ronaldo?
Por César Molinas