“Gràcia no es más que un síntoma del grave conflicto social, económico y político de nuestros días. Y tan sólo con la erradicación de los problemas de raíz, los síntomas desaparecen”, sostiene el autor.
Èric Lluent | La Marea |
Si Georges-Eugène Haussmann, el funcionario público que recibió el encargo de Napoleón Bonaparte de reorganizar el entramado urbano de París en 1852, hubiera nacido y ejercido en la misma época pero en Barcelona, el barrio de Gràcia, tal como lo conocemos hoy en día, no existiría. El Plan Haussmannincluía la construcción de grandes avenidas por toda la capital francesa que, aparte de su pretendida opulencia, tenían un objetivo militar muy claro: permitir rápidas maniobras del ejército para evitar las revueltas populares que habían nacido en los estrechas y oscuras calles del París de finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX y que aún conservaba su estructura medieval.
Gràcia es un antiguo pueblo, independiente de la capital catalana hasta 1898, vertebrado por pequeñas calles y populosas plazas en las que sus vecinos impulsan de forma casi patológica la vida en comunidad, ya sea para el comercio, el arte, la cultura popular, la gastronomía o la reivindicación. Echarte a la calle y compartir experiencias y proyectos con las personas que viven en tu entorno es parte de un carácter gracienc que en los últimos años se ha erigido como uno de los conos de resistencia de la marca Barcelona, la que atrae a la Ciudad Condal más de ocho millones de turistas al año, según cifras de Barcelona Turisme del año 2015.
El columnista catalán del ABC Salvador Sostres ya alertó a la caverna mediática española de los peligros de este distrito barcelonés en agosto del año pasado. En su artículo, titulado con un “Hay que entrar en Gràcia” de inspiración haussmanniana, invitaba a las fuerzas del orden a arrasar Gràcia sin contemplaciones. “Hay que entrar con tanquetas que disparen agua enjabonada. Hay que rapar a ocupas y perroflautas. Hay que desparasitar, hay que desratizar, hay que reventar callejas y plazoletas y construir avenidas francas por las que todas las unidades del ejército puedan desfilar”, reclamaba exaltadamente Sostres. No menciona Sostres las innumerables veces en la que los grises, la Policía Nacional y los Mossos d’Esquadra han militarizado Gràcia para luchar contra los movimientos independentista y antisistema, sin haber podido mermar el espíritu de un barrio que hace bandera del pensamiento crítico y las alternativas al sistema establecido.
En la memoria colectiva de los gracienses están las brutales cargas de los grises durante un concierto de Raimon y Juan Manel Serrat en la plaza del Sol durante la Fiesta Mayor 1975, la represión que el movimiento okupa y el independentista sufrió en los noventa y principios de los dos mil por parte de la Policía Nacional (con casos de tortura documentados por el periodista y exdiputado de la CUP graciense David Fernández en el libro Cròniques del 6 i altres retalls de la clavaguera policial) y extravagantes demostraciones de fuerza de los Mossos d’Esquadra, como el desfile en formación (con máscaras de gas y armamento incluido) de la unidad antidisturbios que tuvo lugar en abril de 2013 para acompañar una protesta de apenas cien personas.
Teniendo en cuenta este contexto, el conflicto que se ha desatado en las últimas dos noches entre los manifestantes que protestaban por el desalojo del Banc Expropiat y la policía catalana no sorprende en absoluto a los vecinos. Los de la noche del lunes fueron tildados por el semanal de información locall’Independent de Gràcia como los peores incidentes que se recuerdan después de un desalojo. En total quince manifestantes resultaron heridos de diversa consideración y hubo cuantiosos daños materiales a raíz de las barricadas de contenedores y vehículos en llamas que montaron algunos participantes en la protesta.
El Banc Expropiat era un local okupado desde 2011 y ubicado en una de las dos principales vías del barrio, la Travessera de Gràcia, justo en frente del mercado Abecería Central. El espacio rápidamente se ganó la simpatía de amplios sectores del vecindario, puesto que sus actividades siempre fueron diurnas y con una clara voluntad de ayudar a las personas más necesitadas del entorno y colaborar con los demás movimientos sociales de Gràcia. Actualmente, en su sede, una antigua sucursal de Caixa Catalunya, se ofrecía ropa de segunda mano gratuita, así como libros, se hacían debates, charlas y proyecciones documentales, se impartían clases de catalán, euskera e inglés y se llevaban a cabo las reuniones y asambleas habituales de distintos colectivos del barrio.
Incluso los sectores tradicionalmente conservadores de Gràcia, con una dilatada trayectoria de denuncia contra al movimiento okupa, han mostrado en los últimos meses su simpatía por el Banc Expropiat. Se da el caso que el anterior alcalde, Xavier Trias (CiU), ante la amenaza de desalojo del local y el miedo a la reproducción de un conflicto similar al de Can Vies a pocos meses de las elecciones, decidió, sin anunciarlo, pagar un alquiler mensual de 5.500 euros al propietario del local. Los impulsores del Banc Expropiat repudiaron la acción del gobierno de Trias dado que con la okupación, entre otras cosas, pretendían denunciar la especulación inmobiliaria que sufre Barcelona. Después de descubrirse esta rocambolesca situación (un gobierno conservador estaba financiando un espacio okupa a cambio de la paz social ante unas reñidas elecciones municipales), el nuevo equipo de gobierno liderado por Ada Colaudecidió rescindir el contrato de alquiler y el espacio quedó expuesto a la acción de la justicia.
Este lunes los antidisturbios tomaron el local y lo chaparon con placas metálicas soldadas para evitar que los movimientos sociales del barrio lo pudieran volver a okupar. Por la noche, los manifestantes se dirigieron a la antigua sede bancaria para intentar volver a acceder a su interior, momento en el que se inició una batalla campal que dejó el barrio en llamas. En la noche del martes, una nueva manifestación consiguió derrumbar la puerta del espacio. Cinco minutos después, una violenta carga policial acababa con la fugaz reokupación. Después de dos noches de protestas, se ha demostrado la capacidad de respuesta del tejido social del barrio, con el apoyo de muchas familias durante las manifestaciones han improvisado caceroladas desde los balcones. Pero por otra parte, la violencia urbana ha vuelto a estigmatizar a un antiguo pueblo que en los grandes medios estatales es sinónimo de conflicto. No debemos obviar que los destrozos materiales de la primera noche, incluyendo coches y motocicletas de vecinos, no sirvieron absolutamente para nada y hay quien tiene la sensación de que a algunos encapuchados les interesa más ensayar tácticas de guerrilla urbana que la reapertura del Banc Expropiat.
El conflicto social en las calles de Gràcia no va acabar y si la puerta del búnker metalizado ha caído ya una vez, volverá a caer. Con barricadas o sin, parte de la población del barrio está empeñada en mostrar los límites del sistema, en poner el foco en las injusticias y las contradicciones de una estructura de poder que criminaliza alternativas reales como la del Banc Expropiat a la vez que incentiva la especulación salvaje que diluye barrios y comunidades, eso sí, sin necesidad de altercados. Gràcia no es más que un síntoma del grave conflicto social, económico y político de nuestros días. Y tan sólo con la erradicación de los problemas de raíz, los síntomas desaparecen. En Gràcia, y en tantos otros barrios y ciudades del sur de Europa, estamos a años luz de un escenario de resolución del conflicto. Esta vez el barrio está cargado de razones y no dará su brazo a torcer. Atentos, porque esta resistencia se puede convertir en todo un símbolo y un referente para aquellos que ya perdieron la esperanza.