Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
«En las teorías de la democratización -escribe Joaquín Villalobos- se dice que el autoritarismo está hecho de procesos inciertos con resultados ciertos, y la democracia de procesos ciertos con resultados inciertos».
Aunque la (interminable) transición democrática que ha experimentado México ha sido por demás tersa, sus consecuencias han sido extraordinariamente grandes y no todas buenas. La descentralización del poder ha tenido el efecto, por demás bienvenido, de equilibrar los poderes federales, pero el perjuicio de desarticular la capacidad de gobernar. Estos cambios no pudieron tener lugar en un peor momento.
La crisis de criminalidad que comenzó a arrollar al país desde el inicio de los 90 no ha dejado de expandirse y agravarse. No sólo eso: a la criminalidad se vinieron a sumar las guerras entre narcotraficantes y, más recientemente, la andanada de los perdedores de esos encuentros, que se manifiestan en la forma de extorsión, venta de protección y secuestro. Explicaciones sobre las causas de estos fenómenos son muchas y cada una ofrece distintos diagnósticos. Pero ninguna logra aclarar el panorama a cabalidad.
Hay dos tipos de explicaciones para el fenómeno de la criminalidad: unas son de naturaleza endógena porque surgen de la propia realidad nacional de manera única y distinta al resto del mundo, como la que aquí describo. El otro tipo de explicación también surge de la realidad nacional, pero se produce en un contexto internacional que le da características propias. Los dos tipos de explicación no son contradictorios, pero revelan distintas dimensiones del problema y por eso ameritan un análisis propio.
Uno de los grandes descalabros de la transición política mexicana reside precisamente en que nunca se desarrollaron mecanismos que aseguraran una transferencia efectiva, responsable y seria de la operación cotidiana en materia de seguridad pública.
En lo que todos los diagnósticos coinciden es en la debilidad del gobierno como factor explicativo. No cabe duda que, como se puede inferir de la cita de Villalobos, la fortaleza del gobierno autoritario permite certidumbres que no se derivan de la existencia de instituciones sólidas y representativas, sino de la capacidad de operación misma y de la propensión a emplear instrumentos que no son aceptables (o presentables) en una democracia. Los procesos de democratización tienen el efecto de debilitar esa capacidad de operación y de cancelar el recurso a instrumentos autoritarios. La apuesta inherente a un proceso de democratización es que poco a poco se consolidarán instituciones que permitirán lograr procesos que confieran certidumbre y que eviten excesos.
El proceso de descentralización del poder en México llegó en el peor momento posible,porque ocurrió justo cuando el narcotráfico experimentaba una transformación. Visto en retrospectiva, la apertura económica y la negociación del TLC fueron los primeros pasos de un proceso de liberalización política y descentralización que vinieron a generalizarse con la apertura política y la derrota del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 2000. Los instrumentos y mecanismos de control que antes dominaba la presidencia poco a poco se fueron disminuyendo y transfiriendo hacia los gobernadores, los partidos políticos y los poderes fácticos. Aunque tomó algunos años en consolidarse la transferencia real de poder, en 1994 se hizo evidente que la presidencia ya no contaba con la capacidad de antaño para imponer su voluntad.
Mientras que los beneficiarios de esas transferencias súbitamente adquirieron un gran poder, no todos contaban con capacidad de acción o, más exactamente, con la estructura para ejercer el poder. Los poderes fácticos no requirieron más que formalmente separarse del PRI o adquirir su propia presencia pública para hacer valer sus intereses. Algo similar ocurrió con los partidos políticos y líderes legislativos, aunque con frecuencia fueron un tanto infantiles y hasta cómicos en su manera de hacer obvio el cambio en las relaciones de poder.
El verdadero cambio, el realmente trascendente para fines de la gobernabilidad del país, ocurrió a nivel de los gobernadores. En contraste con un líder sindical, empresarial, partidista o legislativo, el gobernador de un estado tiene responsabilidades concretas para la salud y seguridad de la población, así como para el funcionamiento de procesos vitales de la estabilidad del país. Sin embargo, uno de los grandes descalabros de la transición política mexicana reside precisamente en que nunca se desarrollaron mecanismos que aseguraran una transferencia efectiva, responsable y seria de la operación cotidiana en materia de seguridad pública. El gobierno federal fue perdiendo capacidad de acción, pero los gobernadores no la desarrollaron con la misma celeridad y muchos, quizá la mayoría, todavía no comienza a hacerlo. El resultado es el caos que tenemos en la seguridad pública: inexistencia de policías profesionales, un sistema disfuncional de procuración de justicia (no que el anterior funcionara) y una creciente inseguridad.
El otro lado de la moneda fue el cambio en el perfil del narcotráfico en el país. Por muchos años, el narcotráfico tenía una racionalidad logística: llegaban cargamentos del sur a los que se sumaba la producción nacional y todo se exportaba. Los arreglos entre funcionarios y gobiernos con narcos, algo de lo que tanto se habla hoy, tenían una dinámica muy distinta a la actual, porque el negocio del narcotráfico era esencialmente de transporte hacia el norte, en tanto que el gobierno federal era sumamente poderoso. La combinación permitía un grado de corrupción que era funcional al narcotráfico, en tanto que no amenazaba al gobierno. Todos los participantes estaban encantados.
Todo indica que hacia mediados de los 90 el narcotráfico comenzó a desarrollar el mercado interno de drogas, decisión ominosa que cambiaría todo. Ahora la criminalidad -tanto la que es delincuencia pura, tradicional, como la que se deriva del narcotráfico- se ha convertido en un factor de inestabilidad en todo el país y creció en paralelo a la desarticulación del aparato de seguridad del gobierno federal. La combinación de democratización y descentralización del poder, con el crecimiento del narcotráfico y la criminalidad, no pudo ocurrir en un peor momento para el país.
Esta explicación, como tantas otras, queda coja porque explica solo algunas partes de lo que ha acontecido en los últimos años. Marcelo Bergman, especialista del CIDE, ha desarrollado una explicación mucho más comprensiva que permite inscribir estos procesos en un contexto más amplio. Bergman dice que muchos países comenzaron a ser asediados por la criminalidad en los 90 y que, aunque cada uno tiene su propia explicación, como la que aquí intento describir, el contexto general hace una diferencia, y por eso amerita observarlo con detenimiento, porque sin ello quizá no haya solución.
Luis Rubio