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Todo hacer y obrar, es decir, toda actividad humana, remite siempre al sujeto de ese hacer y de esa actividad: la persona humana. Este “remitir” de la actividad del hombre al hombre mismo, es doble. Por un lado, porque el ser humano puede descubrir quién es él a través de su actividad. Obrando y actuando conoce cualquier hombre quién es él en ese momento. Por otro lado, porque la naturaleza del sujeto protagonista de la actividad, la persona humana, permite conocer las capacidades y potencialidades de acción de dicha persona. Sin embargo, algo a tener en cuenta con respecto a esto es que la persona humana no viene “hecha” de fábrica sino que se encuentra siempre en camino de perfeccionarse, de desarrollarse, de desplegar sus alas. En camino de ser en plenitud lo que puede ser.
Este plantea un cierto problema, dado que si la persona sujeto de acción es un “ser en desarrollo”, sus obras y sus actos siempre manifestará su estado actual de desarrollo o de falta del mismo. Entonces, ¿Cómo saber cuáles son nuestras potencialidades, nuestras capacidades máximas o completas? ¿Cuál es nuestro máximo potencial? No podremos saberlo, ciertamente, al conocernos en nuestra acción, pues allí conocemos nuestro estado actual, pero no el posible.
El conocimiento de lo que somos, saber por fin quienes en verdad somos y podemos ser, tiene, al menos, dos caminos adicionales al ya mencionado. Uno es el acceder paulatinamente a un conocimiento filosófico del ser humano. Este tema no será tratado en este artículo.
El otro, que nos interesa ahora, consiste en vernos en los ojos de los que realmente nos aman. Así, además de vernos en nuestras obras y conocernos en las mismas, como se conoce al hacedor por su obra, también podemos conocer quienes somos (y quienes podemos ser) si nos vemos en los ojos de aquellas personas que nos aman genuinamente. Y aquí viene otra pregunta no menor: ¿Cómo saber quién nos ama genuinamente? El que nos ama no nos ve tanto como somos, sino también como podemos ser. Ve, a la vez y en una magistral síntesis, nuestra realidad actual y nuestra realidad posible. Nos ama genuinamente quien puede vernos, al menos en parte, como nos ve nuestro hacedor: Dios. Aquellos de los que cerca de nosotros, puede advertir algo del misterio de nuestra maravillosa esencia. El siguiente pensamiento de Edith Stein (citado por Gabriel Zanotti en su maravilloso libro “Existencia humana y misterio de Dios”) nos habla de ello:
“Cuando las tropas que marchaban en fila por las calles se dispersaban, cada hombre que estaba antes unido a los demás en el mismo paso y tal vez apenas consciente de su personalidad, vuelve a ser un pequeño mundo que se basta a sí mismo. Y si los curiosos, al borde del camino no distinguían más que una masa indiferenciada, sin embargo, para la madre o para la novia, aquél que ella espera es el ser único al que ningún otro es semejante: en cuanto al misterio de su esencia del cual el amor de la madre o de la novia adivina algo, solo la mirada de Dios que todo lo penetra, lo conoce.”