Por ALEJANDRO MARTÍNEZ GALLARDO / Pijamasurf
LAS ADICCIONES AL PORNO, A LOS SMARTPHONES, A LAS REDES SOCIALES Y DEMÁS PLATAFORMAS Y PRODUCTOS DIGITALES SON MEDIADAS POR LA DOPAMINA DE FUENTE DIGITAL, POR UN DISEÑO Y UNA PROGRAMACIÓN QUE HA INCORPORADO NO TANTO EL PLACER SINO LA CONSTANTE ANTICIPACIÓN DEL PLACER.
Al parecer hemos llegado al punto en el que existe finalmente una conciencia más o menos generalizada -y ciertamente en aumento- de que la tecnología digital está afectando seriamente algunas de las facultades más básicas del ser humano -fundamentalmente, la atención, la voluntad y la capacidad de conectar de manera íntima, sin mediación. Marshall McLuhan, quizás el más grande teórico de medios del siglo XX, en reiteradas ocasiones afirmó que la tecnología y los nuevos medios se desarrollan a una mayor velocidad que la capacidad de reflexión de la sociedad y, por lo tanto, entendemos los efectos de un medio en nuestras propias facultades cuando ya estamos incrustados casi irreversiblemente en su ambiente, cuando ya hemos sido alterados en diferentes formas. Y es que los medios -digitales y análogos- son extensiones de nuestros sentidos, pero siempre en un proceso de retroalimentación; amplifican nuestros sentidos y nuestras capacidades cognitivas pero también las amputan y las adormecen, nos dan pero también suelen quitarnos. Esto nos está sucediendo con el Internet a una escala nunca antes vista. Algunas personas creen que esto ocurre cada tanto con una nueva tecnología, como una recurrente paranoia conservadora. Por ejemplo, se criticaba que las personas pasaban demasiado tiempo platicando de cosas banales cuando se masificó el teléfono. La diferencia estriba, según Tristan Harris, ex desarrollador de Google, en que las compañías de teléfono no tenían a cientos de diseñadores e ingenieros trabajando todos los días -sirviéndose de la última investigación no sólo en cuestiones de desarrollo y marketing sino de neurociencia y psicología conductual- para hacer más atractivo tu teléfono con la intención de que pases más tiempo usándolo.
En este artículo intentaremos explicar cómo la tecnología digital se ha convertido en una adicción global que “ha secuestrado nuestras mentes”, usando las palabras de Tristan Harris. Harris es sólo uno entre un importante grupo de ejecutivos, programadores y diseñadores de empresas como Google, Facebook, Twitter y demás, que están dejando sus puestos, apagando sus aparatos y “sonando el silbato” para advertir sobre las profundas consecuencias que tiene el estar desarrollando tecnología supeditada a las demandas de lo que ha sido llamada la “economía de la atención”. Esto es, una economía basada en la captura de la atención de los usuarios (antes llamados consumidores), la cual se traduce en datos que pueden ser vendidos o que pueden ser usados para hacer más inteligentes a las plataformas y generar anuncios más efectivos. The Economist recientemente anunciaba que los datos son ya el recurso más valioso en el mundo, superando al petróleo. Steven Kotler, autor de un reciente libro que investiga cómo la dopamina está alimentando la economía, sugiere que alterar los estados de conciencia es de una manera sutil el motor económico de la economía mundial. Esta industria, la cual calcula que vale más de mil billones de dólares y en la que incluye al porno y a las redes sociales, está basada en los estímulos digitales que provocan comportamientos adictivos que cautivan nuestra atención. Kotler advierte que, a diferencia de lo que ocurre con el alcohol y las drogas, donde existe una legislación y restricciones para su consumo, no tenemos regulación en el porno y las redes sociales. Estamos exponiendo a niños y adolescentes a potenciales drogas adictivas sin darles herramientas para defenderse de ellas.
Dentro de esta economía de la atención, la gasolina con la cual corren las plataformas de extracción de datos es lo que hemos llamado aquí la dopamina de fuente digital. Es la dopamina, que aumenta al interactuar con el newsfeed de Facebook, al anticipar likes de Instagram o al pensar que tal vez hemos recibido un mensaje, la que nos hace seguir pulsando la pantalla y pasando más tiempo “conectados” -tiempo que es siempre monetizado. Es discutible si las compañías de tecnología intencionalmente han explotado el mecanismo de recompensa del sistema de dopamina del cerebro -a la manera de taimados dispensadores de heroína o cocaína digital- o si lo han encontrado accidentalmente, como quien encuentra petróleo en su terreno. De cualquier manera, la absorción masiva de la atención humana en las pantallas digitales, algo que caracteriza como casi ninguna otra cosa a nuestra era, no puede explicarse sin las fluctuaciones de dopamina, la energía que mantiene a las masas activas generando capital digital. Actualmente, por ejemplo, diversos estudios muestran que una persona toca en promedio 2 mil 617 veces su teléfono al día y lo checa cada 15 minutos; en Estados Unidos, en el 2015, los niños de entre 13 y 18 años pasaron 9 horas al día conectados a medios digitales; los niños de 8 e 12 años pasaron 6 horas al día. Notablemente, un estudio reciente mostró que el solo hecho de estar con un smartphone en un lugar, sin ni siquiera usarlo, disminuye la capacidad cognitiva. Todo esto es evidentemente un despropósito de la tecnología, que claramente tiene un potencial de hacer nuestras vidas no sólo más cómodas e indolentes, sino más productivas e inteligentes. El problema yace en que la tecnología -esencialmente amoral- no está siendo diseñada para beneficiar al ser humano sino para producir más ganancias dentro de una tiránica economía global que tiene como fundamento el crecimiento infinito y no la verdadera prosperidad, algo que ha diseccionado brillantemente Douglas Rushkoff en su libro Throwing Rocks at the Google Bus. Hay una cierta lógica en que los datos se hayan convertido en el recurso más valioso y en que la economía se torne digital. Este impulso o ambición hacia seguir presentando más y mayores ganancias se topa con el impedimento de que los recursos naturales llegan a un punto de escasez, por lo cual es necesario moverse hacia otro reino: el digital. La información o los datos no tienen este mismo tope, son casi infinitos e inagotables; sin embargo, lo que sí es agotable (y lo que sí se deteriora) es lo que consumen: la atención humana.
Para entender cómo la tecnología digital se ha difundido casi ubicuamente en el mundo, dando lugar a la economía de la atención, debemos primero conocer qué es la dopamina y cómo efectúa lo que se conoce como el sistema de recompensa. Robert Sapolsky, profesor de biología de Stanford, es uno de los principales expertos en el tema. Mientras que la dopamina suele llamarse “el neurotransmisor del placer”, Sapolsky ha matizado que en realidad la dopamina es el neurotransmisor de “la anticipación del placer”. La diferencia es importante puesto que es esta anticipación de una recompensa (el placer) la que que nos impulsa hacia lo que se conoce como tareas orientadas hacia una meta y la cual permite una psicología conductual, o el reforzamiento de ciertas conductas a través de la promesa de una recompensa. La dopamina es lo que media o regula la motivación que sentimos para hacer algo. Es por esto que cuando nos volvemos adictos a ver porno en Internet o a ver fotos en Instagram no sólo comprometemos nuestro control de la atención, sino también nuestra fuerza de voluntad (esto lo veremos más adelante).
El experimento seminal que mostró que la dopamina está vinculada sobre todo con la anticipación de una recompensa fue realizado con un grupo de monos, a los cuales se les entrenó para realizar una tarea básica por la cual recibían una recompensa. Los monos debían apretar un botón unas 10 veces, después de las cuales recibían comida. Observando el cerebro de los monos, los científicos notaron que éste producía dopamina en cuanto detectaba la señal de que debían realizar la tarea -y la dopamina disminuía una vez que ya estaban disfrutando de la recompensa. Lo más relevante de esto es que cuando el experimento se realizaba de tal forma que los monos sólo recibían la recompensa un 50% de las veces, las descargas de dopamina subían enormemente, a niveles cercanos a los que produce la cocaína, superando por mucho a cuando recibían la recompensa el 100% de las veces. A esto Sapolsky lo llama “la magia del tal vez” (the magic of maybe). Algo de lo cual son completamente conscientes los dueños de los casinos en Las Vegas. Algunas máquinas tragamonedas están diseñadas para que se produzcan resultados muy cercanos al Jackpot, para que se estimule justamente esta magia del tal vez, la anticipación de que quizás la siguiente vez, ahora sí, será la buena. El genio de estas personas consiste en engañar a sus clientes para que piensen que lo que en realidad sólo tiene un 5% de ocurrir (o menos) tiene un 50% de posibilidades.
Tristan Harris sugiere que las plataformas de Internet funcionan de manera similar a los casinos, jugando con los estímulos de una “recompensa variable”, y que los teléfonos pueden ser vistos como máquinas tragamonedas (slot machines). El motor detrás de la tecnología digital que nos parece irresistible y fabulosa es justamente este enfrentarnos cotidianamente con la posibilidad, con quizás encontrarnos algo que nos produzca placer y nos dé sentido -y aunque el placer que recibimos puede ser menor y ciertamente efímero, el hecho de que la posibilidad esté siempre ahí, disponible, y que los mismos placeres estén intercalados de nuevas posibilidades y limitados a dosis intermitentes, es lo que los hace tan adictivos. Harris explica que al usar estas apps no sabemos si descubriremos un mail interesante, una avalancha de likes o nada. “Cada vez que haces un scroll–down es como una máquina tragamonedas de Las Vegas. No sabes lo que viene después. A veces es una foto hermosa. A veces es sólo un anuncio”. La autora Susan Greenfield lo describe así:
Un pulso del dedo provoca un pálido resplandor. Esperas la cascada de dopamina de un mensaje entrante. Como un patológico apostador, vuelves a checar. Y otra vez. Alimentas tus impulsos narcisistas con unos tuits. Sin tener información cara-a-cara, bajas un peldaño a un amigo de Facebook [porque te comparas con él viendo sus posts]. Surfeando en tu soledad, le das like a algunos otros. Horas después de pájaros catapultados, picas el botón de “apagar”. Repites el ciclo. No te das cuentas de que tus sinapsis no están conectando.
Más allá de esta descripción un poco hiperbólica (necesaria a veces en la era digital para llamar la atención de los usuarios), estos tristes comportamientos suelen ser el resultado no sólo de la alienación que vivimos como personas o del contenido de nuestras vidas, sino del medio mismo, del contexto, del programa y de la programación en sí misma, el medio es el mensaje. Algunas de las más exitosas innovaciones en plataformas como YouTube o Facebook se sirven, intencionalmente o no, de este mecanismo de anticipación de la felicidad, de lo nuevo, de algo que nos guste más y nos entretenga. Por antonomasia, el newsfeed de Facebook es un algoritmo basado fundamentalmente en un circuito de recompensa y reforzamiento mostrándonos posts que no nos interesan mucho, anuncios y otros posts que nos producen una pequeña pero contundente dosis de placer. Al decirle a Facebook lo que nos gusta, nos aseguramos de que nos dé más de lo mismo, pero no siempre. (En este sentido la tecnología digital es como las relaciones amorosas, generan dopamina siempre que se mantengan un tanto impredecibles). El botón de like, implementado en el 2009, incrementó exponencialmente el engagement de los usuarios y puede considerarse un hito en la historia de las redes sociales -luego sería copiado por casi todas las otras redes. Un éxito rotundo no sólo porque afirmaba la necesidad de pertenencia y reforzamiento social de los usuarios, sino porque al hacerlo generaba una mina de oro de datos. Otras funciones dignas de considerarse son el autoplay de diferente sitios, el adictivo snapstreak de Snapchat y el popular push-to-refresh. Este último es particularmente sintomático. Existen funciones muy simples para que una página se actualice sola cuando se hace un scroll–down pero los usuarios prefieren ellos mismos dar un clic para que la página se refresque, quizás de la misma manera que los apostadores disfrutan jalar la palanca ellos mismos en una máquina tragamonedas para participar en lo que les aguarda. Ese instante de participación y anticipación es lo que nos engancha.
Ramsay Brown, cofundador de la startup Dopamine Labs, una compañía que abiertamente ofrece servicios para hacer que una app se vuelva adictiva aprovechando el sistema de recompensa de dopamina, explicó al popular programa 60 Minutes que Instagram, por ejemplo, en ocasiones retiene la notificación de los likes para soltarlos juntos en una ráfaga, en un momento predeterminado algorítmicamente “para hacerte sentir extragenial y asegurarse de que regreses”. El mismo Robert Sapolsky menciona que desde hace mucho tiempo los psicólogos que ayudan a optimizar las empresas saben de la importancia de recibir reforzamientos intermitentes para aumentar la productividad.
Sitios como Facebook –según muestra un documento interno filtrado– son actualmente capaces de determinar momentos específicos en los que adolescentes se sienten “inseguros”, “inadecuados” o “en necesidad de un boost de confianza”, es decir, momentos precisos para darles una dosis de reforzamiento que los haga querer seguir regresando (uno de esos postsque celebran tu amistad con alguien, tal vez) o mostrarles un anuncio que se aproveche de su vulnerabilidad. Aunque no sabemos si Facebook emplea esta información granular para personalizar el newsfeed conforme al momento emocional del usuario, el solo hecho de poder monitorear en tiempo real las emociones de sus usuarios es inquietante. Ramsay Brown, cuya filosofía parece ser algo así como “ya que no puedes vencerlos, mejor únete a ellos y agénciate una rebanada del pastel”, lo dice claramente: “somos parte de un experimento controlado que está ocurriendo en tiempo real, somos ratones de laboratorio picando botones”. Literalmente, como los monos del experimento citado por Sapolsky, que picaban un botón 10 veces hasta recibir una recompensa. La compañía de Brown, Dopamine Labs, incluso ha desarrollado un software inteligente llamado perversamente Skinner (como el psicólogo B. F. Skinner) que monitorea el comportamiento de los usuarios de cualquier app y conforme a esos datos hace recomendaciones para alterar la conducta de los usuarios y aumentar el tiempo de retención. Para hacer esto se basa en conocimiento de cómo funciona la motivación humana, según sus creadores. Los videos de marketing de esta compañía son realmente tenebrosos. Nótese fórmulas como “la dopamina hace a tu app adictiva e incrementa tus utilidades en un 16%” y “recablea sus hábitos y los mantiene enganchados”… “inserta un elemento de deleite después de la acción”. “No es qué das, sino cuándo lo das, debes crear un ritmo de reforzamiento”. El sistema de recompensa de la dopamina está siendo embebido a las aplicaciones que usamos todos los días. Dopamina en código.
Lo que más obviamente está siendo afectado por el diseño y la programación de la tecnología digital es nuestra capacidad de controlar nuestra atención. Esta facultad que el psicólogo de Harvard William James hace más de 100 años ya había evaluado como la más importante facultad que tiene la mente de un ser humano (y la marca que distingue a una persona genial de los demás), aunque puede estar favorecida por la genética, es sobre todo un hábito. Nuestros hábitos navegando en Internet y nuestros hábitos usando nuestro smartphone van entrenando nuestra atención a motivarse sólo cuando hay una promesa de una recompensa avisada por una estimulante señal (como los botones rojos que nos llaman a checar nuestras notificaciones en Facebook, como si se tratara de algo urgente). Asimismo, el multitaskingcaracterístico de la experiencia en línea de múltiples pestañas y de las push-notifications de los teléfonos hace obviamente que vivamos en lo que ha sido llamada una “continua atención parcial”, que estemos poquito en muchas partes a la vez, pero no enteramente en ningún lugar. Como dice la autora Nancy Collier: “somos adictos a salirnos del momento. Nos distraemos de dónde estamos”. En gran medida la dopamina digital es la droga del mindlessness y es una de las grandes razones por las que se ha vuelto tan popular el movimiento del mindfulness, un urgente antídoto que también está siendo cooptado por la economía capitalista, reduciéndolo al llamado “McMindfulness”, bajo la lógica perversa de primero crear la enfermedad y luego vender el remedio.
Son muchas las formas en las que vemos cómo la adicción a la anticipación de una recompensa que efectúa la tecnología digital está diezmando nuestras capacidades de cultivar la atención y de desarrollar una felicidad no basada en efímeros placeres externos. Desde accidentes producidos por manejar o caminar distraídos por ir checando el teléfono, trastornos sexuales por sólo sentir atracción por imágenes pornográficas o por la pornificación de las relaciones (cuando esperamos que el sexo en la vida real sea como en el porno), alienación social (cuando perdemos habilidades y motivación para conectar con las personas en el mundo real porque es más fácil hacerlo en línea), severa procrastinación (cuando se fue el día y te das cuenta de que no hiciste nada para ese proyecto que te ilusiona porque pasaste horas divagando en Facebook) o simplemente una incapacidad por interesarse por cosas complejas, que significan un reto intelectual y cuya recompensa no es del todo evidente. No es noticia ya que los textos largos en Internet cada vez son menos leídos -y seguramente un gran porcentaje de las personas que se hubieran beneficiado de leer este texto no lo terminarán, justamente porque no ofrece una clara promesa de recompensa. El usuario siente vacío o incomodidad al enfrentarse con largos bloques de texto que no le brindan estímulos como notificaciones, botones de colores, fáciles descansos o la posibilidad de encontrarse con una excitante o reconfortante imagen, sexy o familiar. Esto es lamentable, ya que lo que realmente fortalece la mente es la atención unifocal, la concentración sostenida y no el multitasking, algo que supieron muy bien los contemplativos de la India védica hace ya unos 3 mil años, desarrollando el samadhi, o la concentración que pacifica la mente. Los sabios de la India entendieron que el poder de la mente para conocer la realidad está en su inmovilidad, en su indivisa atención. Si no podemos sostener nuestra atención 20 minutos para leer algo que representa un desafío o hacer algo que no nos parece divertido pero que a la larga podría significar un beneficio, tenemos serios problemas, porque lo que está en riesgo ya no sólo es el control de la atención sino la fuerza de voluntad, cosas que, por lo demás, están estrechamente vinculadas entre sí y con las vías de dopamina del cerebro.
El problema de habituar el sistema de dopamina a las fáciles recompensas intermitentes (pero constantes o siempre disponibles) de la tecnología digital es que hace que otro tipo de tareas que no traen una recompensa cercana o inmediata nos sean más difíciles. Por ejemplo, aprender un nuevo idioma o tocar un instrumento musical -cuyo placer suele estar mayormente vinculado a una etapa muy posterior al proceso en el que ya lo dominamos- no sólo se complica porque no dominamos nuestra atención; también porque estamos acostumbrados a recibir recompensas muy evidentes a corto plazo. Y nos cuesta sostener la motivación y la fuerza de voluntad para hacer algo que no nos hace sentir bien inmediatamente -ya que estamos entrenados a funcionar a través de rápidas dosis de placer y no a entender que, aunque no vamos a recibir placer en este momento, el beneficio a la larga será mucho mayor. Lo cual recuerda el famoso experimento de los malvaviscos de la Universidad de Stanford. En él, un grupo de investigadores presentó a unos niños pequeños la opción de comerse un malvavisco en el momento o esperar unos 15 minutos después de los cuales, si se evitaba comerse el primero, recibirían dos o más malvaviscos. Los investigadores descubrieron -dando seguimiento a los casos particulares a través de los años- que los niños que supieron esperar probaron tener mejores resultados en la escuela, ser más sanos y tener familias más felices. La tecnología digital nos hace un poco como los niños que no saben esperar a recibir más malvavsicos -que se van por la carnada, y no esperan a recibir cosas más significativas. El poeta sufí Rumi dijo “Tira tu manojo de azúcar para convertirte en el campo de azúcar.”
Las actividades que no suelen presentarnos una recompensa inmediata o que no presentan un beneficio personal evidente son las que nos hacen verdaderamente humanos, nos permiten crecer y nos llevan a los aspectos sublimes de la existencia; nos hacen movernos hacia un plano de significado y propósito y ya no sólo de placer y autogratificación. O hacia la eudaimonía, más allá del hedonismo. Esto es, una felicidad sostenible no basada en los placeres sensoriales externos, sino en la satisfacción de realizar cosas que tienen un sentido y un propósito más grande que nosotros mismos, como pueden ser el arte o el altruismo. Para contrarrestar la dopamina digital debemos practicar una higiene digital y un dharma que tenga una salida offline.
Llama la atención un reciente artículo de The Guardian en el cual se menciona a por lo menos cinco importantes ex empleados de empresas de Silicon Valley que no sólo han renunciado a sus puestos, sino que incluso se han impuesto severas restricciones en su “dieta digital” para evitar perder el tiempo en redes sociales o checando en exceso sus teléfonos, mismas que han aplicado con sus familias. Hace unos años salió una nota que mencionaba que Steve Jobs no dejaba que sus hijos usaran los iPads que él mismo había creado. Los insiders saben que hay algo que lastima seriamente nuestra humanidad al pasar tanto tiempo conectados. Como señala el mismo artículo de The Guardian, los insiders aplican la máxima del rapero Biggie, quien en una canción, hablando sobre el crack, decía: “nunca te eleves con tu propia mercancía”. En este caso, no porque no sea bueno para el negocio, sino porque saben que la tecnología digital -como la estamos diseñando actualmente- es una mala droga.