Desde hace algunas décadas, distintas tradiciones que confluyen de una manera u otra en su crítica a un statu quo que podría denominarse “liberal-moderno-occidental”, han hecho hincapié en que la igualdad ante el derecho no es real sino meramente formal. Esto quiere decir que, en la práctica, por razones étnicas, socioeconómicas, culturales, religiosas, de género o de orientación sexual, muchos individuos reciben un trato desigual en relación a aquellos que pertenecen al “patrón de normalidad” que, en Occidente, se sintetizaría en el “varón blanco heterosexual y socioeconómicamente integrado”.
Con ese diagnóstico de fondo, viene avanzando en las últimas décadas la idea de establecer políticas públicas de lo que se conoce como “affirmative action” o también “discriminación positiva”, esto es, identificar al grupo que por alguna razón está siendo postergado y establecer desde el Estado, una política que, de forma temporal, permita que, en un lapso razonable, sus miembros logren que la igualdad formal sea una experiencia concreta.
Para indicar algunos ejemplos, restringiéndome solo a Latinoamérica, en los últimos años este tipo de políticas derivó en derechos especiales de representación legislativa por género en Argentina, Bolivia, Brasil y Ecuador, entre otros; derechos especiales de representación legislativa por etnia en Venezuela, Colombia y Perú; derecho colectivo sobre la propiedad de la tierra en Venezuela, Argentina y Ecuador; derechos vinculados a la orientación sexual en Argentina, Brasil, Uruguay, Colombia y Ciudad de México, y derechos lingüísticos en Venezuela, Brasil, Argentina y Bolivia, entre otros.
Si bien la efectivización de estos derechos ha tenido resultados diversos y cumplimientos disímiles en cada uno de los países, hay cierto consenso en que, sin dudas, ha logrado que los grupos en cuestión tuvieran mayor participación en los debates públicos y lograran una mayor integración cultural como ser el caso de, por ejemplo, lo que en Argentina fue el matrimonio gay, rebautizado “matrimonio igualitario”.
El otorgamiento de estos derechos especiales genera tensiones con principios de la tradición occidental como la concepción individualista de los derechos y la meritocracia
Sin embargo, claro está, el otorgamiento de estos derechos especiales genera, como mínimo, tensiones con principios caros a la tradición occidental. Me refiero a una concepción individualista de los derechos y a la meritocracia. Respecto de la primera, hay enormes dificultades en torno de la problemática de la titularidad del derecho pues la idea de que solo pueden ser titulares del derecho los individuos parece poner límites claros a los intentos de avasallamientos de otro individuo o de un Estado, pero el asunto deviene más difuso cuando se trata de derechos colectivos. ¿Quién es el titular de un derecho colectivo de la tierra que, por definición, es indivisible? ¿Qué sucedería con la propiedad de algún miembro que deseara abandonar la comunidad?
No este es el espacio para profundizar en esta discusión pero téngase en cuenta que hay distintos autores que tratan de diferenciar entre derechos colectivos cuya titularidad es colectiva y derechos de grupos cuya titularidad es individual, aunque se pueden ejercer solo como parte de ese grupo. Más complejo aún deviene todo cuando, como una pendiente resbaladiza, quienes hablan de derechos diferenciados para grupos también exigen derechos para animales no humanos, o casos como los de la Constitución de Ecuador y Bolivia en los que se establece que existen los derechos de una entidad como “la naturaleza”.
Respecto de la segunda, los liberales más consecuentes afirman que las acciones de discriminación positiva atentan contra el mérito porque, por ejemplo, una ley de cupo que estipule que un porcentaje de los cargos legislativos, de los ingresos a una universidad, o de las becas que el sistema científico brinda, se distribuya entre mujeres, afroamericanos o individuos residentes en regiones alejadas de las grandes urbes respectivamente, supone un trato desigual e injusto para todo aquel que viva en una gran urbe, y no sea ni afroamericano ni mujer. Incluso algunos afirman que la identificación de grupos “desaventajados” para que reciban ayuda, acaba eternizando la estigmatización bajo una lógica paternalista.
Los liberales, entonces, advierten que para remediar una injusticia se está cometiendo otra y que de una discriminación positiva deviene una discriminación negativa no solo hacia individuos sino también hacia otros grupos. En este sentido muchos se preguntan, por ejemplo, por qué se otorga un cupo de representación a las mujeres y no a los gays. O por qué hay asientos reservados para representantes de etnias y no para representantes de gente pobre. Y si se les diera ese beneficio a los pobres por qué no dárselo a un grupo determinado generacionalmente y castigado en todo Occidente como los ancianos. Claro que si se les diera a los ancianos habría buenas razones para brindarles ese beneficio a los discapacitados…
Lo que está en juego es una concepción de la constitución de la comunidad, el criterio para determinar qué es un grupo y cuál de éstos resulta postergado
La lista puede seguir al infinito y quienes defienden priorizar un grupo sobre otros utilizan distintas argumentaciones que incluso se puede remontar a alguna injusticia cometida siglos atrás. Pero hurgando en lo profundo se cae en la cuenta que lo que está ahí en juego es una concepción casi metafísica de la constitución de la comunidad en cuestión del cual surgiría un criterio para determinar qué es un grupo y cuál de éstos resulta postergado. Si desde mi punto de vista considero que la etnia es el elemento constitutivo de mi comunidad, postergaré a las mujeres, a los gays, a los discapacitados y a los pobres porque el parteaguas de mi comunidad es étnico.
Pero también podría creer que el elemento constitutivo de mi sociedad es el hecho de haber nacido varón o mujer, o la desigualdad generada por el capital, y allí deberían privilegiarse otro tipo de políticas. El hecho de que no surja un criterio “universal” u “objetivo” hace que quienes se oponen a este tipo de políticas puedan esgrimir que, finalmente, lo que hace que en algunas sociedades se decida favorecer a un grupo en detrimento de otro tiene que ver con razones muy poco neutrales, pues la explicación no radica en otra cosa que la capacidad de lobby y las fluctuaciones de la cultura de cada época.
Como se pudo ver, estas líneas buscaron exponer brevemente cierto estado de la cuestión en lo que refiere a políticas de discriminación positiva. Se trata de un mínimo aporte para clarificar los ejes de una discusión que hoy en día está adoptando carriles inusitados de violencia. Tengo bien presente que la historia de la adquisición de derechos no es una historia solemne de diálogos y acuerdos sino de disputas y conquistas, pero cierta ingenua conciencia ilustrada todavía me hace pensar que si se comprende de lo que se trata y se dejan a un lado los sentimentalismos casquivanos, la más que atendible reivindicación de derechos podrá transcurrir por senderos que permitan mensurar las urgencias pero también las complejidades y las arbitrariedades que se pueden cometer en nombre de las buenas intenciones.
Foto: El presidente Lyndon B. Johnson reunido con los líderes de los derechos civiles Martin Luther King, Jr., Whitney Young y James Farmer.
Yoichi Okamoto (1915–1985)