Ahora que, con ocasión del procés para la independencia de Cataluña, tanto se habla de carencias y defectos del sistema político español, la llamada crisis del régimen del 78, echo en falta en debates y análisis una mayor atención a la deriva centrífuga que, en mi opinión, constituye una de las bases fundamentales, si no la que más, desde una perspectiva a largo plazo, del deterioro que estamos sufriendo.
Me explico: ya sé que, como muchos dicen con toda razón, hemos pervertido la representación democrática con un sistema electoral francamente mejorable, unos partidos cerrados y bloqueados que falsean el mandato popular o una justicia ferozmente politizada, por citar solo tres lastres indiscutibles. Pero lo que me interesa subrayar es que, por ser precisamente taras evidentes, aunque las soluciones sean muy complejas, hemos dado el primer paso para la resolución de conflictos, el reconocimiento del problema.
No sucede lo mismo con el asunto de la organización territorial. Ya sé que muchos piensan que la actual crisis política o, por decirlo en plata, la actitud insurreccional del nacionalismo catalán, ha llevado a un cambio, no drástico pero sí ya claramente perceptible, en la opinión pública del conjunto de España acerca de las supuestas virtudes indiscutibles e indiscutidas del sistema autonómico.
Suelen citarse a este respecto algunos datos de encuestas de opinión que muestran una desafección paulatina hacia las autonomías y un tímido repunte a favor de la recuperación de determinadas competencias por parte del Estado, básicamente enseñanza y, en mucha menor medida, sanidad o disposiciones impositivas y administrativas. Pero seamos francos: estamos muy, pero que muy lejos de poner en cuestión el modelo vigente. Por muchos motivos. Y de ahí derivan algunos males que pretendo desgranar brevemente.
En la opinión pública española está arraigada la convicción de que la centralización es no solo conservadora, anticuada, obsoleta, sino claramente reaccionaria
Vamos a expresarlo con una rotundidad que puede desagradar a los puristas pero que, en su simplicidad, refleja bien nuestra situación actual: el centralismo es intrínsecamente perverso, ergo la descentralización tiene que ser necesariamente buena. En la opinión pública española está ampliamente arraigada la convicción de que la centralización es no solo conservadora en la peor acepción que se da al término (anticuada, obsoleta) sino claramente reaccionaria.
La centralización es franquista, diría Pablo Iglesias. Facha, diría Ada Colau. Si me apuran, no es solo una cuestión política, sino ética y hasta estética: hoy por hoy no hay en España formación política relevante que se atreva a decir que el rey está desnudo, o sea, que la deriva centrífuga del Estado autonómico nos ha llevado a un callejón político sin salida, amén de suponer una factura económica inasumible a largo plazo.
La deriva centrífuga del Estado autonómico nos ha llevado a un callejón político sin salida e implica una factura económica inasumible a largo plazo
Lo que debería ser un debate puramente pragmático, elegir la mejor organización del Estado o la funcionalidad de la administración, se convierte, como tantas veces entre nosotros, en una cuestión de tintes esencialistas. Centralismo y democracia son en el solar ibérico valores antitéticos. Y punto.
De ahí que, de modo natural, cuando los partidos autodenominados progresistas hablan de “profundización democrática”, reclamen en el mismo lote más competencias para las respectivas autonomías. El llamado “autogobierno” como panacea. De nada vale acogerse a modelos foráneos, como el de nuestros vecinos del otro lado de los Pirineos, los franceses, poco sospechosos o necesitados de lecciones en este terreno.
Hay quien cree que este es uno de los daños colaterales del franquismo. De hecho, buena parte de los actuales líderes de la izquierda, no precisamente ilustrados, piensan y actúan así, de modo reactivo: si el franquismo era centralista, nosotros, antifranquistas, demócratas, tenemos que ser naturalmente autonomistas. A menudo se ha tratado de explicar de este modo la paradoja de que la izquierda española, teóricamente internacionalista como toda izquierda per se (“¡proletarios de todos los países…!”) desempeñe tan a gusto la función de compañera de viaje de unos nacionalismos periféricos poco progresistas, por no decir, reaccionarios, racistas y xenófobos.
Un Estado liberal fallido
Pero el mal es más profundo y viene de más atrás. En política, si no se sabe historia, no se puede llegar muy lejos. Durante toda la edad contemporánea (y eso para no remontarme más lejos en los antecedentes), las más diversas tendencias políticas españolas, desde el carlismo al republicanismo federal, han hecho del particularismo, del localismo, del terruño en una palabra, la piedra angular de su praxis política, cuando no directamente de su ideología.
El problema histórico en España fue el de un Estado liberal que no logró alzar el vuelo y ponerse a la altura de las exigencias de un Estado moderno
Suele retenerse el caso extremo del cantonalismo en los tiempos de la Primera República, pero lo cierto es que la tentación centrífuga ha estado siempre latente: Madrid o la Corte, epítome de todos los males. Pero lo malo era que no se trataba de Madrid ni la Corte, sino de un Estado liberal que no lograba alzar el vuelo y ponerse a la altura de las exigencias de un Estado moderno, como el de las naciones vecinas de Europa Occidental.
Incluso cuando el liberalismo convulso de los pronunciamientos desemboca, tras la vacuna del Sexenio revolucionario (1868-74), en el conservadurismo liberal de la Restauración, la centralización teórica pacta con el localismo de facto. El turnismo canovista se apoya en los caciques, el auténtico poder ante el que debían medrar millones de españoles. Oligarquía y caciquismo como forma de gobierno, dictaminó Joaquín Costa.
Es verdad que el proceso no es exclusivo de España, como pretendía el masoquismo regeneracionista, pero no es menos cierto que un Estado débil, que malcumplía sus funciones, dejaba el campo abierto a otras alternativas y a que, como en aquel circo, le crecieran los enanos. La crisis del 98 es el pistoletazo de salida para los nacionalismos peninsulares, en especial el catalán y vasco.
No surgen los nacionalismos periféricos como reacción democrática contra la bota opresora de Madrid. Al contrario: la debilidad del poder central posibilita su eclosión
No surgen esos nacionalismos, como pretende su propaganda, como reacción democrática contra la bota opresora de Madrid, sino todo lo contrario. Es la debilidad del poder central la que posibilita su eclosión y su innegable respaldo ciudadano en poco menos de tres décadas. Y en la Segunda República, como luego más acusadamente pasaría en la Transición política de los años 70, la ciudadanía española no concibe un régimen de libertades individuales sin contemplar la libertad de los pueblos oprimidos por el Estado español.
Mientras que el Estado aparece como superestructura artificial (cuando no arbitraria y dictatorial), las regiones, nacionalidades o naciones de la península ibérica se presentan como la realidad política primigenia. Ya lo dijimos antes: ¿cómo no va a ser un demócrata autonomista? Libertad, amnistía y estatuto de autonomía es la traducción española de liberté, egalité, fraternité.
Un modelo para la desintegración
Hay quienes se oponen a las concesiones del Estado ante los nacionalistas en general y ahora ante los independentistas catalanes en particular aludiendo a la voracidad insaciable de todo nacionalismo. Esto en sí es obvio: no se gana al monstruo satisfaciendo puntualmente su apetito, porque siempre querrá más y tendrá un sexto sentido para olfatear nuestra debilidad.
Las transferencias de competencias a las autonomías solo circulan en España en un sentido: para los nacionalistas periféricos, el techo de hoy es el suelo de mañana
Las primeras medidas del nuevo gobierno socialista de Pedro Sánchez han estado dirigidas a satisfacer las exigencias de los nacionalistas. Podría decir que es inútil, pero sería muy optimista si lo dijese. Para Pedro Sánchez es útil, porque le sirve para ganar tiempo, lo que más precisa. Para los proyectos nacionalistas periféricos es todavía más útil, porque las competencias que se ganan jamás se devolverán. Las transferencias de competencias a las autonomías solo circulan en España en un sentido. Para los nacionalistas, el techo de hoy es el suelo de mañana.
El problema, con todo, tiene perfiles todavía más alarmantes y no afecta solo a las relaciones del Estado con los movimientos nacionalistas. Los nacionalismos periféricos no representan en cierto modo más que la exacerbación de la dinámica centrífuga de un sistema perverso en su propio diseño, el Estado autonómico tal y como fue concebido en la Constitución del 78. No voy a entrar ahora en si se pudo o no hacer de otra manera. El mapa político español, fragmentado en comunidades y ciudades autónomas, es un mosaico tan arbitrario como insostenible, en el que campan por sus fueros (nunca mejor dicho) unas modernas oligarquías.
El mapa político español, fragmentado en comunidades es un mosaico tan arbitrario como insostenible, en el que campan por sus fueros unas modernas oligarquías
Da igual o casi que el coto cerrado lo administre la derecha o la izquierda, nacionalistas o no nacionalistas. Hasta en el interior de los grandes partidos los que mandan son los barones territoriales. Mientras, en un goteo inacabable, el Estado sigue vaciándose de recursos y de instrumentos efectivos de gobierno, dejándose jirones de su legitimidad en un empeño perdido de antemano. En algún momento, digo yo, habrá que poner el cascabel al gato. O si no, atenernos a las consecuencias.