Tanto el maestro, Platón, como el alumno, Aristóteles, coincidieron en que el asombro (thaumazein en griego1), una cualidad de la mente que mezcla el deleite, la sorpresa y la más completa atención ante algo, es el origen de la actividad filosófica2, es decir, del amor al conocimiento por el conocimiento en sí mismo. Esta actitud es la que llevó a estos filósofos no sólo crear un sistema moral y metafísico que aún es determinante en la forma en que pensamos, sino en general a investigar atentamente la realidad y crear las bases racionales para la observación científica de la naturaleza y la investigación contemplativa de la conciencia humana. Se podría decir que de esta cualidad de asombro ante la vida, de apertura y admiración ante el misterio de la existencia, ha nacido lo mejor del ser humano, incluso que esta cualidad es lo que nos hace realmente humanos.
Esto es lo que argumenta también Douglas Rushkoff en su libro Team Human. Rushkoff plantea en este importante texto que la forma en la que estamos programando la tecnología digital y el estilo de vida moderno en el que estamos todo el tiempo en línea (conectados a nuestros aparatos pero desconectados de los otros humanos) afecta nuestra capacidad de estar despiertos ante la vida y vivir esta sensación de asombro primordial. Rushkoff enfatiza que el internet tiene un gran potencial de fomentar y celebrar un espíritu de colaboración y compasión (pues este fue el ethos con el que fue creado por académicos, antes de que fuera colonizado por las corporaciones). Sin embargo, al interiorizar los valores predatoriales de la economía capitalista, donde sólo se busca extraer valor y aumentar ingresos a toda costa, la tecnología digital se ha convertido en un medio ambiente que amputa nuestras capacidades de socialización. Las cámaras de ecos de las redes sociales, la polarización de los medios, el resurgimiento de los sentimientos nacionalistas y el sistema capitalista utilitario basado en la competencia promueven que las personas vivan en un estado en el que o se avergüenzan de lo que son -sintiendo la necesidad de compararse- o se dedican a hacer evidente que los demás deberían de avergonzarse de cómo son (el famoso shaming). Este estado crea una especie de mecanismo de defensa, un estrés y una desconfianza que impide la contemplación de la realidad desde el asombro y la apertura fenomenológica. Cuando se elimina la vergüenza y dejamos de indignarnos de los otros, se abre la grieta luminosa de nuestra humanidad por donde puede sorprendernos la vida.
Nos volvemos lo suficientemente confiados para salir del capullo de la simulación de la computadora privada para entrar al caos húmedo de la intimidad social. En vez de maravillarnos de la granularidad del mundo de realidad virtual o del realismo de la expresión facial del robot, abrimos nuestros sentidos al sabor de la brisa o al tacto de la piel del amado. Cambiamos el vértigo del ‘valle inquietante’ [de la extraña mueca de la réplica] por el asombro estremecedor [de la carne y el espíritu humano].
El estado de asombro podría ser la cumbre de la experiencia humana; es lo que yace más allá de la paradoja. Si el papel único de los humanos en la naturaleza es ser conscientes, ¿qué cosa más humana podemos hacer que volarnos la mente? [blow our minds]
Rushkoff señala que existen estudios que sugieren que la experiencia de asombro (awe) puede combatir cosas como «el ensimismamiento, el estrés o la apatía» y llenarnos de una «creciente sensación de significado y propósito, llevando nuestra atención del yo hacia el interés colectivo». O del pequeño yo individual, alienado y solitario, al Yo grande, unido y conectado. Después de una experiencia de asombro las personas están más dispuestas a «sacrificarse, cooperar o hacer alguna acción altruista». Al parecer el asombro nos hace conectarnos con algo más allá de nosotros mismos y entender que somos partes de algo más vasto que nuestro propio ego amurallado y quizá, entonces, dejamos de vivir en base al hedonismo, el narcisismo y el nihilismo que subyacen a la vida moderna Pero, dice Rushkoff, las oportunidades para maravillarnos y experimentar la belleza no-mediada de la existencia son cada vez más pocas. Acaso porque, en una economía donde todo tiene que crecer siempre más, y en una sociedad cuantificada, «el asombro no tiene una métrica clara». ¿Pero acaso no es lo inconmensurable lo que buscamos siempre, lo que no tiene medida, lo que no puede convertirse en un número ni adquirirse en una tienda?
Lamentablemente muchos de los desarrolladores de estas tecnologías son conscientes de nuestra avidez por sentir asombro y han implementado diferentes estrategias y artilugios para crear «excitación manipulada» o lo que podemos llamar asombro manufacturado o utilitario (a riesgo de la contradicción: porque el asombro no tiene un fin o razón ulterior, sólo es: la rosa florece porque sí). Así vemos que las películas se han convertido, como el mismo Scorsese ha denunciado, un enorme parque de atracciones, una máquina de producir thrills, sin contenido y profundidad. Y, más aún, como señala el ex empleado de Google, Tristan Harris, nuestros teléfonos se parecen a las máquinas tragamonedas de los casinos, generando ese semiasombro de la expectativa, de tal vez ganar, está vez sí -al tiempo que bailan los colores brillantes y los jingles electrónicos-… o recibir otro like… y una nueva dosis de dopamina. Y esto no es solamente el caos irresponsable del sistema, sino es la articulación voluntaria y premeditada de los desarrolladores que buscan explotar las vulnerabilidades de la autonomía humana, como queda claro por el trabajo del Captology Lab de Stanford. Este tipo de asombro virtual, dice Rushkoff, no une, sino que nos separa en «consumidores individuales o en seguidores». Seguidores y no pares o colegas; y seguidores no de personas reales sino de fachadas, de perfiles diseñados para tenernos cautivos en lo «asombroso» y mayormente inalcanzables (y mayormente banales) que son las vidas de las celebridades o de los millonarios.
Al final de cuentas la tecnología digital no parece estar jugando a nuestro favor, los usuarios acabamos siendo los usados y empezamos a dejar de valorar lo que es nuestra humanidad, creyendo que no es nada realmente especial y que quizá sería mejor confiar en las máquinas y en los algoritmos -que son superiores a nosotros- para que nos digan que hacer e incluso, eventualmente, que definan quiénes somos. Pero «el asombro verdadero es intemporal, ilimitado e indiviso. Sugiere que existe un todo unificante al cual pertenecemos -si sólo pudiéramos mantener esa conciencia», dice Rushkoff. La conciencia del asombro primordial, de ver la vida con los ojos del niño o del hombre sabio que mantiene la inocencia, eso es lo divino, la esencia humana que podemos actualizar. Pero sostener esta conciencia será cada vez más difícil si no nos damos cuenta primero de cómo la tecnología que estamos usando es similar a una droga que altera nuestra conciencia y dejamos de programar nuestras plataformas para secuestrar nuestra atención, ofreciéndonos zanahorias fantasmagóricas o cualquier otro truco para persuadirnos a pasar más tiempo en campos minados, donde nuestra información es utilizada para crear mejores anuncios y productos más adictivos, con los cuales la economía -ahora basada en la captación de la atención- pueda seguir creciendo.. ¿Pues qué otra cosa tenemos para autodeterminarnos, para ejercer nuestra autonomía y relacionarnos libre y amablemente con los demás, además de nuestra facultad de poner atención a las cosas que realmente le interesan a nuestra alma, de ver fijamente lo bueno y hacernos buenos? Rushkoff hace lo que podemos llamar un primer esbozo de una ley moral en respuesta a la tecnología digital: lo que nos separa y opone, los que nos hace jugar en contra de nosotros mismos como humanos es malo y lo que nos une y nos hace estar presentes, abiertos y receptivos al rostro del otro y a la colaboración, es bueno. Una ética sencilla que nos podría ayudar a navegar esta encrucijada histórica en la cual está en juego nada menos que el seguir siendo humanos y seguir descubriendo, con creciente asombro, todo lo que somos, en cuerpo y espíritu. La ciencia sabe más de estrellas y galaxias a miles de años de luz de lo que sabe de la conciencia humana; quizá todo lo que estamos buscando a través de la tecnología digital y los medios sociales, lo podemos encontrar en la conciencia humana, o en ese fenómeno asombroso que ocurre cuando miramos a los ojos de otra persona con calma y ternura, y sin esperar nada a cambio.
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Lee un extracto de Team Human (en inglés)
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1. Thaumas es un dios marino, padre de Iris, la mensajera de los dioses y también la diosa del arcoíris. De ella se deriva la palabra «iris», la parte del ojo que controla la cantidad de luz que entra al ojo.
2. The beginning of all philosophy, according to both Plato and Aristotle, lies in the experience of wonder. One might go further and say that the beginning of all serious thought—all reflection upon the world that is not merely calculative or appetitive— begins in a moment of unsettling or delighted surprise. Not, that is, a simple twinge of curiosity or bafflement regarding some fact out there not yet in one’s possession: if anything, it is the sudden awareness that no mere fact can possibly be an adequate explanation of the mystery in which one finds oneself immersed at every moment. It is the astonishing recollection of something one has forgotten only because it is always present: a primordial agitation of the mind and will, an abiding amazement that lies just below the surface of conscious thought and that only in very rare instants breaks through into ordinary awareness. It may be that when we are small children, before we have learned how to forget the obvious, we know this wonder in a more constant, innocent, and luminous way, because we are still trustingly open to the sheer inexplicable givenness of the world. (David Bentley Hart, Being, Consciousness, Bliss)