Como todos los elementos que reúnen un abanico tan amplio de significados, la destrucción física de la iglesia de Notre-Dame, parcial o total, solo puede ser el principio de una nueva interpretación y recuperación de sus valores profundos y cabe aprovechar la ocasión para reflexionar sobre la importancia del patrimonio, todo aquello que al desaparecer nos hace sentir la pérdida de algo extraordinariamente valioso e irrepetible.
El fuego que devora Notre-Dame parece pertenecer al mundo medieval de terribles enfrentamientos entre el bien y el mal, representados en los cuadros que llenan nuestros museos, donde las llamas simbolizaban al infierno y el cielo era pintado con luminosas nubes que portaban el agua capaz de apagar los mayores incendios. Cuando se quema una catedral como la de la capital francesa no podemos evitar un escalofrío por la coherencia de la dramática imagen del voraz incendio con el origen medieval del templo, comenzado a levantar en el siglo XII, hacia 1163, y la manera en que es destruido por un elemento tan primario y terrible contra el que todavía resulta tan difícil luchar.
La lucha contra el fuego en las construcciones ha marcado la historia de la arquitectura, y la mayor parte de los edificios construidos en madera no ha llegado hasta nuestros días. Si la arquitectura egipcia ha perdurado es porque se realizó en piedra, en un país sin bosques, donde el tronco de árbol era un material exótico y de importación. La propia arquitectura griega con su lenguaje de elementos formales y constructivos que conocemos realizados en piedra, es en buena medida la interpretación de una arquitectura anterior creada en madera, cuya fragilidad frente al fuego habría llevado a ser reinterpretada en su sintaxis con piedra, un material prácticamente incombustible.
Las llamas han provocado continuos giros en el campo de la arquitectura, y basta reconocer el incendio del Alcázar madrileño, durante la Nochebuena de 1734, en el que ardieron tantos cuadros de la colección de los monarcas, como la verdadera razón de que el nuevo Palacio Real de Madrid se edificara con materiales pétreos. La mayor parte de los barrios escandinavos cuyas casas eran construidas en madera, se fueron quemando paulatinamente, y obligaron a sustituir los edificios, realizados con la abundante y barata madera, por sólidas viviendas de piedra, ladrillo y hormigón.
Lo mismo sucedió con muchas iglesias levantadas para la eternidad en piedra. Muchas de ellas tenían su punto débil en la solución de las cubiertas, y nuestros campos están llenos de ruinas de templos de los que sólo permanecen en pie los muros verticales después de que el fuego derribara sus cubiertas. Aunque desde el interior del maravilloso espacio de la nave principal de la iglesia de Nuestra Señora de París todo lo que se veía cubriendo el espacio en la parte alta era de piedra, esas bóvedas son sólo la piel interior del edificio. Sobre ellas se construyó una cubierta a dos aguas para conducir la lluvia hacia el exterior del templo. Y la estructura de esa cubierta, no visible, era de madera para no comprometer con más piedra el peso que debían soportar las esbeltas columnas. Esos soportes, gracias al delicado sistema de arbotantes, permitían que el gótico aportase grandes ventanales por las que la luz inundaba el interior del templo, superando la oscuridad que caracterizaba las construcciones del estilo anterior, del románico.
El armazón de madera de la cubierta es el talón de Aquiles de una estructura que, aunque contemplada desde el exterior parece por completo de piedra, esconde en su interior un entramado auxiliar susceptible de arder. La complejidad de las estructuras medievales exige un compromiso de comportamiento conjunto de los elementos de piedra y de los elementos de madera, de modo que el incendio de las cubiertas puede comprometer el conjunto completo de un templo maravilloso cargado de historia y de valores arquitectónicos. Notre Dame no es sólo una obra maestra del gótico francés situada en un lugar de alto valor simbólico. También está vinculado fuertemente al movimiento romántico del siglo XIX, cuando el templo se convirtió en uno de los emblemas del genio medieval que había sido capaz de reunir el trabajo de artistas y de artesanos para levantar un monumento que representaba al mismo tiempo valores religiosos, artísticos y sociales. Todos los estamentos de la sociedad se habían reunido para construir un verdadero edificio monumental en cada uno de sus elementos, desde la composición general al más humilde de los detalles. La catedral medieval no era obra de un artista, era de un pueblo unido por una identidad común.
La añoranza idealizada de un tiempo pasado que había sido capaz de levantar obras de todo punto irrepetibles encendió la imaginación de los románticos y provocó una nueva reflexión sobre el camino en el que debería avanzar la sociedad y el arte. El emblema literario de la nueva mirada sobre Notre Dame fue la novela de Víctor Hugo titulada Nuestra Señora de París y publicada en 1831, que puso ante los ojos de los franceses la necesidad de restaurar un monumento medieval que había sido poco apreciado por los estudiosos del arte clasicistas. Para los arquitectos, fue un hito en la historia de la restauración, ya que la recuperación del esplendor del templo, encargada a Eugène Viollet-le-Duc y Jean Baptiste Lassus y terminada en 1864, se convirtió en un manifiesto del movimiento neogótico, impulsando al mismo tiempo la restauración de los antiguos edificios medievales y el empleo de elementos góticos en muchos nuevos templos hasta bien entrado el siglo XX.
En estas notas de urgencia, ya perdida la estructura de las cubiertas, caída la esbelta aguja aportada por Viollet-le-Duc en el siglo XIX, dados por quemados todos los elementos de madera y el mobiliario del interior, sólo falta esperar a comprobar en qué medida la destrucción de los elementos combustibles compromete la estabilidad del resto del templo. Paradójicamente, la voluntad de restauración puede haber sido responsable del inicio de un incendio capaz de acabar con la totalidad de la obra.
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