Cuando se habla de la fuerza que mueve a la psique humana en los tres grandes psicoanalistas de principios del siglo XX, se suele decir que para Freud era el sexo, para Adler el poder, y para Jung el espíritu o lo numinoso. Jung entendía que existía una teleología en la psique, una intencionalidad que movía al individuo a buscar la integración. En otras palabras, que el Sí mismo o el arquetipo del Selbst (que Jung relacionó con el Atman, el alma universal que habita en el individuo, según el vedanta) quiere manifestarse y hacerse consciente. Todos los predicamentos, malestares e incluso enfermedades son signos de esta lucha entre el ego que quiere mantener el control y el inconsciente -el dominio del alma- que empuja a manifestarse y a hacer una síntesis de los pares de opuestos. Sólo cuando exista una especie de alineación, conjunción o harmonía entre la psique profunda -con su sombra y arquetipos- y el ego, entonces, el individuo se siente sano y en orden con el universo. Un poco de la misma manera que el Dr. Viktor Frankl notó que las personas que habían encontrado sentido en la vida podían afrontar los horrores de los campos de concentración y salir a flote con mucha mayor solvencia que los que no tenían un centro dador de sentido y propósito. Jung lo expresó así en El hombre moderno en busca de su alma:
He tratado a cientos de pacientes. Y entre los que están ya en la segunda etapa de su vida -digamos después de 35 años- no ha habido ni uno cuyo problema a fin de cuentas no fuera el de encontrar una perspectiva religiosa en la vida. Es correcto decir que cada uno de ellos se enfermó porque había perdido aquello que las religiones vivientes de cada edad les daban a sus seguidores, y ninguno de ellos sanó hasta que no encontró su perspectiva religiosa.
Y en la famosa entrevista con la BBC, poco antes de morir:
Esto es lo que las personas buscan. Una experiencia arquetípica, esto les da un valor incorruptible. Ellas dependen de otras condiciones, de otras personas, deseos, ambiciones… porque no tienen valor en sí mismas. Son sólo racionales. No están en posesión de un tesoro que les haga independientes. Pero cuando la joven puede sostener la experiencia, entonces ya no depende de alguien más, porque el valor está en ella. Y esto es una forma de liberación. Esto la hace completa. En tanto cuanto pueda asimilar esa experiencia numinosa, puede continuar su camino, su individuación. La bellota se puede convertir en un roble y no en un burro.
El término «numinoso» hace referencia a un encuentro con un «numen», un poder o potencia divina, el cual Rudolf Otto describió en términos de un encuentro con el Gran Otro, o con la otredad sagrada; una experiencia de asombro, de mysterum tremendum. En su biografía Jung habla de que la pregunta esencial es si estamos o no relacionados con algo infinito -sólo quien se reconoce como en una relación con algo infinito encuentra sentido y significado duradero en la vida-.
Lo que Jung parece decirnos es que el ser humano tiene una sed de espíritu que debe de satisfacer, pues de otra manera su alma enfermará. El ser humano, sugiere Jung, es un ser religioso por naturaleza, pero actualmente se encuentra en un gran predicamento porque las grandes religiones han dejado de atraer al hombre moderno, que se ve más atraído por el poder de la ciencia y la tecnología y su transformación de la materia. Al mismo tiempo el new age, el neopaganismo, la astrología, el yoga en su versión pop-capitalista, las drogas psicodélicas y demás tendencias de una nueva «espiritualidad no religiosa» son insuficientes, pues no tocan la verdadera profundidad de las grandes tradiciones religiosas ni fomentan la disciplina y el sacrificio que es necesario para tener una vida religiosa, es decir, que reconecte con una fuente trascendente o infinita. Quizá esto explica porque mientras que hemos logrado satisfacer como nunca antes necesidades materiales, existe actualmente un incremento en enfermedades mentales. Jung, en sus últimos años y en su Libro rojo, pronosticó que era necesario una crisis profunda para que pudiera resurgir de nuevo el auténtico espíritu religioso, incluso lo que llamó «la encarnación continua» del Sí mismo, de la divinidad que, según él, habita en nosotros y quiere hacerse consciente, iluminar las tinieblas.
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