En la primera mitad del siglo XVII en la aparentemente tolerante Holanda calvinista se vivió uno de los episodios de intolerancia y fanatismo más crueles de toda la historia. Uriel da Costa, hijo de judíos marranos emigrados de Portugal a las entonces consideradas tolerantes Provincias Unidas, es un raro ejemplo de doble heterodoxia. Crítico tanto con los dogmas cristianos de su nueva religión, como con respecto a la tradición rabínica judía a la que consideraba una adulteración humana de la ley mosaica.
En 1624 escribió un libro, escandaloso en su época, Examen de las tradiciones fariseas, en el que sostenía planteamientos muy heterodoxos para su época como eran la negación de la inmortalidad del alma o la negación de la vida ultra terrena que conformaban una visión naturalista de la divinidad y de la naturaleza humana, a la que consideraba parte del orden natural. Estas visiones heréticas sobre la religión de corte racionalista y naturalista, que influirían notablemente en la obra del filósofo racionalista de origen sefardí Baruch Spinoza, suponían una crítica demoledora de uno de los famosos 13 principios de la religión judía según Maimónides.
Como consecuencia de sus visiones críticas respecto del judaísmo, la comunidad hebrea de Ámsterdam, que desde 1619 gozaba del privilegio de poder practicar libremente su religión con la condición de evitar cualquier disidencia en su seno, impuso al herético Uriel una serie de trágicas excomuniones a la largo de su vida, que primero lo condenarían a la muerte civil, privándolo del derecho de ser considerado persona en su entorno, para acabar con una humillante excomunión definitiva de la comunidad en 1640 que le sumió en una profunda depresión que le llevó en último término a tomar la trágica decisión de poner fin a su vida. En ese último episodio de excomunión, Uriel fue flagelado públicamente, maldecido, se prohibió incluso nombrarlo en público y se le obligó a permanecer desnudo y tumbado a la entrada de la sinagoga de Ámsterdam mientras todos y cada uno de los miembros de su comunidad pasaban por encima de él.
Todavía quedan en nuestras sociedades rescoldos de fanatismo que siguen abogando por realizar excomuniones “civiles” respecto de aquellos que se atreven a cuestionar lo que la comunidad tiene por dogmas de obligada obediencia
Pese a que han pasado casi cuatrocientos años desde que aquel triste suceso, y de una ilustración que abogó por poner fin a cualquier forma de fanatismo y uniformidad de pensamiento en el continente europeo, todavía quedan en nuestras sociedades rescoldos de fanatismo que siguen abogando por realizar excomuniones “civiles” respecto de aquellos que se atreven a cuestionar lo que la comunidad tiene por dogmas de obligada obediencia.
Stefan Zweig en su célebre obra Castellio contra Calvino, una demoledora crítica hacia cualquier forma de fanatismo, nos pone sobre alerta cuando nos dice que lo ocurrido en la teocracia ginebrina de mediados del siglo XVI puede volver a ocurrir, y de hecho sucedió en el tiempo de Stefan Zweig con el Tercer Reich. A pesar de que la naturaleza humana es dada a engendrar fanáticos en todos los tiempos y lugares, Zweig, en su biografía novelada sobre el humanista Sebastián Castellio, quien osó enfrentarse al fundamentalismo calvinista, nos dice que siempre que la libertad se encuentra amenazada en la historia, ésta se las ingenia para hacer que surja un nuevo Castellio que defienda “la soberana independencia del pensamiento” frente a las imposiciones del pensamiento único.
En fechas recientes hemos tenido la ocasión de comprobarlo en dos ocasiones que tienen el fundamentalismo feminista y su lucha contra los principios liberales del Estado de derecho como trasfondo claro.
Por un lado, la otrora prestigiosa y liberal universidad de Harvard decidió, en un verdadero ejercicio de posmoderna caza de brujas, expulsar de su claustro de profesores al abogado Ronald Sullivan, cuya intolerable afrenta consistió en proporcionar asistencia legal al productor de cine de Hollywood Harvey Weinstein, inmerso en procesos judiciales por acoso sexual a varias actrices. El pasado 11 de mayo la facultad de derecho de esta universidad, cedía ante las presiones de ciertos colectivos de estudiantes, y accedía a dar por terminada la relación contractual con el profesor Sullivan, al considerar que los valores de la institución eran incompatibles con la labor profesional llevada a cabo por Sullivan en favor del mencionado productor.
Esta controvertida medida de la facultad vino precedida de una campaña de acoso y derribo del docente, en la que multitud de estudiantes de Harvard, emulando la labor de la joven guardia roja de Mao, acosaron al docente en diversos lugares del campus universitario. El Harvard Crimson, publicación de estudiantes de la citada universidad, dedicó a Sullivan una serie de amenazantes editoriales que le ponían en la diana y en los que se consideraba non grata su permanencia en la institución académica. Para la publicación en cuestiones de violencia de género no caben ambigüedades, se tiene que estar necesariamente del lado de la víctima, pasando por encima incluso de principios constitucionales básicos como la presunción de inocencia o el derecho a la defensa.
Este y otros casos, como los de constitución de tribunales de honor por parte de los estudiantes en diversos campus norteamericanos, han dado lugar a una reacción para proteger el derecho de defensa, el debido proceso y la presunción de inocencia por parte de la comunidad legal de los Estados Unidos, lo que ha originado que incluso en la progresista California, su sistema legal haya puesto freno a ciertas expulsiones de estudiantes y profesores por parte de instituciones educativas de aquel Estado, realizadas por verse estos supuestamente inmersos en conductas contrarias a la igualdad de género o sexualmente abusivas. Estas expulsiones, a tenor de lo dispuesto por la segunda corte de apelación de distrito del Estado de California, se han realizado vulnerando el derecho constitucional al debido proceso, sin publicidad, oralidad y sin igualdad procesal de armas. En definitiva, en condiciones mucho más restrictivas para la defensa que aquellas que disfrutaban los reos de la tan denostada inquisición eclesiástica.
Tampoco España se encuentra inmune frente a esta nueva pretensión totalitaria de cierto feminismo de poner fin al proceso penal garantista en materia de violencia de género. La última sentencia del Tribunal Supremo en la que éste enmienda la calificación jurídica realizada por la Audiencia de Navarra, ha servido como coartada para que desde sectores feministas, ciertos medios de comunicación y políticos irresponsables se abogue por una restricción intolerable del derecho de defensa de los potenciales acusados de este tipo de delitos. Ataques personales intolerables contra el abogado defensor de la denominada Manada, Agustín Martínez, que van mucho más allá de la crítica de sus argumentaciones jurídicas para adentrarse en el plano de sus creencias o su salud mental, constituyen intolerables ataques que van más allá de lo admisible en un Estado de derecho y que buscan en último término en socavar el derecho de defensa.
Tampoco nuestros políticos, tan dados a practicar el populismo judicial, han estado a la altura de lo que se espera en unos representantes públicos. A su ignorancia jurídica supina, suman unas dosis de oportunismo cínico que sólo busca rentabilizar en votos la indignación popular, lo que les lleva a abogar por reformas legales que ponen en serio riesgo la seguridad jurídica.
Mucho peor ha sido el papel de buena parte de la clase periodística, ejerciendo de verdaderos talibanes de la causa feminista más radical, han llegado incluso a cuestionar la salud mental del abogado defensor o del juez en excedencia y parlamentario de VOX Francisco Serrano, por exponer estos una crítica jurídica de lo dictaminado por el Tribunal Supremo. En un Estado de derecho las sentencias se deben acatar pero es menester que se pueda criticar de forma fundamentada si se considera que estas no son justas o que pueden poner en cuestión la seguridad jurídica. Una buena parte de los periodistas, desconociendo la sentencia y no teniendo los conocimientos jurídicos necesarios, han ejercido una vez más de “todólogos”, pontificando sobre aquello que desconocen y defendiendo una visión de la justicia penal más cercana a la venganza y al populismo judicial más abyecto.
Sus proclamas en favor de la “excomunión civil” de todos aquellos que no comparten los dogmas del feminismo más radical en relación con las causas últimas de la violencia contra las mujeres, recuerdan tristemente esa intolerancia religiosa a la que hacía mención en el comienzo de este artículo y que tuvo por protagonista al tristemente malogrado librepensador Uriel da Costa. Es menester que como nos advierte Stefan Zweig, la sociedad civil defienda una vez más la soberana independencia de pensamiento frente a todos aquellos que quieren imponer su única verdad.
Foto: Armin Lotfi