Quien pretende describir o modelar un sistema social humano desde el automatismo hipercontrolado de la racionalidad mecanicista se adentra en un terreno pantanoso plagado de decepciones. Las sociedades humanas no son construcciones mecánicas que funcionan en círculos lógicos cerrados bajo parámetros perfectamente definidos y con actores programados y previsibles, perfectamente documentados. No lo son porque las “piezas de su engranaje” tienen voluntad propia, intereses propios.
Cuando lo hacemos, al final siempre ocurren cosas que nadie había sido capaz de predecir, probablemente cosas que muchos no desean, pero cosas que, al fin y al cabo, debemos aceptar si decidimos dar libertad a las “piezas” de la máquina social. La lógica de la máquina programable se disuelve como azucarillo en el café y con ella la construcción soñada que el ingeniero social se había propuesto.
Esto solo soportable si estamos dispuestos a aceptar los resultados de la acción social y a garantizar el libre albedrío de cada una de las “piezas” de nuestro modelo. Cada vez que alcanzamos ese punto de disensión entre lo deseado y lo constatado chocan irremediablemente dos mundos en eterno, irresoluble conflicto. Dos ejemplos:
- Quien exige que una sociedad debe funcionar como una construcción racional con unos objetivos (un out-put) claramente definidos (en términos de felicidad para todos, por lo general), difícilmente aceptará que se deba permitir que ocurran determinadas cosas “solamente” por el hecho de que las normas de procedimiento (que se pueden cambiar en cualquier momento) de esa sociedad (que se autodefine libre) prohíben que se puedan asignar funciones predefinidas a las “piezas” del engranaje social. Para ellos, el hecho de que se devuelva a la sociedad a un delincuente sexual tras haber cumplido su pena correspondiente es lo mismo que volver a instalar una pieza defectuosa en un Airbus. Si hacer esto en un Airbus contradice toda razón y lógica, lo más razonable y lógico sería que el delincuente sexual, probadamente peligroso, jamás regrese a la construcción social.
- Quien concibe la sociedad como una máquina construida o construible de manera racional, no puede siquiera imaginar la posibilidad de que la máquina genere resultados no deseados. Si la finalidad de una máquina es obtener unos resultados “A”, se deben reglar todos los procesos para que el resultado final sea precisamente “A”. Si, en contra de lo esperado y a pesar de los reglajes, el resultado es “B”, éste no puede ser en modo alguno fruto de la casualidad, de manera que comienza la búsqueda de la “mano negra” que alteró las rutinas de la máquina. Suelen encontrar pruebas de ello siempre, y sus explicaciones frecuentemente comienzan con un “yo no creo en las conspiraciones, pero …”
Si todo lo que hacen lo hacen por el bien de todos, ya no necesitan justificar el cómo: hagan lo que hagan su propósito siempre es elevado. Todos los medios son válidos para alcanzar su fin: la persecución, el mobbing, la prohibición, la tasación, incluso la mentira
Por un lado, aceptar resultados inciertos y absolutamente abiertos de la acción social es imprescindible en la comprensión de una sociedad libre. Ya hace decenios nos lo mostraron con absoluta claridad y en numerosas ocasiones filósofos sociales como Karl Popper o Friedrich von Hayek. Por otro lado, sin embargo, resulta difícil asumir esa incertidumbre, y es casi insoportable para quien piensa como un salvador-diseñador (los políticos, por ejemplo) o encuentra acomodo en una cosmología (llámenlo como quieran) determinista.
Y es justo aquí donde encontramos el atajo: la moral.
Si todos fuésemos buenos, no serían necesarios ni gobiernos ni leyes. Y si todos fuésemos malos, no cabría esperar que un gobierno o unas leyes nacidas de esa sociedad fuesen buenos en lo más mínimo. Basta con darse una vuelta por cualquier sitio habitado por humanos en este planeta para darse cuenta de que son infinitos los tonos de gris en los que podemos calificar moralmente a cualquiera de nosotros. Los hay mejores y peores, en casi todo buenos o en casi todo malos, fundamentalmente generosos o fundamentalmente avariciosos, unos violentos y otros pacíficos. Y es por ello que hay leyes, que tenemos normas. Así facilitamos la convivencia pacífica… o lo intentamos al menos.
Dentro del grupo (enorme, por cierto) de los que se creen siempre mejores existe un subgrupo (la mitad, diría yo) que piensa que es infinitamente más bueno que cualquiera. Son los que se ven como defensores legítimos y únicos de todas las minorías, de todos losdiscriminados, de todos los desfavorecidos, de todas las víctimas de la sociedad. Les hablo de la siempre moralmente superior izquierda de progreso, especialmente la occidental, que está arropada por la cultura del victimismo en la que nos encontramos inmersos. Esta convicción de la izquierda de progreso es la que le lleva a degradar a todo aquel y todo aquello que no participa de su particular cosmovisión a la condición de, simplemente, “malo”.
Es la misma convicción que les auto absuelve de todo pecado. Si todo lo que hacen lo hacen por el bien de todos, ya no necesitan justificar el cómo: hagan lo que hagan su propósito siempre es elevado. Todos los medios son válidos para alcanzar su fin: la persecución, el mobbing, la prohibición, la tasación, incluso la mentira. Los que lo reconocemos callamos o lo susurramos en los corrillos de nuestros allegados ideológicos, no sea que luego “la gente” nos señale con el dedo cada vez que asomamos la cabeza en público. Y es así como hoy la moralmente superior izquierda domina las universidades, el arte, la cultura y un sector muy mayoritario de los medios de comunicación.
No, ellos no son mejores. Pero han sabido apropiarse de esa etiqueta, y los demás no hemos hecho nada por impedirlo.
Foto: Alex Woods