El apego es, en gran medida, la fuente de la infelicidad. En esto coincide la mayoría de las tradiciones que se agrupan dentro del término «dharma». Apegarse a las cosas es el síntoma fundamental de la ignorancia, pues todas las cosas son impermanentes.
Para algunas tradiciones hindúes sólo una forma de apego tiene sentido, el apego a la divinidad o aquello que es eterno. Para las tradiciones devocionales (bhakti) apegarse a la divinidad -sea ésta Krishna, Devi, Shiva, Vishnu, etc.- es la forma de liberarse de la cadena de sufrimiento. Pero este apego necesariamente supone desapegarse de todo lo mundano y todo lo externo, de toda fuente de placer que no proviene de la divinidad, que es una fuente infinita que existe dentro de la propia persona. Para el vedanta, incluso el apego a las divinidades es un síntoma de ignorancia, si bien la devoción es vista como parte del camino purificatorio que permite eventualmente eliminar esa forma sutil de apego e ilusión. El único apego que esta tradición considera permisible, a fin de cuentas, es el apego al conocimiento de la realidad última que es no dual, y por lo tanto es la propia luz de la conciencia, o el atman. Lo que se busca es desidentificarse de todos los objetos y sólo fijarse en la subjetividad, que más allá de la persona individual, es el universo. Se utiliza generalmente una fórmula negativa (neti neti), «no soy esto, no soy esto otro». El ser no es nunca un objeto; esta tradición postula que es la conciencia pura sin objeto. No lo que conocemos, sino aquello por lo cual podemos conocer.
Por último, el budismo sostiene que el apego al yo o al atman es la forma más sutil y nociva de apego, y la fuente del sufrimiento e innumerables reencarnaciones en el samsara. El budismo a partir de los sutras de la Prajnaparamita, que originan el gran vehículo o budismo mahayana, y los comentarios de Nagarjuna, postula que todas las cosas están vacías, pues dependen de otra, en una cadena de causas y condiciones infinitas. Para esa corriente budista que predomina en el norte asiático no existe nada en el universo que no sea interdependiente y por ello nada es sustancial, nada subsiste por sí mismo, por lo tanto la realidad de las cosas, incluidos los átomos y los yoes, es meramente convencional, una designación conceptual, un fenómeno vacío como un arcoíris. Evidentemente esta aseveración nos resulta radical, pues nada parece tan certero para el ser humano como la noción de que se es una persona, un individuo, un yo estable. Para el budismo, sin embargo, el yo es solamente la reificación de una serie de impresiones momentáneas, un falso fardo que se toma como idéntico y sustancial. Esta sería también la teoría de Hume, para quien lo único que existe son impresiones sensoriales que, por una ilusión de la memoria, luego son fabricada conceptualmente como un yo.
Más allá de la complejidad fenomenológica de este planteamiento, el olvido y el desapego de la identidad fija y el yo, tiene una función esencialmente soteriológica (y psicológicamente pragmática). Es el prerrequisito de la libertad para el budismo. Pero sin tener que postular un dharma último (como el nirvana o la iluminación), podemos apreciar de todas formas cómo todos nuestros problemas dependen de esta noción de ser un yo, de tener una identidad fija a la cual se le van adhiriendo conceptos, improntas, etiquetas. Mientras que el dolor es pura información -e inevitable-, el sufrimiento es una interpretación de la información, una interpretación en relación a un yo que interpreta y filtra la existencia. Sin un yo, el sufrimiento es imposible. ¿Cómo podemos ser libres si siempre somos de una manera determinada, si somos una cierta persona con todo un bagaje de características y condicione limitantes, con una «esencia» particular? ¿Pero es posible existir sin un yo, o al menos sin apegarse a una identidad limitada a través de la cual percibimos el mundo? Esta es la radical cuestión que plantea el budismo y para la cual ha desarrollado métodos de investigación analítica y meditación.
Desapegarse de cosas materiales puede ser difícil, pero con un poco de reflexión cualquiera se da cuenta de que la felicidad no viene de éstas y, por lo tanto, resulta absurdo aferrarse a ellas. Desapegarse de las otras personas -de seres que queremos- es más difícil, pero incluso resulta de cierta manera más fácil de razonar, pues sabemos que todos nuestros seres queridos morirán, e incluso podemos contemplar que la felicidad en realidad viene de nosotros mismos. Desapegarse de uno mismo, de la idea de lo que uno es que ha venido cimentando toda la vida (o vidas) y, más aún, de la idea de que uno es, es mucho más difícil y sutil. El apego al yo no es sólo el burdo egoísmo de pensar en uno antes que en los demás, es pensar en uno como un sujeto ante los demás, verse como algo sustancial. Realmente, meditar en esto nos enfrenta con la vacuidad. Pero esta vacuidad, según el budismo, no es la nada, es misteriosamente algo radiante, algo que no deja de ser pero que no tiene límite o identidad fija.
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