En la historia del desarrollo del pensamiento occidental, unas de las escuelas filosóficas de mayor influencia fue el platonismo. En un primer momento, considerando la magnitud de la obra de Platón, podría pensarse que dicha relevancia está totalmente justificada y es del todo comprensible. ¿No merece la obra platónica, por su genialidad, la trascendencia histórica que obtuvo?
Sin embargo, la historia humana suele ser un tanto más compleja que un hipotético sistema de retribución inmediata o lógica al esfuerzo o al genio. En el caso del platonismo, el factor más importante que es necesario tomar en cuenta para explicar el alto grado de relevancia que posee en la cultura occidental es su redescubrimiento, recuperación y reinterpretación por parte de teólogos cristianos y otros pensadores afines durante el Renacimiento. En buena medida, la unión entre cristianismo y neoplatonismo determinó no sólo la supervivencia de la manera platónica de entender el mundo, sino sobre todo que ésta tomara un lugar preponderante en instituciones capitales para la formación de la cultura como las iglesias o las universidades.
Dicha combinación no fue en modo alguno casual. Vista con la distancia que da el paso del tiempo, podría pensarse incluso que entre el cristianismo eclesiástico que emergió de la Edad Media y las ideas platónicas se vislumbraba ya cierta secreta correspondencia que hizo gravitar uno a lo otro. En específico, como puede adivinarse, el elemento común entre ambas formas de pensamiento fue la importancia que dio Platón en su sistema de pensamiento al concepto de “el mundo de las ideas”, esto es, la creencia en un mundo donde todo lo que conocemos existe pero en su forma ideal, es decir, perfecta. La idea del Bien, de la que emergen todas las demás, es el Bien Supremo al que supuestamente todas las cosas aspiran, en busca de su perfección; pero también puede hablarse de una idea del Amor, de la Verdad, una forma ideal de las relaciones de amistad, una forma ideal de gobierno, etcétera.
Si esta idea fue seductora ya en tiempos de Platón, posiblemente se deba a que el anhelo de perfección podría considerarse potencialmente inherente a la conciencia humana. Esta hipótesis es por supuesto discutible, pues no parece sencillo poder sostener que, en efecto, todos los seres humanos buscan ser mejores o buscan perfeccionarse y, por otro lado, siempre será necesario cuestionar el concepto mismo de perfección, que al menos desde cierta perspectiva puede tender a la tiranía de la normalización o la estandarización. Sea como fuere, parece haber algo en el pensamiento humano que se siente particularmente apelado por la suposición de que existe otro mundo donde, en efecto, todo es perfecto.
Sin embargo, de dicha premisa se deriva necesariamente (Platón lo coligió así) que, si existe un mundo ideal, el mundo en que vivimos es entonces apenas un reflejo pálido, un mundo imperfecto, incompleto y poco armonioso. La «alegoría de la caverna» (La República, VII, 514a-517c) es sin duda la ejemplificación más conocida de dicha derivación del argumento platónico: «Imagínate, pues, a unos hombres en un antro subterráneo como una caverna —con la entrada que se abre hacia la luz—, donde se encuentran desde la infancia y atados de piernas y cuello, de manera que deben mirar siempre hacia delante, sin poder girar la cabeza a causa de las cadenas…».
Aun explicada de esa manera esquemática, puede observarse la similitud de al menos ese principio del pensamiento platónico con ideas como la del Reino de los Cielos o la redención en la “vida” más allá de la muerte de la doctrina cristiana. Para el cristianismo, el mundo en que vivimos es una especie de “preparación” para la vida verdadera que nos espera después de la muerte. De ahí, por ejemplo, la idea sumamente extendida de la economía de castigos y recompensas que domina una parte importante del pensamiento cristiano, según la cual todas nuestras obras serán objeto de una retribución futura. Los tormentos corporales a los que se han sometido ciertos monjes bajo la creencia de que de ese modo expían sus pecados, o la idea del purgatorio, son algunas expresiones de la fe (y el temor) en ese otro mundo perfecto donde la imperfección es inadmisible. «Ahora conocemos a Dios de manera no muy clara, como cuando vemos nuestra imagen reflejada en un espejo a oscuras. Pero, cuando todo sea perfecto, veremos a Dios cara a cara», escribió San Pablo, en su Primera epístola a los corintios de San Pablo (capítulo 13).
En un texto de este tipo no es sencillo indicar los puntos finos de unión entre el platonismo y el cristianismo. Los interesados en el tema pueden consultar las obras de filósofos renacentistas como Marsilio Ficino o Giovanni Pico della Mirandola, así como el excelente estudio El nacimiento del purgatorio, del historiador francés Jacques Le Goff e incluso El nacimiento de la tragedia, de Friedrich Nietzsche (de quien hablaremos a continuación). Con todo, con las indicaciones dadas hasta ahora puede ser posible comenzar a vislumbrar el gran efecto que la combinación de ciertas ideas platónicas con la doctrina cristiana tuvo sobre la cultura occidental y específicamente en la manera en que aun ahora entendemos la realidad que vivimos (por supuesto, teniendo como vehículo la poderosa maquinaria ideológica del cristianismo).
Por un momento todo este proceso filosófico y cultural nos podría parecer ajeno y quizá exclusivo de las academias, las universidades, los concilios o algún otro tipo de discusión intelectual, sin embargo, por más que sea apenas un elemento en la galaxia vasta que conforma eso que llamamos cultura (en el sentido del conjunto de ideas con que aprehendemos la realidad), un examen atento podría revelarnos una presencia verdadera de dicho influjo. ¿Por qué, si no, creemos que existe una manera “ideal” de las cosas? ¿Cuántos de nosotros no creemos que si “sufrimos” en algo después, como por compensación mágica pero cierta, seremos “recompensados” en otro ámbito? Aunque el camino que va de un diálogo platónico a una prenoción subjetiva en una persona cualquiera del siglo XXI, pasando por la historia de la doctrina cristiana es largo y difícil de clarificar, aun con toda esa complejidad encima es posible percibir que la conexión existe y que la noción de un “mundo ideal” no nos llega de la nada.
Como mencionamos antes, una de las consecuencias de esta creencia en un mundo “ideal” es un menoscabo necesario por el mundo “real”. Es decir, si creemos que existe un mundo donde todo es perfecto y del cual el mundo en que vivimos es sólo una especie de imitación imperfecta, entonces habrá quien, justificadamente, piense entonces que la vida en esta realidad es banal o prescindible, pues carece del esplendor que teóricamente tiene aquella otra realidad.
Dicho razonamiento fue uno de los principales puntos en los que Friedrich Nietzsche se apoyó para analizar tanto la obra de Platón como la influencia de ésta en el desarrollo de la filosofía europea. Ya desde sus obras más tempranas y hasta el final de su vida, Nietzsche denunció vehementemente el error en que, a su juicio, había caído la filosofía occidental al venerar la autoridad de Platón y haber desarrollado buena parte de sus vetas a partir de las ideas de éste. Entre otros argumentos, Nietzsche intentó hacer ver que creer en la preeminencia del “mundo ideal” derivaba necesariamente en la renuncia al mundo en el que se vive, lo cual a su vez le parecía una renuncia a la vida en sí –y pocas cosas había que a Nietzsche le parecieran tan abominables como la idea de que un ser humano dejara voluntariamente de disfrutar de la vida–.
Por eso, además del platonismo, Nietzsche rechazó también siempre el cristianismo, pues a su parecer, las ideas del Reino de los Cielos o de la vida más allá de la muerte implicaban que miles o millones de personas tributaban su energía y tiempo de vida en entelequias que ni siquiera sabían que existían, lo cual es a fin de cuentas un desperdicio de la oportunidad única que es la vida que tenemos. Dicho de otro modo, pensar en otro mundo o actuar en función de un falso mundo futuro nos hace necesariamente desaprovechar el presente en el que estamos viviendo, aquí y ahora. Cabría anotar de paso que si bien a la filosofía de Nietzsche se le suele calificar de pesimista, desde cierta perspectiva podríamos considerarla más bien vitalista, pues su obra está sostenida por la enseñanza de un amor intenso a la vida.
Este argumento podría ser ya suficiente para comenzar a rechazar toda concepción idealista de la vida. En efecto: más que pensar en mundo ideal donde todo lo que imaginemos es perfecto, lo que debería preocuparnos son las condiciones de existencia que estamos experimentando en este momento; no si el mundo tiene tres o seis dimensiones, como dice Albert Camus al inicio de El mito de Sísifo, sino más bien la vida que estamos viviendo ahora.
Sin embargo, ese no es el único problema con el “mundo de las ideas”. Otra crítica a dicha noción fue realizada brevemente por Erich Fromm en su obra Tener y ser, específicamente en el apartado titulado “Los conceptos filosóficos del ser”. Nos dice ahí Fromm:
Afirmar que ser constituye una sustancia permanente, intemporal e inmutable, y que es lo opuesto a devenir, como lo expresaron Parménides, Platón y los escolásticos “realistas”, sólo tiene sentido basándose en la noción idealista de que el pensamiento (idea) es la realidad última. Si la idea de amar (en el sentido platónico) es más real que la experiencia de amar, se puede decir que el amor como idea es permanente e inmutable; pero cuando nos basamos en la realidad de los seres humanos que existen, aman, odian y sufren, entonces no existe un ser que al mismo tiempo no se transforme y cambie. Las estructuras vivas sólo pueden existir si se transforman y cambian. El cambio y el desarrollo son cualidades inherentes al proceso vital.
Como vemos, Fromm refuta la concepción idealista de la existencia de manera sencilla pero contundente: no tiene sentido creer en un “mundo ideal” o en versiones ideales de las cosas porque esto se encuentra en contradicción abierta con la existencia, que está en cambio constante. Las nociones del “deber ser”, de lo perfecto o lo ideal conllevan cierta idea de permanencia idéntica en el tiempo y el espacio que, como señala Fromm, va en contrasentido del movimiento mismo de la vida, en la cual todo está cambiando todo el tiempo. Parafraseando el ejemplo de Fromm, ¿cómo podríamos aceptar que existe un ideal del Amor cuando cada persona que existe en este mundo tiene su propia forma de amar? ¿Cómo podríamos creer que esas miles de millones de formas de amar, nacida cada una en las circunstancias históricas y subjetivas de cada persona, aspiran al supuesto ideal platónico del Amor?
El único mundo que existe es este que ya estamos experimentando y la única experiencia de existencia real es el devenir y la construcción persistente de lo que somos. El ser no es de una vez y para siempre. No es cierto que el ser esté dotado de una “esencia” que le otorgue un sello único que conserva idéntico y sin cambios a pesar de las circunstancias. En vez de decir que el ser es, quizá lo más preciso sería decir que el ser está siendo, todo el tiempo.
En ese contexto, la idea de un ideal fijo e inmutable es claramente insostenible. Si la vida es así, si la vida se encuentra en un movimiento perpetuo de cambio y transformación, ¿por qué querríamos entonces aferrarnos a nociones como una vida ideal, una pareja ideal, un trabajo ideal, una familia ideal, esto es, ideales que en realidad son falsos por su pretendida permanencia idéntica en todo tiempo y condiciones? Si incluso las montañas más sólidas son horadadas por el paso del agua, que fluye sin detenerse…
Acaso lo mejor sería vivir aprendiendo sobre la marcha. Ser, en toda la extensión del término, como sugiere Fromm. Esto es, desplegar el ser sin mayores restricciones que las condiciones en que nos encontramos, atentos a lo que somos, conscientes de nuestras posibilidades y nuestras limitaciones. Puesta nuestra capacidad de ser en este mundo y, más aún, en este instante, que es donde nos encontramos, aquí y ahora.
Twitter del autor: @juanpablocahz
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Sí, y con militancia y participación activa. Nada de desapegos y desentendimientos. Ser, no sólo existir.