El ginkgo biloba es uno de los árboles más emblemáticos de la cultura china. Por una parte es famoso por sus efectos cognitivos (por ejemplo, para aumentar los niveles de dopamina, el neurotransmisor del bienestar) y sus efectos afrodisíacos y, por la otra, es famoso por el color dorado de sus hojas en otoño. Acaso por esta última cualidad, puramente estética, su nombre alude etimológicamente a una hermosa imagen, pues significa «cabello de doncella».
Algunos de estos árboles llegan a tener tamaños prodigiosos, y tal es el caso de un ginkgo que se encuentra en el jardín del templo Gu Guanyin, cerca de las montañas Zhongnan, en la provincia de Shaanxi, en el centro de China. Guanyin es el bodhisattva de la compasión (Avalokiteshvara en sánscrito), aquel que extiende su mirada compasiva desde el cielo al océano del sufrimiento.
El color dorado de las hojas colma el jardín de este monasterio como si se tratara de un alfombra de oro, un lugar perfecto para meditar y visualizar el cuerpo dorado del Buda, su emanación de dicha absoluta o sambhogakaya.
Pese a que estos árboles son preciosos, en China se encuentran cada vez menos en su hábitat natural, ya que han sido víctimas de la deforestación masiva.
Sin duda este es un espectáculo maravilloso, a medio camino entre lo místico y lo estético, lo sagrado y lo puramente hermoso. O quizá, más que un punto intermedio, se trata de un punto de convergencia, ahí donde el milagro y la belleza coinciden, a la manera en que lo expresó
Ludwig Wittgenstein en uno de los puntos de su Tractatus Logico-Philosophicus: «Lo místico no es cómo es el mundo, sino que sea».
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