El sacrificio destruye, pero también es lo que salva

En la sociedad moderna el sacrificio se ve como una barbaridad, como una aberración de lo que hemos entendido como el humanismo. Aunque no admite esto, por supuesto, la sociedad no deja de matar. Mata miles de millones de animales todos los días, con una especie de ciencia quirúrgica en la que la muerte se oculta. Se mata en un procedimiento clínico, frío y eficiente. Lo que ya no se hace es dedicar la muerte y reconocer la transferencia de poder y energía que implica.

Roberto Calasso ha meditado por cerca de cuatro década sobre este asunto misterioso y problemático que es el sacrificio en nuestra época (y en todas las épocas). Calasso es quizá la mente más aguda que aún examina nuestra cultura, con una erudición que está en extinción —víctima quizá también del antropoceno tecnocientífico— y con una penetración que por momentos evoca a alguno de esos grandes hombres de letras —como Kafka, Baudelaire o Hölderlin— que el mismo Calasso ha comparado con los rishis de la India. Calasso ha observado que todo acto humano es en realidad un sacrificio: alguien mata, algo muere y una energía se transfiere. Respirar, copular,  comer, excretar: siempre hay muerte de por medio y siempre hay la posibilidad de reconocer algo que pasa a lo invisible. Más aun, como antes René Guénon, Calasso ha notado que el sacrificio es una especie de acto alquímico, un solve et coagula, especialmente como se entendió en la India védica. Para los hombres védicos sacrificar era un acto en el que se concentraba el universo entero, tanto una especie de teatro sagrado, como un yoga o una meditación en la que se abandonaba el ego y se penetraba en la realidad última.

En una reciente entrevista Calasso notó en nuestra sociedad secular no se admiten ya ceremonias sacrificiales. Todo lo que era rito tiende a ser mero procedimiento. «El sacrificio es algo que se castiga en los códigos. El sacrificio cruel es una operación que la policía impediría, con toda justicia.” Respondiendo a la interpelación de que el terrorismo y sus atentados suicidas se autodenomina como sacrificio, Calasso apunta:

Pero es lo opuesto, porque ahí lo importante es matar. Es una inversión completa del sentido. El sacrificio védico salva, porque es un viaje hacia los dioses, mientras que el asesino suicida, el kamikaze islámico, por ejemplo, hace una ritualización de la destrucción pura. La violencia tiene un significado que va más allá y que se conecta con hechos muy antiguos. La extrañeza de nuestro tiempo es que invierte los hechos originales como lo haría un espejo, lo cual es muy peligroso.

Esta es la diferencia clave. La muerte es inevitable. Sobrevivir de alguna manera u otra es matar, pero está la posibilidad de dedicar la muerte, de hacerla sagrada y transformar incluso al muerto en un acto significativo y hasta numinoso.  En algún momento, los sabios de las Upanishad se dieron cuenta que  no era necesario hacer el sacrificio externo; el caballo podía ser reemplazado por un acto contemplativo; el altar de fuego era la propia interioridad.

Se trata, por supuesto, de un tema espinoso. El Buda mismo condenó el sacrificio; y se le representó como el venado que escapó el poste sacrificial. El jainimo, la tercera gran religión de India, condena toda muerte, todo acto de destrucción, incluso de microorganismos, pues esto genera karma y perpetua el samsara. El hinduismo encontró una especie de solución, pues entendió que era imposible de alguna manera no actuar  -e inevitablemente matar-, no generar karma, sin embargo, se debía actuar pero dedicando el acto a lo divino, primero sacrificando el ego, nunca buscando el beneficio personal. Todos los actos debían de realizarse como un sacrificio, literalmente actos sagrados. Lo principal era realizar ciertos gestos con una cualidad de la atención y decir palabras verdaderas.

Calasso continúa: 

El sacrificio es la cosa más difícil de pensar en el mundo. Si usted encuentra algo más complicado, me avisa, porque no es solamente una cosa de generosidad. Hay un fundamento muy importante en la cacería prehistórica, no en la caza deportiva de hoy, que es una cosa ridícula y horrible. El sacrificio nace de la caza, un proceso que se dio hace 400 mil años más o menos. Es el gran evento de la historia humana, porque el hombre no era un cazador, sino la presa. Y hay un pasaje en el que el hombre empieza a imitar a su asesino. Este es el gran cambio de la historia. En el sentido más vasto, el sacrificio es como un reflejo de este cambio. Por eso hay que matar a los animales repetidamente a través de un rito. Esto se conecta con el hecho de comer carne, porque comerla era algo que tampoco le pertenecía al hombre; se descubrió hace dos millones y medio de años.

El sacrificio en la India védica nace de esta “deuda”, de la conciencia que el ser humano ha matado y otros han muerto para que pudiera nacer —los ancestros y el Progenitor— y por ello debe saldar su deuda, debe balancear sus cheques, como si fuera. Para realizar esto debe de sacrificar sus posesiones, debe de sintonizar la ley de retribución  y resonancia del cosmos—los conceptos de dharma y karma nacen en gran medida en el sacrificio— y finalmente debe sacrificarse a sí mismo. No existe otra solución, si es que quiere, finalmente, él mismo escapar del poste sacrificial, del tablero de los dioses, o del absurdo matadero que es el samsara. Para alcanzar la totalidad, la única satisfacción que no es fuente de su propia caída, debe dar todo lo que tiene.

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