El único deseo válido y verdadero… ¿el deseo del todo?

Fueron los sabios de India quienes notaron primero el predicamento que constituye la existencia humana. El ser humano toma conciencia de sí en medio de un universo de objetos impermanentes que le rodean. Estos objetos producen deseo (avidez o aversión) que si bien puede ser satisfecho temporalmente y producir placer, nunca puede satisfacerse por completo, así que al final es la semilla del sufrimiento. Todo placer que proviene de un objeto es finalmente la semilla de un futuro dolor. Esta es la paradoja de un ser mortal consciente que movido por el deseo. De ahí que algunos sistemas de pensamiento hayan propuesto que la solución a dicho problema es suprimir el deseo. 

Cierto entendimiento de las cuatro nobles verdades del Buda sugiere que el nirvana es la extinción del deseo y que, en contraparte, el samsara o la existencia cíclica, cuya naturaleza es el sufrimiento, tiene como combustible el deseo. Sin embargo, esta solución se antoja por momentos pesimista, negativa, acosmista o contranatural, y no llena de cierta grandiosidad que también se aprecia en el universo, en todo el esplendor de la energía creativa. Asimismo, el movimiento que lleva a suprimir el deseo es necesariamente un deseo: el deseo de dejar de desear. La vida y lo mejor de la vida es también deseo (aunque el deseo suela conducir a la muerte y a la perdición).

Existe, tal vez, otra solución: la del místico, convertirse en todo; un deseo libre de apego, pues está libre de discriminación, de desear un objeto o una serie de objetos en específico. Ya que el sufrimiento nace de la separación con el objeto del deseo, se busca una unión que ya no este sujeta a la separación; unión no con un objeto que puede eventualmente palidecer y decaer, sino con todas las cosas de manera íntima y esencial. «Que yo me convierta en todo», es la exclamación del sacrificante  en el Satapatha Brahmana (11.1.6.17).

Dice una de las Upanishad que siempre que hay un otro hay miedo. El estado de diferencia y separación es profundamente angustiante e insatisfactorio para el ser humano. Gran parte del misticismo de Oriente y Occidente busca salvar este abismo de separación, este primer grito de la conciencia de sí que se siente angustiada. Con el otro surge también el deseo, ya sea de poseer o de gozar de ese otro o de no ser poseído o sometido por la voluntad ajena.  Con el deseo surge el sufrimiento, pues esos otros, los objetos que nos rodean, no están sujetos a nuestra voluntad, cambian constantemente, nos lastiman y cuando logramos poseerlos es sólo brevemente, pues pronto decaen y perecen, o somos nosotros lo que cambiamos y morimos. En un mundo impermanente, el deseo parece condenarnos al sufrimiento, tarde o temprano. Y, sin embargo, con el otro también surge la posibilidad del deleite, del éxtasis, de salirse fuera de sí para contemplarse como un otro, la misma danza de la interpenetración: perichoresis. ¿Qué otra cosa más intrínsecamente magnífica tenemos que nuestro deseo, nuestra voluntad, nuestro amor?  ¿Con qué otra fuerza podemos sentir esa religiosidad natural que es la pertenencia al proceso mismo del universo?

El deseo es parte auténtica de nuestra existencia, es el fuego de la vida. Así que tal vez en el fondo el deseo no es meramente la causa de nuestro extravío en planos mundanos e infernales de sufrimiento. O, mejor dicho, tal vez haya una forma de desear, de transformar el craso deseo que suscitan ciegamente los objetos, por una forma sublime de deseo (¿libre de apego, pero no libre de fuego, de la energía vital?). En el fondo nuestro deseo no es poseer al otro, sino ser el otro sin dejar de ser uno. Ser los otros, todos, y ser uno (un uno que no es alguien, sino la integridad misma de las cosas). El deseo detrás de todo deseo es ser todo. Esta es la médula del fuego del cual surgen todas las centellas del deseo.  

«El hombre tiene un tremendo deseo de ser esto y esto otro, de convertirse en esto y en esto otro, de involucrarse en todo proceso y estar presente en todas partes», escribe Panikkar en su libro The Rhythm of Being.  Convertirse en todo es el deseo madre, el deseo motriz que impele al hombre subrepticiamente hacia alcanzar su completitud. Este deseo, notó Alfred North Whitehead es el proceso mismo de la naturaleza –un telos dirigido por el eros–, una matriz de complejidad en la que el espíritu o la inteligencia encarna; la naturaleza que esta destinada a albergar la manifestación de este espíritu, a divinizarse. Esta es la solución más gloriosa que podemos pensar. No la anulación de la conciencia en la nada –esa paz imposiblemente predicada en la destrucción del ser– sino la amplificación de la conciencia a la integración de la totalidad en la experiencia. La no-dualidad, el pleroma, la unio mystica.

San Agustín escribió que el estado del místico no puede más que imaginarse como una unión nupcial, como una boda sagrada, como el encuentro del amado y la amada que es el Apocalipsis mismo, la Jerusalén Celeste, la boda de la Mujer que Lleva al Sol en el Vientre y el Cordero. El profesor Robert Thurman no encontró una mejor forma de describir el estado de un Buda que un orgasmo sin principio ni final, un éxtasis sexual en el que se supera aquella pregunta que le hicieran Zeus y Hera a Tiresias sobre quién goza más en el acto sexual, pues se alcanza no sólo la perspectiva femenina y masculina al mismo tiempo, sino la del conjunto o el todo que forman. Esto es, por supuesto, lo que simbolizan las deidades tántricas en unión: no necesariamente un acto sexual, sino un deleite infinito (mahasukha) que nace de una unificación en el fondo de la existencia, en su «vacuidad radiante»,  y el cual no se alcanza a describir con palabras (pero el éxtasis erótico es lo que más parece hacerle justicia). La unidad y no la diferencia pero sí, también, la diferencia dentro de la la unidad. Las mismas Upanishad utilizan como la metáfora más vieja de la no-dualidad el abrazo entre esposos en el que uno ya no sabe qué es afuera y qué es adentro, una abrazo transparente, un transfundimiento en el vaciamiento del uno en el otro. Uno se pregunta entonces si el misticismo no es quizá más que la sublimación del erotismo. Ya lo sugirieron Nietzsche y Aleister Crowley, quien hizo una caricatura (genialmente) bestial de Nietzsche, combinándolo con el tantrismo: «el instinto sexual es Dios.» 

Quedan preguntas imposibles de responder. ¿Se puede alcanzar realmente esa unidad mística de una manera que no signifique la aniquilación del ser, en la que subsista la relación personal que parece ser necesaria para la existencia del amor? ¿Se puede separar el amor del deseo, como el famoso cisne (hamsa) de los Himalayas, que separa la leche del agua? ¿Beber únicamente el puro néctar, lo inmortal, dentro de la sustancia del mundo? ¿Se puede destilar lo eterno de lo transitorio, como Baudelaire bien definió la alquimia? ¿Son estas meras fantasías místicas y el deseo es, más bien, como creía Schopenhauer, la fuerza única, cruel y tremenda, que se objetiva y crea la ilusión del amor y el significado simplemente para perpetuarse, en su marcha ciega e irrefrenable?

Lo único que parece cierto es que de haber una satisfacción del deseo, de haber una forma de que éste pueda existir sin ser la semilla de más sufrimiento, es necesario que alcance la totalidad de sus objetos o que estos dejen de existir como objetos, que se revele la total ilusión de la existencia separada.

Sólo queda invocar la imagen de Shiva, el dios que por una parte encarna la figura del asceta que vive en los Himalayas, en la pureza de las alturas, inmaculado, libre de la mácula del mundo. El prototípico yogi que cultiva la restricción, el tapas, la energía de la mente pura y concentrada. Pero es también el dios que es herido por la flecha de flores de Kamadeva, el cupido indio, y el dios que se une perpetuamente con Parvati, la hija de la montaña divina. El universo, se dice, no es más que la larga caricia de ambos. Esta unión es la misma que ocurre en el cuerpo del yogi cuando despierta la energía vital o Kundalini, la unión de Shiva y Paravti (o Shakti) que se repite en cada respiración. La flecha de Kamadeva es lo que llena al mundo de deseo, pero Shiva es también el dios que destruye el deseo y calcina a Kamadeva con un rayo de su tercer ojo. Es a la vez el dios que crea el mundo con su danza erótica y el dios que lo destruye con su furia ascética.

Esta es la tensión original del cosmos: una tensión que es a la vez la causa del sufrimiento y de la felicidad, de la separación y el amor, en completa interdependencia. 

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