Sólo llevamos escasamente una quinta parte del siglo, y ya nos está resultando especialmente difícil y antipático. La gente que tiene más de 30 años, aparte de los avatares particulares y los del propio país, ya ha vivido tres grandes crisis. Todas ellas profundas, significativas y especiales, los efectos de las cuales han terminado por sobreponerse unas con otras. El atentado de las Torres Gemelas del 2011 nos golpeó extraordinariamente y nos evidenció la fragilidad y la falsa seguridad del mundo occidental frente al fanatismo, pero también de la frustración airada que se iba incubando en los «otros mundos». La guerra ya no la libraban los ejércitos en el campo de batalla, sino que el terrorismo tecnológico nos situaba a todos en su punto de mira. No había lugar para el bienestar sosegado. El globalismo vivió un giro de crispación y el mundo occidental creyó que podía acabar con el «eje del mal» recurriendo a una fuerza militar que en este nuevo escenario no sólo no resolvía nada, sino que complicaba bastante más las cosas.
Aunque temerosos de la amenaza global de un terrorismo convertido en performance mediática, nos explotó en la cara la crisis financiera del 2008. Un estallido que se había ido forjando producto de la soberbia de una economía absolutamente dominada por la actividad financiera, la cuál había ido creando productos peligrosos, incontrolables e inexplicables, además de burbujas especulativas que, como en el caso de la vivienda, acabaron por contaminar y arrastrar toda la economía mundial. El resultado, desigualdad, desempleo, fragilidad y pobreza. Lo curioso en este caso, es que el relato de lo que había pasado lo terminaron escribiendo y fijando los mismos que habían sido los causantes con sus arrogantes y erróneas ideas ultraliberales. Nos acabaron diciendo que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y que el pecado cometido se merecía una buena penitencia. Vinieron años de austeridad, de trabajos e ingresos precarios, de recorte de las prestaciones de los servicios sociales y sanitarios, además de terminar prisioneros de pantallas y algoritmos que cada vez más decidían más por nosotros.
Aún pagando los sectores populares y las clases medias la mayor parte de los costes del crac y la recesión económica desde hace una docena de años, nos llega la epidemia del coronavirus con su reguero de enfermedad y de muerte. Una crisis sanitaria, pero también económica y social, que era, como es lógico, inesperada, especialmente inquietante y de salida impredecible e incierta. De un día para otro debemos quedar confinados y la mayor parte de la economía, algo inimaginable, queda paralizada y entra en un período de hibernación. Un choque descomunal y especialmente indigerible para nuestras mentes, adictas como son a la noción de «crecimiento». Cinematográficamente, sería un fundido en negro. No sabemos ni el plano ni la secuencia que seguirán. Podemos imaginar, especular o temer; pero todo resulta absolutamente pueril e incierto. De repente, pasamos de un mundo hiperconectado a un mundo aislado en el que, a pesar de las pantallas y los excesos de las redes sociales, nos sentimos tremendamente solos. Se impone la desconfianza con todo y con todos, pero especialmente con el futuro.
Algunos lo compensan escuchando a auténticos chiflados que juegan a hacer de estadistas. En muchos aspectos recuperamos la irracionalidad y los miedos de un mundo medieval, a pesar de que convivamos con incontables ya menudo inútiles cachivaches tecnológicos. Y nos damos cuenta, aunque muy tarde, de las enormes disfunciones de nuestro mundo: sobrepoblación, turismo masivo y abusivo, urbe inmensas e inhumanas, viajes aéreos constantes, maltrato del medio ambiente, cadenas de suministros a miles de kilómetros, enorme desigualdad en el reparto de la riqueza, extrema precariedad laboral y personal o la insuficiencia de los sistemas de salud públicos.
¿Aprenderemos algo de todo esto y, sobre todo, a cambiaremos de objetivos y de prioridades? Lo dudo. Si algo tiene el liberal-capitalismo es una enorme capacidad de reinventarse y autoreproducirse, además de autojustificarse con la impagable colaboración de sus propagandistas de turno. Con él, hemos aceptado de disolver todas nuestras fuentes de cohesión social tradicionales con la promesa de acceder a un aumento material del nivel de vida. Hemos vendido nuestra alma al diablo. Probablemente, lo que haremos será refugiarnos en la sentimentalidad frustrante y en abrazar opciones políticamente sórdidas y extremas.