Se dice que la humanidad ha evolucionado en forma unilateral, creciendo en poder técnico sin un progreso equivalente en el plano moral, o, como prefieren decir algunos, sin un adelanto comparable en educación y pensamiento racional. Pero en realidad el problema es aún más profundo. La raíz de esta cuestión es nuestro modo de sentirnos y concebirnos como seres humanos, nuestra percepción de estar vivos, con existencia e identidad individuales. Sufrimos una alucinación, una sensación falsa y distorsionada de nuestra propia existencia como organismos vivientes. La mayoría de nosotros tiene la idea de que «Yo mismo» es un centro separado de sensación y acción, que vive dentro del cuerpo físico y está limitado por él; este centro «enfrenta» un mundo «exterior» de gentes y cosas, toma contacto por medio de sus sentidos con un universo ajeno y extraño. Algunas frases de uso diario reflejan esta ilusión: «Vine a este mundo…» «Debes enfrentar la realidad…» «La conquista de la naturaleza».
Esta impresión de no ser más que visitantes solitarios y bastante fugaces, en el universo, está en lisa y llana contradicción con todo lo que las ciencias saben sobre el hombre y otros organismos vivientes. Nosotros no «venimos a» este mundo; más bien salimos, crecemos de él como las hojas de un árbol. Así como el océano genera olas, el universo produce gente. Cada individuo es una expresión de todo el reino natural, una acción única del universo total. Pocas veces, o nunca, los seres humanos pueden experimentar concretamente este hecho. Aun aquellos que teóricamente lo dan por cierto suelen ser incapaces de sentirlo «sensorialmente», y continúan actuando como «egos», aislados en sus bolsas de piel.
El primer efecto de esta ilusión es una actitud marcadamente hostil hacia el mundo «exterior». Siempre estamos «conquistando» la naturaleza, el espacio, las montañas, los desiertos, las bacterias o los insectos en lugar de aprender a cooperar con ellos en un orden armónico. En América, los grandes símbolos de esta conquista son el bulldozer y el cohete: un instrumento que aplasta colinas, convirtiéndolas en chatos terrenos donde luego se alzarán casas cuadradas e iguales, y ese inmenso proyectil fálico que atruena el espacio sideral. A pesar de todo, tenemos buenos arquitectos que saben cómo hacer casas en las colinas sin masacrar el paisaje, y astrónomos que son conscientes de que la tierra ya está en pleno espacio sideral, y que nuestra principal necesidad ―si queremos explorar otros mundos― consiste en instrumentos electrónicos sensitivos que traerán los objetos más distantes a nuestro cerebro, tal como hacen los ojos. La agresiva pretensión de conquistar a la naturaleza ignora la interdependencia básica de todas las cosas y eventos ―siendo el mundo más allá de la piel una extensión de nuestros propios cuerpos― y terminará por destruir el mismísimo medio ambiente del cual hemos surgido, del cual depende nuestra subsistencia.
La segunda consecuencia de sentirnos mentes separadas en un universo ajeno y en general estúpido es que carecemos de sentido común, esto es una forma de comprender el mundo sobre el cual hemos sido reunidos en comunidad. Las opiniones son muchas y muy distintas, y por lo tanto quien toma las decisiones es el más agresivo y violento ―por lo tanto insensible― de los propagandistas. Un nudo de opiniones en conflicto, unidas por la fuerza de la propaganda, es la peor fuente posible de control para una tecnología poderosa.
Podría creerse que lo que necesitamos es algún genio que invente una nueva religión, una filosofía de la vida, una visión del mundo plausible y genéricamente aceptable para los finales del siglo veinte, a través de la cual todo individuo pueda sentir que la realidad en general y su vida en particular tienen significación. Pero esto, como la historia ha demostrado muchas veces, no es suficiente. Las religiones producen divisiones y reyertas. Son, ellas también, una forma de esa ilusoria «separatidad» (1) porque proceden a separar justos y pecadores, creyentes y herejes, propios y extraños. Aún los liberales religiosos juegan al juego de «nosotros somos más tolerantes que ustedes». Además, como sistemas de doctrina, simbolismo y moral, las religiones se ajustan a instituciones que exigen lealtad, que deben ser defendidas en su «pureza» y ―desde que toda creencia es fervorosa esperanza, y por lo tanto un disfraz para la duda y la incertidumbre― reclaman conversos. Cuanta más gente coincide con nosotros, menos duele la inseguridad de nuestra posición. Al final, uno es comprometido a permanecer Cristiano o Budista, «venga lo que sea» en materia de nuevos conocimientos. Ideas nuevas e indigeribles son contrabandeadas dentro de la tradición religiosa, aunque resulten inconsistentes con sus doctrinas originales, para que el creyente pueda mantener su posición y declarar – «Ante todo y sobre todo soy un seguidor de Cristo/Mahoma/ Buda/o cualquier otro». El compromiso irrevocable con cualquier religión no es sólo un suicidio intelectual: también un signo de profunda falta de fe, pues cierra la mente a cualquier nuevo enfoque sobre el mundo. La Fe es, por sobre todo, apertura: un acto de confianza hacia lo desconocido.
Un fervoroso testigo de Jehová trató de convencerme, una vez, de que un Dios de amor, de haber existido, hubiera provisto sin duda a la humanidad de un libro o texto confiable e infalible sobre el cual se moldearían las conductas humanas. Le respondí que ningún Dios tendría tan poca consideración, destruyendo la mente humana, convirtiéndola en algo tan rígido e inadaptable como para que un solo libro, la Biblia, respondiera a todas sus preguntas. Pues la gracia de las palabras ―y por lo tanto de un libro― reside en que señalan, más allá de sí mismas, hacia un mundo de vida y experiencia que no consiste en meras palabras, ni siquiera en ideas. Del mismo modo que el dinero no es verdadera riqueza consumible, los libros no son vida. Idolatrar escrituras es como ingerir billetes de banco.
No necesitamos una nueva religión, ni una nueva Biblia. Lo que precisamos es una nueva experiencia, una nueva sensación de lo que es «yo». La percepción ―es decir, la visión profunda y secreta― de esta vida descubre que nuestra normal sensación de uno-mismo es una trampa o, en el mejor de los casos, un papel temporario que estamos jugando, o que hemos sido persuadidos de jugar, con nuestro tácito consentimiento, del mismo modo que toda persona hipnotizada está, básicamente, deseando que la hipnoticen. El tabú más firmemente establecido de todos los que conocemos es ese que le impide a usted saber quién o qué es, detrás de la máscara de su ego aparentemente separado, aislado e independiente. No me refiero al bárbaro «Ello» o Inconsciente de Freud, como verdadera realidad detrás de la fachada de la personalidad. Freud, como veremos, estuvo bajo la influencia de una moda del siglo diecinueve llamada «reduccionismo», especie de curiosa necesidad de menospreciar la inteligencia y cultura humanas, reduciéndolas a la dimensión de un subproducto casual de fuerzas ciegas e irracionales. Se trabajó mucho, por aquel entonces, para demostrar que las uvas podían crecer en los espinos.
Tal como suele ocurrir, lo que hemos suprimido y descuidado es algo soprendentemente obvio. La dificultad reside en que, siendo tan obvio y básico, no se encuentran palabras para explicarlo. Los alemanes lo llaman un Hintergedanke, es decir una aprehensión que subyace tácitamente en el fondo de nuestras mentes, a la que no podemos admitir fácilmente, ni aún para nuestros adentros. La percepción del «Yo» como un centro de ser solitario y aislado es tan poderosa y sensata, tan fundamental para nuestros hábitos en el pensamiento y el habla, para nuestras leyes e instituciones sociales, que no podemos experimentar nuestro sí-mismo más que como algo superficial en el esquema del universo. Yo parezco una breve luz que restalla una sola vez en la eternidad del tiempo: un organismo raro, delicado y complejo en la gama de la evolución biológica, en esa zona donde la ola de la vida se desperdiga en brillantes gotas individuales de distintos colores, que resplandecen por un momento tan sólo, para luego desaparecer por siempre. Bajo ese condicionamiento parece imposible, y aun absurdo, entender que el yo no reside en una sola gota, sino en todo el curso de energía que va desde las galaxias hasta los campos nucleares de mi cuerpo. A este nivel, el «Yo» es inconmensurablemente viejo; «Yo» tengo formas infinitas, mis idas y venidas son tan sólo pulsiones o vibraciones de un único y eterno torrente de energía.
La dificultad en comprender esto reside en que el pensamiento conceptual no lo puede apresar. Es como si los ojos estuviesen tratando de mirarse a si mismos directamente, o como si uno intentara describir el color de un espejo en términos de colores reflejados en él. Así como la vista es algo más que todas las cosas que se ven, el cimiento o «campo» de nuestra existencia y nuestra percepción no puede ser descrito en función de cosas conocidas. Estamos obligados a hablar de ello a través del mito, esto es, a través de metáforas, analogías e imágenes especiales que no dicen lo que es sino a qué se parece. En un significado extremo, «mito» es fábula, impostura, superstición. Pero en otro sentido, «mito» es una imagen útil y fructífera a través de la cual podemos dar sentido a la vida en forma similar a como explicamos el comportamiento de las fuerzas eléctricas, comparándolas con el agua o el aire. Naturalmente, el «mito», en este último sentido, no debe ser tomado literalmente, así como la electricidad no debe ser confundida con los fluidos. En otras palabras, al usar el mito deben extremarse las precauciones para no confundir la imagen con el hecho, lo cual equivaldría a trepar por una señal en lugar de seguir la ruta que ella indica.
Es el mito, entonces, la forma en que yo trato de responder cuando los niños me formulan esas preguntas metafísicas, fundamentales, que con tanta frecuencia aparecen en sus mentes: ¿De dónde vine al mundo? ¿Cuándo lo hizo Dios? ¿Dónde estaba yo antes de nacer? ¿Adónde va la gente cuando muere? Una y otra vez me ha parecido que se quedan satisfechos con una historia muy vieja y simple, que reza más o menos así:
«No hubo nunca un momento en que el tiempo comenzara, pues va en redondo como un círculo, y en un círculo no existe el lugar donde la línea comienza. Mirad el reloj, que nos dice la hora: gira, y asimismo gira el mundo, repitiéndose una y otra vez. Pero así como la manecilla del reloj sube hasta doce y baja hasta seis, se suceden la noche y el día, el sueño y la vigilia, la vida y la muerte, el verano y el invierno. No puedes tener ninguna de estas cosas sin la otra, porque no podrías saber lo que es el negro si no lo hubieras visto al lado del blanco, o el blanco si no lo hubieras comparado con el negro.
»Del mismo modo, hay veces en que el mundo es, y otras en que no es, pues si el mundo fuera, sin descanso, por siempre jamás, se cansaría horriblemente de sí mismo. Viene y va. Ahora lo ves; ahora no lo ves. De ese modo no se cansa de sí mismo, y regresa siempre, después de desaparecer. Es como tu aliento; entra y sale, entra y sale, y si tratas de retenerlo te sientes mal. Es también parecido al juego del escondite, porque resulta siempre divertido encontrar nuevos escondites, y buscar a una persona que no se esconde cada vez en el mismo lugar.
»A Dios le encanta jugar al escondite; pero como no hay nada fuera de Dios, no se tiene más que a sí mismo para jugar. Esta dificultad la supera simulando que él no es él. Esta es su manera de esconderse de sí mismo; simula que es tú, y yo, y toda la gente en el mundo, y todos los animales y las plantas, las piedras, y todas las estrellas. De este modo le ocurren aventuras extrañas y maravillosas, algunas de las cuales son terroríficas. Pero estas últimas son simplemente como malos sueños, que desaparecen cuando él se despierta.
»Ahora bien: cuando Dios juega al escondite y pretende ser tú y yo, lo hace tan bien que le lleva mucho tiempo recordar cuándo y cómo se inventó a sí mismo. Pero esa es justamente la gracia del juego, eso es lo que él quería conseguir. No quiere encontrarse a sí mismo demasiado pronto, pues eso estropearía el juego. Por eso es tan difícil para ti y para mi darnos cuenta de que somos Dios disfrazado y oculto. Pero cuando el juego se ha prolongado el tiempo suficiente, todos nosotros despertamos, o dejamos de simular, y recordamos que no somos más que el único Sí-mismo, el Dios que es todo lo que es y que vive por siempre jamás.
»Por supuesto, debes recordar que Dios no tiene forma de persona. La gente tiene piel, y siempre hay algo fuera de nuestra piel. Si no lo hubiera, sería imposible saber la diferencia entre lo que está dentro y lo que está fuera de nuestros cuerpos. Pero Dios no tiene piel ni forma, porque no hay nada fuera de él. (Con un niño suficientemente despierto, ilustraré esto con la cinta de Möbius, un aro de papel retorcido en tal forma que no tiene más que un solo lado y un solo borde.) El interior y el exterior de Dios son una misma cosa. Dios no es un hombre ni una mujer, aunque he estado hablando de «él», y no de «ella». No dije «ello» porque siempre nos referimos así a cosas que no están vivas.
»Dios es el yo-mismo del mundo, pero no puedes ver a Dios por la misma razón por la que no puedes ver tus propios ojos sin un espejo, y sin duda no puedes morder tus propios dientes o mirar dentro de tu cabeza. Tu yo-mismo está muy bien escondido, porque es Dios quien se esconde.
»Puedes preguntarte por qué Dios, a veces, se oculta bajo la forma de gente horrible, o simula ser personas que sufren enfermedades y dolores. Primero, recuerda que él no hace esto más que a si mismo. Y también que en todos los cuentos que te gustan debe haber gente mala tanto como buena, pues la emoción de la historia consiste en enterarse de cómo los buenos salen con bien de su encuentro con los malos. Es como cuando jugamos a los naipes. Al principio de la partida los revolvemos todos en un montón, lo cual es similar a la forma en que se dan las cosas malas en este mundo; pero el objeto del juego es poner la mezcla en orden, y el que mejor lo hace es el ganador. Luego volvemos a mezclar, y a jugar, y así también ocurre con el mundo.»