Tres meses después del estallido del coronavirus, nadie en España sabe con certeza cuántas personas han fallecido en el foco más letal de la pandemia: las residencias de mayores. El Ministerio de Sanidad continúa sin ofrecer una fotografía de lo que ha pasado en los centros mientras los que lo vivieron en primera persona –en la propia piel, por ser residentes o trabajadoras, o en la ajena (pero cercana), en el caso de familiares– intentan desmadejar el cúmulo de sombras que cierne sobre la atención que se dio a los mayores ahora que las residencias comienzan a respirar. Los casos han bajado, con el descenso generalizado en España, aunque continúa habiendo contagiados y aislados.
«Vamos hilando ahora, después de todo este tiempo, encajando las piezas y construyendo un relato de lo que pasó con lo que sabemos ahora, que no era lo que sabíamos hace tres meses», asume Rosana Castillo, hija de una residente que murió a mediados de marzo en el centro madrileño de Monte Hermoso. Esta residencia se ha convertido en un triste símbolo de la epidemia. Fue la primera donde los muertos se acumularon de golpe ante la pasividad del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. 17 fallecidos en cuatro días. Era 15 de marzo.
A este centro le siguieron cientos en toda España donde las muertes empezaron a gotear sin freno. 14.539 personas han fallecido en geriátricos en los últimos tres meses con coronavirus o síntomas de la enfermedad, según los datos aportados, con su propio sistema, por cada comunidad autónoma. Son más de la mitad de los muertos en España hasta el día de hoy. Los porcentajes son especialmente agudos en Aragón (89%), Castilla y León (76,9%) o Madrid (68,7%). Cantabria y Asturias registran proporciones también muy grandes, por delante de Madrid, pero la incidencia fue mucho más pequeña (los pocos fallecidos se dieron mayoritariamente en residencias). En total, ocho comunidades concentraron más del 50% de sus fallecidos en estos puntos negros.
Sólo Castilla y León, Navarra, Extremadura y Catalunya separan los confirmados de los sospechosos. Los segundos no se han incluido en el cómputo global. Si se suman, el número de fallecidos asciende a 18.245. Esta adición hace que el porcentaje de muertos que perdieron la vida en una residencia posiblemente con coronavirus en Catalunya se dispara hasta el 72%. En todo caso son cifras que deben compararse con reservas porque muchos mayores murieron sin que les hicieran la prueba PCR para confirmar su diagnóstico, especialmente al inicio de la pandemia.
El Ministerio de Sanidad pide cada semana las cifras a los gobiernos autonómicos desde hace dos meses pero no ha hecho público ningún balance unificado y tampoco da una explicación oficial al motivo de la demora. Preguntado por esta cuestión, el ministerio alude a que «tal y como ha explicado el ministro, Salvador Illa, los datos se han solicitado a las CCAA y cuando se disponga de todos ellos y se hayan analizado se darán a conocer», afirma sin aportar más detalles. No se sabe si hay Gobiernos autonómicos que no han aportado esos números, si hay un problema con ellos, si no ha sido posible homologarlos, si hay alguna otra razón para decidir no comunicar esas cifras que son una demanda constante en cada rueda de prensa del ministro.
Mientras tanto, la Fiscalía tiene sobre la mesa 176 denuncias de familiares, 82 de residencias de Madrid, que han dejado con dudas y miedo, dicen, un pedazo de su vida en manos de la Justicia. 22 de ellas ya se han remitido a los juzgados, según los últimos datos del Ministerio Público. María Jesús Valera presentó junto a otra veintena de familias una querella colectiva contra el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso que ha sido elevada al Tribunal Supremo, porque la presidenta regional es aforada. «Me he sumado porque a mi padre no se le trasladó al hospital. Enfermó en tres días de mucha gravedad. Hablamos un viernes con él y el domingo la residencia llamó a mi hermana para decirnos que el médico estaba pidiendo el traslado al hospital Doce de Octubre pero no podía realizarse. Murió con morfina en la residencia», explica.
Los protocolos restrictivos, que bloquearon el traslado de mayores a los hospitales y han abierto un boquete en el Gobierno de Madrid, eran conocidos por las familias. No porque tuvieran el documento, sino porque los médicos de los centros se lo dijeron por teléfono, cuando sus familiares enfermaron: los hospitales no los aceptaban. En la página de Facebook de una de las residencias intervenidas por la Comunidad de Madrid, la Casaquinta de Ciempozuelos, todavía se puede leer el aviso que dieron a los familiares el día 23 de marzo: «El hospital de Valdemoro, por su propia saturación, no acepta ninguna derivación de la residencia y los medios con los que contamos son inexistentes, como ya sabéis». El mensaje recuerda que en ese momento tenían a 50 personas aisladas, que había habido ya varios fallecimientos, pero sin poder confirmar que se trataba de coronavirus ya que no había pruebas PCR. En los diez días anteriores a la publicación del texto la única ayuda que habían recibido había sido 520 mascarillas y la desinfección del Ejército, revela esta pequeña hemeroteca.
Valera va repasando las fechas de memoria y relata fases de «dolor y de culpa que te destrozan la vida». «Pensar si hiciste bien, mal, si pudiste hacer más… Hay muchas familias rotas. Eran personas mayores, contábamos con que podían fallecer, el problema es la forma en la que han muerto. Ese ha sido el daño», resume. Su querella se dirige también contra el director de la residencia de su padre, DomusVi-Usera, por adoptar tarde, según Valera, las más elementales medidas de protección. «Hasta el día 18 de marzo la residencia nos dijo que estaban libres de COVID y que las mascarillas o cualquier otro material de protección no eran necesarios», asegura.
En ese momento ya empezaban a estallar los primeros brotes en centros sociosanitarios madrileños. 14 fueron intervenidos por la administración y más de 200 comenzaron a recibir apoyos puntuales de centros de salud y hospitales. Pero tuvieron que pasar muchos días desde que se anunció que «prácticamente todos los centros» estaban medicalizados, en marzo, hasta que aparecieron sanitarios ajenos al centro en los geriátricos. Una semana después la situación se reprodujo en Barcelona: decenas de muertos en pocos días y hospitales saturados a los que se derivaba mínimamente a los mayores. La Xunta de Galicia de Alberto Núñez Feijóo (PP) indicó en un momento que no se derivaran personas con dependencia severa o gran dependencia. En Castilla y León, también muy golpeada por la epidemia, hubo igualmente una orden directa durante el pico de contagios para no trasladar a los residentes, como desveló eldiario.es, y los centros se vieron superados.
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Uno de los trabajadores de estos geriátricos, que quiere permanecer en el anonimato, ha reprochado que en los peores momentos se les acusase de deficiencia en los servicios y falta de profesionalidad, tanto en medios de comunicación como por parte de los políticos. «En esos momentos lo que nosotros teníamos era desesperación, porque había 200 frentes abiertos, falta de material… No sabíamos utilizarlo ni estábamos preparados. Nosotros solo servimos para cuidar, no para curar, eso es una competencia de Sanidad», lamenta. «En esas semanas en nuestra conciencia estaba hacer lo que fuera para salvar personas, hemos trabajado hasta la extenuación y nos robaban el personal o sencillamente no había porque estaba de baja. Hemos llorado mucho», subraya.
Paracetamol y morfina
Empleadas, directoras de residencias y las patronales que agrupan a las empresas gestoras –es un sector privatizado en toda España– han denunciado en estos meses que la organización sanitaria les dejó en la estacada en los peores momentos, cuando no disponían de material médico para atender correctamente a los usuarios.
Ángeles, Técnico Auxiliar de Enfermería (TCAE) en la Gran Residencia de Madrid, lleva sus propias cuentas. Hasta febrero en el centro, que es el más grande de la Comunidad de Madrid, morían entre cuatro y cinco usuarios al mes. Entre marzo y mayo murieron 100, «no sabemos cuántos de coronavirus; calculo que 80 y pico». Cuenta que ahí todo fue un caos aproximadamente hasta el 6 de abril, cuando intervino la UME «y a partir de ahí fueron un poco mejor las cosas. Se distribuyó a los residentes, se desinfectó, se separó. Fuimos antes como pollo sin cabeza». La residencia «no está preparada para cuidados paliativos, no tenemos tomas de oxígeno. Por lo general morían aquí si no daba tiempo al traslado. Con la COVID-19 no mandaban ambulancias, recetaban antibióticos y paracetamol», asegura.
«Lo que hicieron fue poner a un sistema que no está preparado para una crisis sanitaria en primera línea de una pandemia y sin protección ni test para hacer a los residentes. Nos dejaron solos», destaca Cinta Pascual, presidenta del Círculo Empresarial de Atención a Personas (CEAP). Describe la situación como un «horror» y un «infierno» pese a las «llamadas de auxilio» que desde el sector asegura que se hizo al Gobierno y a las comunidades y así lo explicó en el Congreso de los Diputados el pasado viernes: «Nos hemos sentido abandonados por todo el mundo, no importa el partido político».
En Madrid la situación ha sido especialmente visible por el alto nivel de incidencia del coronavirus, por la saturación de los hospitales y porque el asunto ha ocasionado una gran crisis de Gobierno que ha sacado a flote conversaciones y correos entre los responsables de Sanidad (PP) y Políticas Sociales (Ciudadanos) en un sálvese quién pueda. Los intercambios demuestran que el protocolo, que la presidenta dijo que nunca se envió y el consejero de Sanidad aseguró que llegó por error a los geriátricos, se aplicó al menos durante el tiempo en el que los hospitales estaban desbordados y los triajes –la selección de pacientes– era salvaje.
El presidente de la Sociedad Española de Geriatría, José Augusto García Navarro, emitió el lunes un comunicado que defendía la actuación de la Consejería de Sanidad. «Cuando a un residente se le ha intentado manejar en su residencia ha sido porque la derivación al hospital no le iba a proporcionar un beneficio en su pronóstico vital. Hay que recordar que en el periodo más virulento de la pandemia la situación de los hospitales era «de guerra»: hospitales que habiendo aumentado el número de camas en un 30% tenían más de 200 pacientes pendientes para ingresar en planta, esperando en los servicios de urgencia; unidades de cuidados intensivos que habiendo incrementado su capacidad en un 400% estaban tensionados al máximo para tener capacidad de atender a pacientes que muy probablemente se beneficiarían del tratamiento en ese tipo de unidades», argumenta García Navarro, que considera que «se ha malinterpretado el sentido de los protocolos».
Desde la patronal de residencias privadas, Cinta Pascual admite que se produjeron derivaciones, pero «muy puntuales» y apunta a lo determinante que fue contar con un sistema sanitario al límite en algunos territorios, pero al mismo tiempo censura que los protocolos «marcaran un perfil de personas que, si tu los lees, son las que tenemos nosotros. Nos dejaron fuera».
«¿Cómo estamos tan abandonadas?»
A Victoria (nombre ficticio) se le arremolinan los recuerdos cuando intenta detallar lo que la pandemia ha dejado a su paso en muchos de estos centros. Trabajadora en una pequeña residencia de Vallecas (Madrid), aún sigue teniendo un nudo en el estómago: «Una pequeña cosa», dice, que si no controlara le haría llorar «en cualquier momento». «Al principio no sabíamos nada, no había nadie a quién preguntar. Se nos empezaron a poner algunos residentes enfermos y ni siquiera nos cogían los teléfonos. Una vez estuve cuatro horas intentando que respondieran», precisa. «Yo solo pensaba: pero si las residencias somos el mayor foco ¿cómo es que estamos tan abandonadas?».
Tres meses después, alcanza a definir la montaña rusa de emociones que ha supuesto: «Primero mucha rabia, luego había que luchar por que todo saliera… Y ahora es pena. La residencia es muy pequeña y al final es una familia. Hemos colgado las fotos de las cinco personas que murieron». Con el paso del tiempo la coordinación «fue mejorando», pero cree que la situación no se atajó «hasta que no era demasiado tarde». En su caso, sí hubo derivaciones a los hospitales, explica, pero a base de «insistir y pelearlo» y porque debido a su magnitud, el centro no tiene médico y «no podíamos darles asistencia». Sin embargo, no fue fácil: «Yo llamaba y la primera respuesta era que no, pero el geriatra de enlace que teníamos me decía ‘diles que como no vengan a buscar a la gente, voy yo al juzgado y pongo una denuncia».
Este martes, ya con Madrid en fase 2, los familiares han vuelto a la residencias, más de tres meses después, con cita previa y escalonados. «Anoche muchos me comentaban lo animados que estaban», dice Ángeles. La situación está ahora estabilizada en la Gran Residencia y solo tienen 20 positivos de los 300 usuarios que quedan –en marzo eran unos 400 para 470 plazas–. Las PCR para los usuarios no llegaron hasta finales de abril o principios de mayo, y para las trabajadoras están llegando ahora: ella tiene cita este jueves, a pesar de que no tiene síntomas y sin síntomas esa prueba diagnóstica no tiene sentido. Sí que celebra que este junio llegan incorporaciones pendientes de 2020, y que se está preparando ya un módulo de 70 camas por si hubiese un rebrote en otoño, como plan de contingencia al que obliga el Ministerio.
El decreto de ‘nueva normalidad’, que acaba de aprobar el Consejo de Ministros y tiene que pasar por el Congreso, es específico en ese punto. Todas las residencias tendrán que presentar a Salud Pública en un plazo aún no estipulado un plan de contingencia frente a la COVID-19, para prevenir rebrotes y conseguir que si viene una segunda oleada la enfermedad no vuelva a cebarse con los usuarios de los centros. Habrá que organizar las «visitas» y «paseos» y acondicionar las instalaciones. También será obligación de las comunidades autónomas, en la ‘nueva normalidad’, que durará hasta que la enfermedad esté controlada con una vacuna o con un tratamiento muy eficaz, garantizar que los servicios sociales y los sanitarios trabajan de manera coordinada.
«Es tiempo para ver qué ha pasado y qué ha fallado. Esto no puede volver a ocurrir», apunta Isabel Barreiro, administrativa de una residencia de Vigo, que recuerda ver «con impotencia» cómo los casos aumentaban cada día. «Tenemos que saber que se actuó tarde y que no se puede mercantilizar los cuidados de las personas mayores», añade. Las trabajadoras coinciden en que la COVID-19 ha mostrado, en su versión más descarnada, la realidad de las residencias de mayores: un modelo frágil, dependiente de empresas privadas, con falta de personal y precariedad en las plantillas. «Antes estaba igual de oscuro –dice una técnica auxiliar de enfermería de Madrid– pero nadie lo miraba».
La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que más de la mitad de las muertes por COVID-19 registradas en Europa eran personas que vivían en residencias de mayores. «Una tragedia humana inimaginable», dijo el organismo en abril, que hizo un llamamiento a todo el continente para mejorar el sistema de cuidados, dar más formación al personal y cambiar, en definitiva, el modo de operar. Un aviso que también concierne a España.
Reportaje elaborado con la colaboración de las ediciones regionales de eldiario.es. Datos y gráficos por Ana Ordaz y Victoria Olivères.
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