Cómo la ciencia y la tecnología se convirtieron en instrumentos de poder y destrucción ecológica

Es evidente que lo que define al hombre moderno es su tecnologización. Las comunicaciones, los transportes, los oficios y cada vez más también el pensamiento y las relaciones se hacen a través de la tecnología. Esta mediación de la realidad, por supuesto, tiene enormes beneficios en tanto a una expansión de nuestras capacidades; es como si hiciéramos de la naturaleza nuestra sirviente. Pero, argumentaremos aquí, el modo de expansión y conquista que está embebido, programado a la naturaleza misma del conocimiento tecnocientífico moderno, tiene una sombra «tóxica». Más aún, su asimilación del poder con el conocimiento parte de premisas que pueden ser ilusorias o por lo menos peligrosas.

Este paradigma dominante –del dominio y explotación de la naturaleza a través de la ciencia instrumental– es generalmente asociado con Francis Bacon y en cierta medida con Descartes, en tanto a que ambos son considerados los padres ideológicos de la ciencia mecanicista. En el caso de Descartes, su asociación viene fundamentalmente de su tajante división entre la mente y la materia o les res cogitans y la res extensa. Ciertas historias de la ciencia y la filosofía simplificadas sugieren que las categorías dualistas del pensamiento se consolidan a partir de esta oposición, en la que la naturaleza (la materia) es concebida como una sustancia inerte, desconectada de la mente pero capaz de ser sometida al análisis. De ese movimiento teórico, Descartes se gana todo tipo de atribuciones, y responsabilidades, entre ellas el ecocidio actual. Aunque es evidente que la concepción mecánica de la naturaleza y el dualismo entre la mente (o alma) y el cuerpo son algunos de los conceptos rectores que más influencia han tenido en el mundo moderno, influyendo en nuestras relaciones sociales y con el entorno, sería absurdo creer que Descartes, como un geniecillo maligno, es el único responsable de esto o que la idea no evolucionó a lo largo de la historia. De cualquier manera, en el deseo de encontrar grandes narrativas, sin duda, Descartes es uno de los «sospechosos comunes».

El caso de Bacon es complejo, pues en algunos pasajes de su obra se decanta por una admiración y un mutualismo con la naturaleza, a la cual entiende como la esposa o pareja del ser humano en su empresa de conocimiento. Bacon, sin embargo, entiende que en el ser humano ha sido confiada la tarea y la responsabilidad de llevar a la Tierra a su florecimiento más alto, en armonía con los patrones del creador, el dios cristiano. La empresa de la ciencia, la cual Bacon no inaugura por sí sólo, pero claramente la llena de una especie de telos, de una declaración de poderes, es una misión divina, que tiene como fin hacer el paraíso en la Tierra o una Nueva Atlantis, un mundo basado en la ciencia, en el que el conocimiento se transforma en poder. Esta es una de las nociones clave de Bacon, que el conocimiento es poder, de lo cual se deriva que, la naturaleza como objeto de conocimiento, es la fuente del poder. Aquí tenemos de alguna manera el ethos de la tecnología, la naturaleza como un objeto que puede explotarse para obtener poder. Una genealogía del poder en la transformación de la naturaleza. Ahora bien, el discurso de Bacon es moral, es un discurso de usar este poder en el servicio del bienestar común, de iluminar la oscuridad del mundo, de expandir el orden y la belleza que el creador imprime en sus obras, las cuales, sin necesidad de milagros, son prueba de la divinidad. En suma, la cuestión esencial radica en cómo se concibe y cómo se usa ese poder.

Bacon ha sido también culpado de todo tipo de infortunios, particularmente ecológicos. Algunas escritoras ecofeministas, como Carolyn Merchant, ven en Bacon la fuente de toda un modelo patriarcal de la ciencia, que concibe a la naturaleza como algo -generalmente un cuerpo femenino- que debe ser torturado para extraer sus secretos. Merchant incluso sugiere que Bacon tomó como ejemplo las torturas a las que se sometía a las brujas, algo que fue implementado por el Rey Jacobo I, a quien Bacon dedicó algunas de sus obras, gozando de su patrocinio. «La interrogación de las brujas como símbolo de la interrogación de la naturaleza, la corte como modelo de su inquisición, y la tortura a través de instrumentos mecánicos como herramienta de la subyugación del desorden fueron fundamentales para el método científico como poder.» La lectura de Merchant es interesante por muchas razones, aunque hay que mencionar que Bacon no habló estrictamente de torturar a la naturaleza. Bacon utilizó lenguaje bélico y un tanto vehemente -algunos lo llamarían heroico- para describir metafóricamente el proceso del descubrimiento de conocimiento. La labor del científico es todo menos pasiva; se trata sin duda de una extracción de los «secretos» de un movimiento enérgico para penetrar los misterios y usarlos. Merchant quizá hace una lectura un tanto sesgada hacia su propio discurso, de nuevo, queriendo encontrar una gran narrativa y un culpable. Dicho eso, es indudable que Bacon fue enormemente influyente y esta lectura no es única. Encontramos que Leibniz algunos años después ya atribuía a Bacon la noción de que la naturaleza debía ser «torturada», colocada en el «rack» con el fin que dominaría a la modernidad, la urgencia incluso, de avanzar, crecer, progresar.

Este progreso, sin embargo, hoy es puesto seriamente en duda, después de por lo menos 150 años de crítica a la ciencia y actualmente a la tecnología. El modelo de la ciencia y la tecnología, fiel o no a las intenciones de Bacon o Descartes y otros de sus creadores, de facto, se ha convertido en un instrumento de compulsión, como ya observaba Max Weber. La compulsión se ejerce con la naturaleza en el método, donde no se espera a la revelación del secreto, al consentimiento de la naturaleza., sino que éste se extrae por la fuerza, en ocasiones tomando víctimas que deben sacrificarse para que pueda seguir avanzando el proyecto. En oposición al «empiricismo delicado» de Goethe, el conocimiento se arranca de la naturaleza, a la que se concibe, de nuevo en oposición a la visión de Goethe, como un cuerpo disponible e inerte y no como un ser viviente divino. La compulsión se ejerce también en la aplicación del conocimiento. No se utiliza el poder extraído para instaurar algo parecido a la Nueva Atlantis de Bacon, sino a un estado de manipulación de los deseos y las emociones para el beneficio de aquellos que controlan el binomio de poder-conocimiento. Sus frutos son gozados por los que detentan el poder y padecidos por aquellos más pobres que viven oprimidos como nunca antes en la historia ante la desigualdad mayúscula que la directriz de la expansión y crecimiento del conocimiento-poder instalan.

La concepción de la naturaleza como mero recurso para obtener poder o conocimiento que se transforma en poder y riqueza es una arma de doble filo y encarna una idea prometeica, un pacto mefistofélico. Esta concepción está predicada en la ilusión de que el ser humano tiene poder sobre la naturaleza, que es capaz de controlar el mundo, el cual en última instancia puede ser sometido a su empresa de dominio. En suma, es esta la ilusión de la autonomía y la independencia. Las revoluciones de la Ilustración abanderaron esta idea de autonomía con el hombre en el centro del universo, libre de la supersticiones de la magia y de la religión. El mundo esperando a ser conquistado. Hoy, sin embargo, vemos los problemas de este marco conceptual de desarrollo. Quizá la auténtica superstición, la más abyecta y crasa superstición, sea la ilusión de que el ser humano es independiente, de que no existe en una delicada matriz de interdependencia con la naturaleza, a la cual le debe reverencia, asombro y respeto. La visión de la naturaleza como una madre -o una hermana o hermano- o una deidad es en gran medida el garante de la sustentabilidad de la civilización. Es lo que podemos llamar, sin necesariamente apelar a la verdad, la visión correcta, la visión que nos permite florecer.

A fin de cuentas la visión mecanicista de la naturaleza que implica que ésta es solo materia muerta, sin agencia o espíritu, es una forma de nihilismo y el nihilismo, tarde o temprano –en la profecía autocumplida a la que tiende la mente– acaba aniquilándonos.

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