Entonces, ¿nos «quedábamos en casa»?
Tener un hogar, es una singularidad de algunos animales, y es el grado más alto de complejidad social. «Eusocialidad» lo llamaba Edwars O. Wilson.
Es la construcción de un hogar, en el que cuidar de las crías, en el que convivan dos o más generaciones y exista una distribución de tareas en las que algunas no tengan porqué contribuir de manera directa a la reproducción.
Las abejas, las hormigas, las termitas… son conocidos por sus amplias colmenas, hormigueros o termiteros que las albergan, y las diferentes castas en ellas (hormigas soldados, abejas reinas…). Pero también existen algunos crustáceos aislados que dispone de este tipo de hogares, y muy pocos mamíferos: la rata topolampiña y los humanos.
Ésto también significa que nuestra comunidad trasciende a los miembros biológicos. Por eso, disponemos de una hipermemoria afectiva: no tenemos la seguridad de que un chimpancé, si volviese a la comunidad, sería capaz de reconocer a su madre. Y por eso somos altruistas, y los grupos más altruistas somos más competitivos y más fuertes. «Contribuir y promover comportamientos generosos, colaborar… supone al final un beneficio para uno mismo, que puede compensar los sacrificios que supone ser altruista. Egoístamente, por tu propio interés, no te interesa ser egoísta», explica la médica y paleoantropóloga María Martiñon. «El hombre ha prestado siempre atención a los pasos de otros hombres; con toda seguridad estaba más pendiente de ellos que de los propios» «La escritura más temprana que aprendió a leer fue la de las huellas», escribió Elías Canetti (Masa y poder).
Pero los homínidos no vivían en estos hogares, que antaño eran las cuevas. Las rutinas de su vida (búsqueda de alimento, juegos, la socialización, la cocina…) no se producía en espacios cerrados dentro de una caverna, sino fuera, y siempre en movimiento. Unos 10.000 años antes, desde el neolítico, adoptamos un estilo de vida ya sedentario, cuando la agricultura y la ganadería se convirtieron en el corazón de nuestra subsistencia. Pero no han sido suficientes para borrar 200.000 años de evolución como especie habituada a vivir al aire libre, siempre caminando.
Son muchos los estudios científicos que avalan que el contacto con la naturaleza fortalece la resistencia ante el estrés y ayuda a curar enfermedades. En el pequeño hospital de Paoli, en Pensylvannia, EEUU, un grupo de investigadores reunieron información durante una década sobre cómo se habían recuperado los pacientes que habían sido sometidos a una cirugía de vesícula biliar. Algunos enfermos se recuperaron más rápido que otros, tenían menos dolor, consumían menos analgésicos, eran dados de alta antes… y el personal sanitario desconocía la causa. La clave era que la habitación en la que les ingresaban después de la operación tuviese o no una habitación con vistas al pequeño bosque que había en torno al hospital.
Somos naturalmente caminantes. El hecho de caminar erguido, el bipedalismo, fue posible gracias a nuestro arco en el pie, la hilera recta de sus dedos, y los gluteos hiperdesarrollados, un músculo menor en los monos, pero el mayor en todo el cuerpo humano. Pasando luego al estómago plano, la cintura flexible, la columna recta, los hombros bajos, la cabeza erecta sobre el largo cuello. Nuestra anatomía estaba y está optimizada para una vida en espacios abiertos y, no lo olvidemos, físicamente exigente. (Algunas palabras no lo olvidan. «Travel», viajar, se deriva de «travail», trabajo, y originalmente significaba «trabajo o trabajo físico o mental, especialmente de naturaleza dolorosa u opresiva; esfuerzo; problema; privación; sufrimiento.»).
Caminar es natural, pero elegir caminar como experiencia espiritual, política, contemplativa, estética… es producto de antecedentes culturales. Rebecca Solnitt asegura en su libro «Wanderlust» que el deseo de caminar por la naturaleza, al aire libre, es de tan solo tres siglos. Anteriormente, el deseo de caminar por placer estaba relacionado con la aristocracia (la única que se podía permitir la vida sedentaria) y la salud física, no como experiencia, y se daba especialmente por jardines y paseos privados. Hasta que el mundo ganó en seguridad, y las fortalezas aristocráticas expandieron aquellos jardines para caminar y darse a la contemplación y la conversación.
Y dejarse ver. «El hombre ha prestado siempre atención a los pasos de otros hombres». Todavía hoy, en algunas regiones latinoamerianas, italianas, españolas… el paseo, el «dar vueltas al parque», o la passeggiata (paseo antes de la cena) son un modo infalible de garantizar encuentros cara a cara, con viejos amigos o como flirteo, exhibiéndose en aceras y plazas mayores. Caminar por la ciudad es una forma de actividad cultural. En algunos pueblos italianos, cerraban las calles principales para la passeggiata. En algunas partes de México, la costumbre fue tan organizada que los hombres paseaban en una dirección y las mujeres en otra, como filas de una danza en gran salón del baile que es el mundo. (Ver: Mindfulness al natural: Friluftsliv, Shinrinyoku, Keyif y otros caminos de pensamiento.Hoy en día, el gusto por caminar como actividad cultural, como una manera de unir cuerpo, mundo e imaginación, está decayendo, como decae el tiempo libre, el espacio libre y los cuerpos sin trabas.
Tras la Revolución Industria, la cultura caminante era una reacción contra la velocidad y la alineación. La pirotecnia que ha impulsado al capitalismo reciente (¡compra!, ¡viaja!, ¡gasta!) y los fuegos artificiales de la economía de la experiencia u «homo agitatus» (hacer mucho, moverse mucho, probar mucho, cambiar mucho, de todo y a todas horas. ) y de la influencia (¡muestra!, ¡exhibe!, ¡alardea!) acalló muchas filosofías milenarias que aconsejaban lo contrario: déjate de artificios y disfruta de la esencia de vivir, como el caminar.
Aunque todavía quedan rescoldos de resistencia a la pérdida posindustrial, posmoderna, del espacio, tiempo y corporeidad, nunca se ha utilizado tan poco la resistencia física individual para la movilidad. Solnitt explica que «los automóviles han promovido la dispersión y la privatización del espacio: los centros comerciales reemplazan a las calles, los edificios públicos se vuelve islas en un océano de asfalto, la urbanización sensata se transforma en ingeniería del tráfico y la gente se mezcla cada vez con menos libertad y frecuencia.» Y también recuerda que la calle es el espacio público donde se ejercen los derechos a la libre expresión y a la reunión, «los centros comerciales, no», apostilla. «Las posibilidades democráticas y liberadoras no existen en lugares donde no tienen espacio para reunirse. Quizás se pretendiera precisamente eso.»
Volvemos a la época de murallas, guardias y sistemas de seguridad, para proteger a los ricos de las consecuencias de las injusticias económicas y el resentimiento más allá de las murallas. Kierkegaard exclamó hace mucho: «Es en extremo lamentable y desmoralizador que los ladrones y la élite estén de acuerdo en una sola cosa: vivir escondidos». La decadencia del caminar se debe a la falta de espacio, pero también de tiempo. Ese espacio de tiempo reflexivo, no planificado, de ensoñación. El mundo ya no está hecho a nuestra escala, sino a escala de las máquinas.
También a las del gimnasio. La cinta de andar original de 1820, era una gran rueda con dientes que servían como peldaños que los prisioneros debían pisar durante un tiempo para «racionalizar sus mentes». La labor o esfuerzo físico repetitivo sin resultados prácticos o productivos siempre ha sido un castigo en el mito griego (Sísifo, Ixión…). El alimento siempre ha sido escaso y el esfuerzo físico para conseguirlo, abundante. El castigo, lo frustrante, era quemar calorías y acabar con las manos vacías. Hoy, el alimento es abundante y las tareas físicas, las que antes eran labores productivas, se vuelven «ejercicio» y sirven para quemar calorías. Como decía Marx, la historia ocurre por primera vez como tragedia y la segunda como farsa.
«La cinta de andar parece ser uno de los muchos dispositivos que facilitan el retirarse del mundo, y yo temo que esta facilidad disuada a la gente de participar en nada» explica Solnitt.
Todavía quedan caminatas que son la empresa y la aventura de una jornada productiva. Lucy Lippard escribió en su libro «Overlay» algo que le contó otro artista, Lawrence Weiner, sobre una costumbre de los inuit caribu en los Barren Grounds, Canadá, (y que se viralizó):»aliviarse caminando en línea recta por el paisaje hasta sacar la emoción de su sistema; el punto en el cual la rabia es conquistada se marca con un palo, como señal de la fuerza o la longitud de la rabia.» El antropólogo especializado en cultura inuit, Francesc Bailón, duda sobre esta costumbre, y aclara que ante la rabia «lo más habitual y normal entre los inuit es precisamente sonreír para exteriorizar las tensiones y rabias acumuladas». De hecho, el caminar en linea recta para desahogarse le parece inverosimil, ya que «buena parte de su vida transcurre en el exterior, por lo tanto lo que hacemos nosotros de salir de casa para airearnos en los inuit no es aplicable».
El escritor Alastair Reid, escribió Eduardo Galeano, vivía en una perdida playa de la República Dominicana. Una vez, entre sus cartas publicitarias, llegó la propaganda de una máquina de remar, que mostró a sus vecinos, los pescadores.
«¿Bajo techo? ¿Se usa bajo techo? ¿Sin agua? ¿Se rema sin agua? ¿Y sin peces? ¿Y sin sol? ¿Y sin cielo?» le preguntaron incrédulos:
«Los pescadores dijeron a don Alastair que ellos se levantaban cada noche, mucho antes del alba, y se metían mar adentro y echaban sus redes mientras el sol se alzaba en el horizonte, y que ésa era su vida, y que esa vida les gustaba, pero que remar era la única parte jodida de todo el asunto:
-Remar es lo único que odiamos -dijeron los pescadores. Entonces don Alastair les explicó que la máquina de remar servía para hacer gimnasia.
-¿Para hacer qué?
-Gimnasia.
-¡Ah! Y gimnasia, ¿qué es?»
«Si de verdad queréis hacer ejercicio, id en busca de las fuentes de la vida.» sugiere Henry David Thoreau (Un paseo invernal) «Qué ridículo resulta ese hombre con sus pesas arriba y abajo para tratar de mantenerse sano, mientras en las altas praderas de la salud brota a borbotones allá donde a él no se le ocurre acercarse…»