El pensar hacia la muerte está al principio y al final de la filosofía occidental. Podríamos decir que la famosa frase de Sócrates de que una vida que no es examinada no merece vivirse tiene como objeto ese pensar hacia y con la muerte. De manera profunda, lo que le da sentido a la vida es la muerte. Es, entonces, a través de la muerte que podemos vivir una vida significativa –una vida filosófica– y no ser meramente autómatas o individuos enajenados, inmersos en falsos programas, avanzando hacia la muerte con completa inconsciencia y abandono. Pero lo que caracteriza a nuestra era es que la muerte no se piensa sino que se oculta, se reprime, se trata de negar, se sanitiza y se olvida. El mundo entero, con todo su aparato de producción, se convierte en una especie de parque de atracciones a través del cual se nos distrae de la inminente posibilidad de la muerte, el horizonte mismo de significado. En el Fedón se enuncia la frase crucial que llega a describir la vida filosófica entendida originariamente: la filosofía es un «entrenamiento para la muerte». La filosofía –como fue concebida en la antigua Grecia– es la actividad más alta de la existencia y provee el ethos de la vida humana, por lo cual podemos afirmar sin temor a caer en una hipérbole que la vida misma es un entrenamiento para la muerte. Pero actualmente la vida se ha convertido en un entretenimiento mientras llega la muerte.
Primero veamos qué es lo que quiere decir Platón con esta idea de entrenarse para la muerte. En el Fedón, la idea tiene una clara orientación soteriológica, la cual, sin embargo, no limita el significado de esta noción solamente a lo trascendente, sino que provee también una base ética para la existencia en el mundo. El fin que persigue el filósofo es una vida inmortal, un ascenso hacia un mundo más bello y verdadero, para lo cual debe librarse de obstáculos y distracciones, los cuales vienen del apego a los placeres, miedos y pasiones propios de los sentidos. Hacer de la vida un entrenamiento para la muerte significa trascender los polos del placer y el dolor y las cuitas mundanas, con la mirada puesta en una realidad ideal que podemos atisbar en este mismo mundo, una luz espiritual que se hace tangible en la medida en la que el alma se purifica y se separa de lo contingente. Se ha interpretado a Platón como un dualista, anteponiendo lo espiritual sobre lo material, y promoviendo una especie de huida acosmista. No obstante, su filosofía admite varias lecturas, y no podemos dejar de notar que Sócrates es ante todo un hombre involucrado en la vida de la polis, que ama la vida, el diálogo, la música, los cuerpos bellos, e incluso las manías (que vienen de los dioses). Sin embargo, es capaz de hacer esto bajo el esquema trino de las virtudes de la sabiduría, la valentía y la moderación. Se puede, por decirlo de manera cristiana, estar en el mundo pero no ser del mundo. El filósofo no deja de participar en la existencia, de estar abierto a ella en su totalidad, pero al mismo tiempo siempre está consciente de la muerte. Tener una orientación hacia la muerte transfigura la existencia, le da un panorama auténtico, la dimensiona en su realidad impermanente y en relación siempre a un misterio profundo. En el caso de la filosofía platónica, coteja la vida cambiante, y por ello en cierta forma ilusoria, con una vida más alta, una vida puramente contemplativa, en la cual el alma tiene la posibilidad de integrarse a una esfera divina. Esta posibilidad no debe dejarse de lado, pues es el auténtico sol que orienta la existencia, sin por ello negarla. ¿Qué es este breve parpadeo sobre la Tierra en comparación con la eternidad?
Ahora bien, el lector podrá objetar que la visión platónica de la filosofía para la muerte parte de una premisa que quizá no comparte: la inmortalidad del alma (misma que Platón intenta comprobar en dicho diálogo). Dejando a lado el argumento de la inmortalidad del alma, de cualquier manera podemos retomar esta misma máxima de entrenar para la muerte. Y tenemos en el mismo Sócrates un ejemplo edificante. Sócrates es condenado a morir y acepta esta sentencia con lo que llegará a ser el ideal mismo de la conciencia moral, de la congruencia y, más aún, con una serenidad admirable. Con esto prueba no la inmortalidad del alma, sino el hecho de que la vida filosófica (el entrenamiento para la muerte) es un sendero sumamente provechoso. Sócrates toma aquí el papel de la figura a la vez mítica e histórica que predica con su ejemplo y encarna el ethos fundacional de Occidente. No es el vehemente y escandaloso martirio: es el morir en paz, rodeado de amigos, en la madurez del pensamiento, en una fiesta de la sabiduría. La muerte se revela como el fruto de la sabiduría o el punto en el que la sabiduría se muestra como fruto de la vida. Morir como Sócrates: eso es a lo que deberíamos aspirar hoy en día. En medio de incontables distracciones y nimiedades, del completo relativismo, de la imposibilidad de decir qué es lo bueno y lo verdadero, al menos podemos establecer esta virtud: morir en paz, siendo responsables de nuestros actos pero sin apegos o resentimientos, de tal manera que estemos libres para encarar el misterio, con una mente atenta y clara. Llegar a este punto… no la fama y la gloria mundana; no la riqueza y el poder; ni siquiera los grandes raptos del corazón; es esto lo que constituye el sentido de la existencia y la auténtica salud. Pues hay que curarse en la muerte y para esto hay que morir antes de morir, hay que haber aprendido a caminar ligero por el mundo. La muerte se convierte entonces no en una tragedia o en una maldición que acecha a la especie, sino en la cura. Por ello Sócrates ‘dedica’ a Asclepio un gallo antes de morir, pues el dios le presentaba ya la cura final.
Un segundo entendimiento de la vida que encuentra su significado gracias a la muerte lo encontramos en Heidegger, particularmente en el Heidegger de Ser y tiempo, antes de su llamado «giro». Heidegger habla también de la vida auténtica del ser humano como un vivir de cara a la muerte, pues olvidar esta posibilidad (que es la posibilidad de la imposibilidad de la existencia) es lo que nos hace caer en el mundo del ellos, de la voz enajenante de la sociedad, de los medios masivos de comunicación, del qué dirán, del deseo de conformarnos a una forma de existencia que concibe el mundo de manera utilitaria como una serie de objetos presentes, más bien mecánicos, envueltos en el ruido innane de la modernidad. Sin embargo, Heidegger difiere claramente en tanto que la muerte, que es el llamado de la conciencia, no es entendida como un horizonte de trascendencia hacia una existencia superior. No por ello la muerte tiene un rol menos importante o «filosófico». En este caso, la muerte es lo que individualiza. Escuchar el llamado silencioso de la muerte es lo que nos hace separarnos del mundanal ruido y asumir una resolución existencial. La muerte es aquello único que no puedo transferir, que me llama en tanto lo más íntimo de mi ser y que me hace auténticamente un individuo.
La existencia de cara a la muerte se revela en el ser humano a través de la angustia existencial, que es una forma de presencia de la ausencia, es decir, de la posibilidad de dejar de existir que presenta la muerte. La angustia nos saca de la vida mecánica en el mundo de los objetos y del ellos y nos enfrenta con la posibilidad de libremente elegir el ser que somos y asumir un destino, literalmente, una fatalidad. Heidegger usa el término «stimmung» que significa literalmente «entonar», como por ejemplo un diapasón o un instrumento de afinación, con el cual se refiere a la angustia o a otros estados anímicos (o disposiciones afectivas). La angustia entra en un estado de resonancia con una forma menos óntica del ser, y esto hace que podamos existir de un modo más auténtico, como un sujeto irreductible que siente la necesidad de cuidar un mundo, y no como cosas. Es más fácil decir qué es lo inauténtico que lo auténtico, y la autenticidad se presenta como la eliminación del falso confort de la existencia que olvida el ser y su misterio –la pregunta misma de cuál es el significado del ser–; un separarse de la falsa integración en un cuerpo social cuya cotidianidad, por regresar al origen de este artículo, es un mero entretenimiento, un caer presa en lo nuevo y lo superficial, en las innumerables atracciones de la publicidad y de un modo de ser-con que nos impide proyectar posibilidades de ser más abiertas y más enraizadas en una tradición, como por ejemplo, la socrática o, mejor aún para Heidegger, la presocrática.
En última instancia, lo que resulta innegable es que la muerte es siempre lo auténtico y lo que nos hace, paradójicamente, a través de la nada posible, recordar la potencialidad del ser, un ser que carece de un límite esencial, y que puede acceder a un rico manantial ontológico para transformar su existencia. No inventar un mundo de la nada, sino recobrar la luminosidad de mundos más auténticos que han sido y reapropiársela, a través de una repetición creativa, para proyectar una existencia hacia el futuro con una base profunda –en la base sin base– en la cual el ser pueda revelarse, es decir, hacerse verdadero y descubrirse con mayor plenitud en el ser humano, quien es, a fin de cuentas, algo así como la conciencia del abismo. En la muerte está toda la fertilidad del pensamiento.
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