«Tengo que conseguirlo», «no hago suficiente», «otra vez he caído», «he vuelto a boicotearme», «mis circunstancias, estas personas, esta pareja… no me ayudan». ¿Te suenan estos argumentos? Descúbrelos en tu mente aplicados al ámbito que quieras. Descúbrelos activos también en eso que llamas tu camino espiritual, ese que parece indicarte que tú, como individuo, si te esfuerzas, conseguirás realizarte. Y que te exige seguir buscando un perfeccionamiento que te incumbe sólo a ti, mientras que los que te rodean no sólo son ajenos a tus esfuerzos, sino que incluso parecen impedirte que progreses.
Y surge la pregunta… Si, precisamente, deseamos experimentar la dicha de la no separación, que es nuestra realidad esencial, ¿cómo vamos a encontrarla pensando como un yo separado que tiene que conseguirla para sí mismo? Si soy todo, ¿cómo voy a realizarme por mi cuenta? Y… si no la encuentro aquí, ¿dónde podría hallarse?
La búsqueda de autorrealización, de la paz o de iluminación, aunque aparenta ser un objetivo muy espiritual, no deja de convertirse en un asunto personal desde el momento en que la emprendo como un ente aislado que trata de conseguir algo para sí mismo y por su cuenta. Desde esa concepción, toda posibilidad de realización es imposible, por mucho que me empeñe en encontrar la paz, la felicidad o la libertad. Es más, en el mismo empeño en conseguirla por mis propios medios y para mí, lo que hago es alejarme cada vez más de ella. ¿Cómo puede ser esto?
En realidad, estoy invirtiendo energías en algo que es ficticio, la persona, un constructo aislado de la vida que por su propia naturaleza inconsistente nunca puede sentirse completo. El ego, en sí, surge de la creencia en la separación y se ramifica en todo tipo de intentos forzados por superarla. Pero… ¡su base es falsa! Contradice la realidad, la unidad esencial de la existencia. No estamos separados ni somos, por tanto, incompletos. Somos pura vida abundante expresándose.
Desde esa base errónea, la separación, todo lo que intentemos será igualmente inconsistente y estará abocado al fracaso. La mente pequeña argumentará una y otra vez que no lo hemos intentado suficiente, que volvamos a la carga… instándonos a seguir invirtiendo en el asunto. Pero invertir en ese asunto y vivir para él es lo que nos ha agotado, llevándonos a la extenuación una y otra vez.
Las relaciones que establecemos, las posesiones que deseamos, las situaciones exitosas que anhelamos o las realizaciones espirituales que buscamos con tesón, al surgir de una conciencia de carencia, separada del todo, sólo pueden enfocarse en conseguir objetos, relaciones o estados que, por muy espirituales que parezcan, siguen siendo experiencias provisionales sin ninguna garantía de consistencia. Tome la forma que tome, la búsqueda individual de compleción será siempre frustrante pues en su base es fraudulenta.
Es perseguida por un yo personal que, en realidad, tiene miedo de ver la verdad y no la podrá aceptar nunca. La restricción no puede sostenerse ante la amplitud ilimitada de la realidad. La verdad es simple, está aquí. Nos inunda momento a momento, vivimos en ella, somos ella.
Pero ante el terror de acceder a algo tan simple y evidente, que echaría por tierra a esa entidad hacedora con la que nos hemos identificado, preferimos seguir buscando más allá. Nos empeñamos en cosas, en consecuciones, en realizaciones futuras que nos anestesien el impacto de reconocer la inocente evidencia: la unidad con el todo que somos ahora mismo.
El yo separado cree necesitar seguir buscando porque, si no lo hiciera, desaparecería de un plumazo. Necesita sentirse incompleto, carente de algo que no está aquí, aunque se cuente la historia de no querer sentirse así. Por eso sigue cabalgando hacia allá, generando todo tipo de artificios para fallarse a sí mismo, castigándose por no conseguirlo y retomando brío para correr hacia una nueva meta. Gracioso, ¿verdad? Y todo ello, evitando con ahínco las turbulencias del presente o peleándose a brazo partido con sus habitantes.
Si de verdad quisiera eso que dice querer, no obviaría las situaciones presentes ni se escaparía de ellas. Consideraría que, si eso que busca es real, tiene que estar aquí, pues de no estarlo, ¿qué garantía tendría de que permaneciera una vez encontrado? Sería evidente para él que, si eso que anhela es la totalidad, las personas que le acompañan ahora mismo, las emociones que se despiertan en su presencia, el sonido de la cisterna o del tráfico, el canto del mirlo, el llanto del niño o la contracción del pecho en este instante, forman parte de esa totalidad que busca tan lejos, por su cuenta y a su manera. Al comprender el mundo como una escenificación de su ambiente interior, permitiría que cada ser humano y cada situación, a través de todo lo que despiertan en él, le mostraran, como un espejo, los obstáculos que le velan el recuerdo de su ser. O aprovecharía la inspiración que le ofrecen como un reflejo de su naturaleza olvidada. Aceptaría que todas y cada una de sus experiencias son, justamente, el modo de reconocerse como presencia, como la luz que las ilumina, el amor que las abraza y la sustancia que las sostiene.
No somos entes separados, formamos parte de una gran vida que nos envuelve y nos constituye, invitándonos constantemente a recordar nuestra ineludible unidad con ella. Ahí radica el verdadero poder, la auténtica libertad y felicidad. Todos nuestros planes personales, enfocados en conseguir algo de modo separado, sólo pueden generar sufrimiento y cansancio. Es como nadar contra la corriente. Necesitamos juzgar el momento presente, juzgarnos a nosotros mismos y a los que nos rodean, separarnos así tanto de ellos como de nosotros, sentirnos mal y buscar el modo de salvarnos del malestar que nos hemos provocado buscando alivio donde no lo hay. Podemos hacerlo, claro que sí. Pero no podemos contar en esa aventura con la fortaleza que, de modo natural, alienta los movimientos espontáneos de la existencia como un todo unitario. Ella nos sigue sosteniendo ―¿cómo no iba a hacerlo?― pero en el empecinamiento por conseguir algo por nuestra cuenta, creyendo que no está aquí, no podremos sentir su amoroso apoyo, su comprensivo abrazo que, como una madre, acoge hasta nuestras más pavorosas pesadillas.
Es tan simple que asusta. Despertar del sueño es tan sencillo que preferimos seguir viviendo la agitación de las pesadillas, el morbo de los intentos frustrados, los tsunamis del conflicto, la feroz mordedura de una soledad autoimpuesta… Nos hemos acostumbrado tanto a las turbulencias que tememos el descanso en los brazos de la madre. Ella nunca dejó de sostenernos mientras, alocados, nos contábamos y creíamos las más viles historias de terror. Y, aun así, no pasa nada… Nunca nos movimos de su tierno regazo. Despertar es ineludible. Cualquier momento es oportuno.