Ni promesas ni garantías: el consejo de Séneca para aceptar la fugacidad de la vida

De todas las actitudes que el ser humano puede tener respecto a la existencia, pocas que causen tanto sufrimiento como esperar algún tipo de seguridad de la vida. Esta es también una de las contradicciones de nuestra condición, pues suponer al menos cierto grado de certeza en hechos propias de la vida es necesario para habitar este mundo. Creer, por ejemplo, en la seguridad del amor de nuestra familia o de nuestros amigos, en la seguridad de la continuidad de la existencia, en la seguridad de nuestro propio bienestar.

¿Sería posible vivir todos los días pensando que todo eso lo podemos perder de un momento a otro? Ciertas filosofías y doctrinas religiosas sostiene que sí y, de hecho, incluso lo aconsejan, pues, a fin de cuentas, considerar la vida de ese modo, desde la fugacidad y aun la fragilidad que le es inherente, otorga a mediano y largo plazo una mayor tranquilidad de espíritu, una cierta sabia resignación frente a los vaivenes propios de la existencia, una mayor facilidad para aceptar y navegar los cambios que son susceptibles de presentarse a cada momento y la mayoría de los cuales nos son inesperados y a veces también perturbadores.

En la práctica, sin embargo, no es sencillo tomar esta postura. Como decíamos, lo más común entre los seres humanos es, paradójicamente, aferrarse a algo que está en constante cambio o, para decirlo con palabras del autor que ahora nos ocupa, aferrarse a algo que está desapareciendo ya desde este momento.

Esa era la opinión de Séneca, sin duda el más sólido de los filósofos estoicos, también el más claro y uno que suele decirnos cosas que quizá hubiéramos deseado no escuchar –pero que, después de todo, son muy necesarias.

El fragmento que compartimos a continuación pertenece a una de las Consolaciones, textos que Séneca escribió siguiendo una tradición de la oratoria y la retórica romanas en la que, al morir una persona muy querida, durante el funeral se dirigía a los deudos un discurso que ayudara a reconfortarlos. De Séneca se conocen tres consolaciones: a su madre Helvia (escrita en ocasión del destierro al que fue condenado el filósofo), a Polibio (secretario del emperador Claudio, con motivo de la muerte de su hermano) y a Marcia, hija de un historiador muy reputado en su tiempo, Aulo Cremucio Cordo, perteneciente a una familia romana muy acaudala e influyente y quien perdió a su hijo. El siguiente párrafo pertenece a la Consolación a Marcia. Veamos.

Sea lo que sea, Marcia, lo que por casualidad brilla a nuestro alrededor, hijos, dignidades, riquezas, amplios atrios y vestíbulos rebosantes de la multitud de clientes que no hemos podido recibir, (un nombre) ilustre, una esposa noble o bella, y lo demás expuesto a una suerte incierta y variable, son pompas que otros nos han dejado: nada de esto se da de regalo. La escena se embellece con objetos prestados y retomables a sus dueños: unos se devolverán el primer día, otros el segundo, pocos permanecerán hasta el final. Así pues, no hay por qué envanecerse, como si estuviéramos situados entre posesiones nuestras: las hemos recibido en depósito. Nuestro es el usufructo, por un tiempo que regula el autor de la donación; nos conviene tener a punto lo que nos dieron hasta una fecha imprecisa y devolverlo sin quejas cuando nos citen: es de pésimo deudor organizar un escándalo a su acreedor. Luego a todos los nuestros, tanto los que por razón de su nacimiento deseamos que nos sobrevivan, como los que tienen el justísimo deseo de precedemos, debemos amarlos tal como si no se nos hubiera prometido nada sobre su perpetuidad, mejor dicho, nada sobre su longevidad. A menudo hay que recordar al espíritu que ame las cosas tal como si fueran a desaparecer, mejor dicho, como ya desapareciendo. Todo cuanto la suerte te ha dado poséelo como algo carente de garantía. Apoderaos al vuelo de las satisfacciones que os proporcionen los hijos, dejad que a su vez disfruten de vosotros y apurad sin tardanza todas las alegrías: nada hay prometido sobre la noche de hoy; aun he dado un plazo demasiado largo: nada sobre la hora presente. Hay que apresurarse, nos van pisando los talones: pronto se separará esta compañía, pronto estos vínculos se desharán levantando gran revuelo. Todo es pura rapiña: vosotros, desdichados, no sabéis vivir en plena fuga.

Consolación a Marcia, X (fragmento; traducción de Juan Mariné Isidro)

Como podemos notar, el fragmento elegido habla casi únicamente sobre un tema: la fugacidad de la vida. Y más concretamente podríamos decir que de la fugacidad de los bienes y placeres que podemos llegar a disfrutar en ésta.

En efecto, si ya antes señalábamos eso tan característico de la naturaleza humana que es pretender que, lo que sea que creemos tener en la vida, dure, Séneca, por el contrario, nos invita a considerar todas esas posibles “pertenencias” no sólo como algo que es susceptible de desaparecer sino, más aún, como algo que ya está desapareciendo. Por eso es tan difícil hablar en términos de posesión, pertenencia o tener (como también señaló en su momento Erich Fromm). Lo cierto es que en el fondo ni poseemos ni tenemos nada, porque todo es susceptible de desaparecer de un momento a otro y también porque, de alguna manera, cada cual es dueño de sí mismo. Entre la vida y sus propios vaivenes y los movimientos que cada entidad pueda tener por sí misma, la idea de pertenencia se revela insostenible y a veces francamente inviable.

De ahí también que el filósofo aconseje no esperar ni promesas ni garantías, dos palabras particularmente significativas para muchas personas y a las cuales podría añadirse una tercera, que desde cierta perspectiva las reúne a ambas: certeza. El mensaje de Séneca también se refiere a renunciar a la pretensión de tener certezas en la vida, de tener por cierta la continuidad de cualquier cosa.

¿Pero qué actitud tomar a cambio? Si hemos dicho que es propio del ser humano buscar la permanencia o la perpetuidad (como señala el filósofo), ¿qué podría ofrecerse como alternativa a ese hábito tan arraigado? Séneca da un consejo que se puede encontrar también en otras filosofías y aun religiones: disfrutar del presente. Disfrutar no sólo en el sentido del placer, sino quizá especialmente en el del provecho. Bajo la perspectiva del estoicismo, lo verdaderamente importante de cada experiencia que se vive, de cada relación que se sostiene, de cada bien del que gozamos, es aprovecharlo para la consolidación de nuestro espíritu, para volvernos más sabios, más fuertes, más humanos. En contraste con el “disfrute” que se preconiza en nuestra época (mucho más cercano al puro goce y la satisfacción estéril), Séneca nos llama a “usufructuar” los bienes que, aunque no son nuestros de propiedad, sí podemos aprovechar en nuestro beneficio.

Pero por encima de todo, en este fragmento en particular, la conclusión del filósofo es clara: tener siempre presente que nada nos pertenece, que todo está desapareciendo a cada instante y que, ante esta característica propia de la vida, lo mejor que podemos hacer es aprender a vivir en plena fuga. No fugándonos nosotros mismos, sino dándonos cuenta que todo a nuestro alrededor está llamado a desaparecer –y mejor dicho, está desapareciendo ya.

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