El ADN, ¿nos ayuda a descubrir el rastro de nuestro pasado?

Paseando por ciudades como Nueva York, en que vemos personas de distintas razas y tipologías, podríamos pensar que nuestra especie de Homo sapiens es, desde el punto de vista genético, de una gran variabilidad. ¡Craso error! En realidad en el genoma humano hay muchas menos diferencias que en la mayoría de otras especies de las que poseemos información genética. Se ha descubierto que solo uno de cada mil pares de bases humanas puede variar entre distintos individuos. En genética un par de bases es una unidad que consta de dos nucleobases unidas entre sí por enlaces de hidrógeno. Forman los bloques de construcción de la doble hélice de ADN, y contribuyen a la estructura plegada de ADN y ARN. Genéticamente, por lo tanto, nos parecemos en nada menos que un 99,9 por ciento, que representa una diferenciación entre los distintos seres humanos de un ridículo 0,1%, una diferencia casi despreciable si nos fijamos en los porcentajes de diferencias en otras especies. Por ejemplo, las moscas de la fruta, tan utilizadas en la investigación genética y que nos parecen todas iguales, tienen un grado de variación diez veces mayor que en los humanos. Realmente parece increíble y un golpe duro a nuestro ego. Otro ejemplo lo tenemos en los pingüinos, que nos parecen casi clones unos de otros, pero que tienen una variabilidad dos veces mayor que la humana. Pero aún más, nuestra poquísima variabilidad no la encontramos ni entre nuestros parientes animales más próximos, los chimpancés, que son tres veces más variables entre sí que nosotros, los humanos, mientras que los gorilas lo son dos veces y los orangutanes tres veces y media. Aunque esa cifra del 99,9 por ciento de similitud en la secuencia del ADN entre humanos sin relación de parentesco nos puede sorprender, hay que aclarar que el grado real de variación genética entre distintos individuos puede ser de, tal vez, hasta diez veces más. Esto es debido a que en los últimos años algunos investigadores han encontrado otra capa de variación genética llamada variación en el número de copias, que también se conoce como variación estructural. Se trata de segmentos del genoma humano cuya longitud puede ir desde una a cientos de miles de bases, y que pueden duplicarse o eliminarse. Y cada vez hay más evidencias de que esas variantes contribuyen en algunas patologías clínicas y de la conducta, como el autismo. Con los resultados del ADN mitocondrial, que solo se hereda de la madre, y del cromosoma Y, que está presente solo en los individuos masculinos, queda claro por qué nosotros los humanos somos tan parecidos genéticamente. La explicación es que nuestro ancestro común, una mujer africana, es muy reciente, de solo ciento cincuenta mil años de antigüedad, que es un número de años ridículo en relación a los tiempos evolutivos, ya que es un periodo que parece insuficiente para que surja una variación sustancial a través de las distintas mutaciones. Ello nos lleva a preguntarnos: ¿Solo hubo la rama originada en una única mujer que sobreviviese desde hace unos 150.000 años? o, tal como dicen algunos antiguos textos, ¿fueron los “dioses” quienes crearon al Homo sapiens, tal vez mediante manipulación genética aplicada a una mujer africana?.

Otro descubrimiento en relación a la variabilidad genética humana, por pequeña que sea, es que generalmente no está relacionada con la raza, en contra de lo que podría pensarse, lo que es un duro golpe para algunas teorías racistas. Antes de que se demostrase lo sorprendentemente reciente que ha sido la salida del Homo sapìens de África, se suponía que los distintos grupos habían estado aislados los unos de los otros en diferentes continentes desde hacía más de dos millones de años. Según el modelo de Pauling-Zuckerkandl del “reloj molecular“, que nos dice que el alcance de la divergencia genética entre poblaciones aisladas depende del tiempo de aislamiento, tenemos que deducir que una incomunicación tan duradera, de más de dos millones de años, habría permitido la acumulación de una diferencia genética más sustancial. En genética, el reloj molecular es una técnica para datar la divergencia entre dos especies distintas. Deduce el tiempo pasado a partir del número de diferencias entre dos secuencias de ADN. Es como un viaje en el tiempo, pero solo hacia el pasado. En efecto, en 1987, Rebecca Louise Cann, Mark Stoneking y Allan Charles Wilson publicaron ADN mitocondrial y evolución humana en la revista Nature. Los autores compararon el ADN mitocondrial de diferentes poblaciones humanas en todo el mundo y, a partir de esas comparaciones, argumentaron que tal vez todas las poblaciones humanas tenían un antepasado común en África entre hace unos 150.000 y 200.000 años, seguramente durante la glaciación de Riss. Es evidente que hasta hacer un análisis del ADN de toda la población del mundo no podrá asegurarse que no hayan algunos grupos humanos que pertenezcan a otra rama evolutiva. Teniendo en cuenta la conclusión de Allan Charles Wilson, Mark Stoneking y Rebecca L. Cann, de que compartimos un ancestro común mucho más reciente de lo supuesto, ello nos indica que no ha habido suficiente tiempo para que poblaciones separadas geográficamente se hayan alejado genéticamente de manera significativa. Por lo tanto, aunque haya diferencias genéticas manifiestas entre los distintos grupos, como puede ser el color de la piel, las diferencias genéticas específicas de cada raza tienden a ser muy limitadas. La mayoría de nuestras escasas diferencias están diseminadas de una manera bastante uniforme entre las distintas poblaciones. Por ello, encontrar una variante genética específica en una población africana tiene tantas probabilidades como lo es encontrarla en una población europea. Ello nos lleva a pensar que una buena parte de la variación genética de nuestra especie de Homo sapiens se produjo en África antes de que tuviese lugar su salida de ese continente y que, por lo tanto, ya estaría presente en los grupos que se fueron a colonizar el resto del mundo.

Ahora queremos hacer mención a una anécdota en que el ADN ha resuelto un misterio referente a la familia real rusa, los Romanov. En julio de 1991, un grupo de detectives y de expertos forenses se reunió en el bosque de Koptyaki, en Siberia. Once cadáveres habían sido enterrados allí apresuradamente en julio de 1918. Supuestamente se trataba de los restos mortales del zar Nicolás II y de la zarina Alejandra; de su hijo Alexis, heredero del trono; de sus cuatro hijas, Olga, Tatiana, Marie y Anastasia, y de cuatro personas del servicio, que encontraron la muerte en medio de una lluvia de balas. Los asesinos arrojaron inicialmente los cuerpos en una mina; pero, temiendo ser descubiertos, los enterraron finalmente en esa zona del bosque. La fosa había sido descubierta en 1979 por Alexander Avdonin, un geólogo que quería conocer el destino de la familia real rusa. En este hallazgo también intervino el director de cine Geli Ryabov, que estaba filmando un documental sobre la Revolución rusa, por lo que tenía acceso a los archivos con secretos oficiales. Con la caída de la Unión Soviética llegó la oportunidad que Avdonin y Ryabov habían estado esperando para seguir con su exploración. Los restos exhumados se trasladaron a una morgue de Moscú, donde comenzó el trabajo de identificación de los esqueletos. Se sabía que habían sido asesinadas once personas, seis mujeres y cinco hombres, pero la fosa contenía los huesos de solo nueve cuerpos, cinco mujeres y cuatro hombres. A partir de los restos de los esqueletos todo indicaba que los cuerpos desaparecidos eran los del príncipe heredero Alexis y de la gran duquesa Anastasia. En la identificación hubo desacuerdos entre los científicos rusos y un equipo de científicos estadounidenses que colaboraban. Por esta razón, en septiembre de 1992 el Dr. Pavel Ivanov llevó al laboratorio de Peter Gill, del British Forensic Science Service, nueve muestras de los huesos hallado. Gill había desarrollado un método de análisis de la huella genética utilizando ADN mitocondrial, que solo se hereda de la madre. y que reporta numerosas ventajas cuando se trata de estudiar ADN antiguo o difícil de obtener, pues es más abundante que el ADN cromosómico contenido en el núcleo. La primera tarea de Gill e Ivanov consistió en extraer ambos ADN, nuclear y mitocondrial, de las muestras de los huesos. Los análisis mostraron que cinco de los cuerpos eran parientes y que tres de ellos pertenecían a tres hermanas. Pero con ello no quedaba demostrado que fuesen los huesos de los Romanov. No obstante, en el caso de la emperatriz Alejandra se podía obtener una respuesta mediante la comparación de la huella del ADN mitocondrial de los huesos de la emperatriz con una huella del ADN mitocondrial de su sobrino nieto el príncipe Felipe, duque de Edimburgo. Pudo comprobarse que las huellas de ADN mitocondrial de ambos coincidían.

Pero encontrar un pariente con que comparar el ADN para el zar Nicolás II fue bastante más complicado. El cuerpo del gran duque Georgij Romanov, hermano pequeño de Nicolás II, estaba enterrado en un sarcófago de mármol que no se autorizó abrir. Por su parte, un sobrino del zar se negó a colaborar, debido a que el gobierno británico no había concedido asilo a su familia al comienzo de la Revolución. Sin embargo, se sabía que en Japón se conservaba un pañuelo manchado de sangre que el zar utilizó cuando en 1892 sufrió un atentado. Gill e Ivanov consiguieron un borde del pañuelo, pero estaba tan contaminada con otros ADN que no podía utilizarse. Hasta que no localizaron a dos parientes lejanos no se pudo confirmar que la huella del ADN mitocondrial era la del zar. Pero el análisis indicaba que las secuencias del ADN mitocondrial del supuesto zar y de sus parientes actuales eran similares, pero no idénticas. Concretamente, según los investigadores, en la posición 16.169, donde el ADN mitocondrial del zar tenía una C (citosina), mientras que en el de sus dos parientes se encontró una T (timina). Un análisis posterior reveló que el ADN mitocondrial del zar era en realidad la mezcla de dos tipos, C y T, que es poco común y que se denomina heteroplasmia, que indica la coexistencia de uno o más tipos de ADN mitocondrial en un mismo individuo. Pocos años después la investigación se vio recompensada, ya que el gobierno ruso aceptó finalmente abrir el sarcófago para obtener una muestra de tejido de Georgij Romanov, el hermano del zar. La mitocondria del gran duque mostró la misma heteroplasmia hallada en los huesos procedentes del bosque. Aquello confirmaba que eran los huesos del zar. En 1998, ochenta años después de que los Romanov fueran ejecutados, finalmente los restos del zar Nicolas II y de sus ocho familiares y sirvientes fueron enterrados en la catedral de San Petersburgo. Quedaba por ver que había ocurrido con la princesa Anastasia, cuyo esqueleto nunca se encontró en aquella fosa del bosque. Surgieron diversos pretendientes al linaje de los Romanov, pero entre todos ellos destacó una tal Anna Anderson, que durante toda su vida proclamó que ella era la gran duquesa Anastasia desaparecida. En 1920 había iniciado su reivindicación y continuó haciéndolo, convirtiéndose en la protagonista de muchos libros e incluso de la película Anastasia, interpretada por Ingrid Bergman, en la que se daba por hecho que era sin duda la gran duquesa Anastasia. Cuando Anna Anderson murió en 1984, su identidad seguía siendo objeto de discusión. Pero para entonces ya había medios, mediante el ADN, que permitirían resolver este tipo de reclamaciones. Pero Anna Manahan, el nombre de casada de Anna Anderson, había sido incinerada, lo que hacía inviable extraer tejido alguno de sus restos para obtener ADN. Pero se descubrió una posibilidad de conseguir su ADN. En efecto, en agosto de 1970 Anna Anderson se había sometido a una operación de cirugía abdominal en el Hospital Martha Jefferson de Charlottesville, en Virginia. El tejido extraído en la operación se había enviado a un laboratorio de anatomía patológica para su análisis microscópico, donde seguía archivado veinticuatro años después. Después de una serie de juicios para conseguir acceso a la muestra, al final Peter Gill viajó a Charlottesville en junio de 1994 y volvió con un pequeño fragmento, bien conservado, de Anna Manahan. Los resultados fueron demoledores. Anna Anderson no tenía ningún parentesco ni con el zar Nicolás II ni con la emperatriz Alejandra. Las discusiones al respecto quedaron zanjadas definitivamente en 2007, cuando unos arqueólogos aficionados descubrieron fragmentos de huesos y dientes a poca distancia de la fosa del bosque. El análisis de ADN de los restos demostró irrefutablemente que se trataba de los dos niños Romanov desaparecidos, Alexis y su hermana Anastasia.

En el primer párrafo de este artículo nos preguntábamos:”¿Solo hubo la rama originada en una única mujer que sobreviviese desde hace unos 150.000 años? o, tal como dicen algunos antiguos textos, ¿fueron los ‘dioses’ quienes crearon al Homo sapiens, tal vez mediante manipulación genética aplicada a una mujer africana?“. Tal vez la respuesta la encontremos en algunos textos antiguos, como las tablillas sumerias, en que nos detendremos un momento antes de continuar. En 1976 Zecharia Sitchin, 11 años antes que Rebecca Louise Cann, Mark Stoneking y Allan Charles Wilson publicaran ADN mitocondrial y evolución humana, escribió su libro El 12º Planeta, en que podemos leer: “…otros relatos de Enki y Ninhursag tienen que ver en gran medida con asuntos humanos; pues, según los textos sumerios, el Hombre fue creado por Ninhursag, siguiendo los procesos y las fórmulas que diseñó Enki. Ella fue la enfermera jefe, la encargada de los servicios médicos; fue por ese papel que la diosa recibió el nombre de NIN.TI (<<dama de la vida>>)”    Según Zecharia Sitchin, que es autor de una serie de libros que promueven la teoría de los antiguos astronautas y el supuesto origen extraterrestre de la humanidad, se atribuye la creación del Homo sapiens a los Anunnaki, también llamados Nefilim o gigantes, que procederían de un planeta llamado Nibiru, que supuestamente existiría en el sistema solar, aunque con un período de 3600 años de traslación alrededor del Sol. Lo más impresionante de las tablillas sumerias es la manera en que describen la creación del Homo sapiens. Sitchin dice que los Anunnaki vinieron a la Tierra hace aproximadamente unos 450.000 años para extraer oro en lo que es ahora África. El centro minero principal estaba en el actual Zimbabwe, un área que los sumerios llamaron AB.ZU (depósito profundo), afirma Sitchin. Los estudios de la Corporación Angloamericana han encontrado pruebas extensas de minería de oro en África hace al menos 60.000 años, probablemente 100.000. El oro extraído por los Anunnaki fue enviado de regreso a su planeta de origen desde bases en Medio Oriente, afirma Sitchin que dicen las tablillas. Al principio la minería de oro fue hecha por los propios Anunnaki, dice Sitchin, pero eventualmente hubo una rebelión de los mineros y la élite real Anunnaki decidió crear una nueva raza esclava para hacer el trabajo. Las tablillas describen cómo se combinaron en una probeta los genes de los Anunnaki y los de homínidos nativos para crear un ser humano “actualizado“, el Homo sapiens, capaz de hacer las tareas que los Anunnaki requerían. La idea de niños probeta habría parecido ridícula cuando las tablillas fueron encontradas en 1850. Pero eso es precisamente lo que los científicos son ahora capaces de hacer. Una y otra vez la investigación moderna respalda lo que se dice en las tablillas sumerias. Por ejemplo, hubo una repentina y hasta ahora misteriosa mejora de la forma física humana hace alrededor de 150.000 a 200.000 años, lo que cuadraría con lo antes indicado. La ciencia oficial calla sobre la causa de ello y se refiere a términos como “el eslabón perdido“. Pero algunos hechos relevantes tienen que ser abordados. Repentinamente un ejemplar de un homínido, conocido como el Homo Erectus, se convirtió en lo que ahora llamamos Homo Sapiens.

Desde su comienzo el nuevo Homo Sapiens tuvo la habilidad de hablar y el tamaño de su cerebro aumentó significativamente. Todavía el biólogo Thomas Huxley dijo que grandes cambios como este podían necesitar decenas de millones de años. Esta visión es apoyada por la evidencia de que el Homo Erectus parece haber aparecido en África hace aproximadamente 1,5 millones de años. Por bastante más de un millón de años su aspecto parece haber permanecido igual, pero entonces, de repente, vino el cambio drástico al Homo Sapiens. Hace aproximadamente 35.000 años vino otra mejora repentina y el surgimiento del Homo Sapiens Sapiens, los humanos actuales. Las tablillas sumerias nombran a las dos personas involucradas en la creación de esta raza esclava. Eran el científico principal, llamado Enki, el Señor de la Tierra, y Ninkharsag, también conocida como Ninti (la Dama de la Vida) debido a su pericia en medicina. Posteriormente fue llamada Mammi, del que viene mami y madre. Ninkharsag es simbolizada en representaciones mesopotámicas por una herramienta usada para cortar el cordón umbilical. Tiene forma de una herradura y fue usada en tiempos antiguos. También se volvió la Diosa Madre de diversas religiones bajo nombres como el de Reina Semíramis, Isis, Barati, Diana, María y muchos otros. Es a menudo retratada como una mujer embarazada. Los textos dicen del liderazgo Anunnaki que “convocaron y pidieron a la diosa, la partera de los dioses, la sabia dadora de nacimiento, diciendo, ‘a una criatura da la vida, ¡crea trabajadores!. ¡Crea a un trabajador primitivo, que pueda llevar el yugo!. ¡Que use el yugo asignado por Enlil. Que el trabajador cargue con el trabajo de los dioses!’“. Enlil era el jefe o dios principal de los Anunnaki y Enki era su medio hermano. Enki y Ninkharsag tuvieron muchos fracasos cuando buscaban las mezclas genéticas correctas, nos dicen las tablillas. Hay relatos de cómo crearon seres con defectos muy importantes y también híbridos de animal – humano. La historia de Frankenstein, el hombre creado en un laboratorio, podía ser simbólica de estos eventos. Fue escrita por Mary Shelley, la esposa del famoso poeta Percy Bysshe Shelley. Él y ella eran altos iniciados de la red de sociedades secretas que ha acumulado y ocultado estos conocimientos desde tiempos antiguos. Las tablillas dicen que Enki y Ninkharsag eventualmente encontraron la mezcla correcta que se convirtió en el primer Homo Sapiens, un ser al que los sumerios llamaron un LU.LU (el que ha sido mezclado). Éste sería el Adán bíblico. LU.LU era un híbrido genético, la mezcla de los genes del Homo Erectus, supuestamente de una hembra, con los genes de los “dioses” para crear un ser esclavo. También fue creada una versión femenina. El nombre sumerio para el ser humano era LU, raíz que significa que es obrero o sirviente, y también se usó para implicar animales domesticados. Esto es lo que la raza humana se supone ha sido desde entonces.

Los Anunnaki habrían estado abiertamente y ahora encubiertamente gobernando el planeta durante miles de años. La mala traducción de la Biblia y el idioma simbólico tomado literalmente ha desvirtuado el significado original y nos presenta una historia de fantasía. El Génesis y el Éxodo fueron escritos por la clase sacerdotal hebrea, los Levitas, después de que fueron llevados a Babilonia alrededor de 586 a.C. Babilonia estaba en las antiguas tierras de Sumeria y por tanto los babilonios y los Levitas conocían las historias y relatos sumerios. Fue a partir de estos registros, que los Levitas compilaron el Génesis y el Éxodo. Su origen es obvio. Las tablillas sumerias hablan de E.DIN (la Morada de los Rectos). Esto se conecta con el nombre sumerio para sus dioses, DIN.GIR. Así que los sumerios hablaron del Edén y el Génesis habla del Jardín del Edén. Este lugar era un centro para los dioses, los Anunnaki. Las tablillas sumerias hablan del Rey Sargon el Sabio siendo encontrado como un bebé flotando en una canasta sobre el río y criado por una familia real. El Éxodo habla de Moisés siendo encontrado como un bebé que flotaba en una canasta sobre el río por una princesa real y cómo fue criado por la familia real egipcia. La lista de tales “coincidencias” sigue sin parar. El Antiguo Testamento es un ejemplo clásico del reciclaje que ha creado todas las religiones. Así que cuando estamos buscando el significado original del Génesis y la historia de Adán, tenemos que buscar en los relatos sumerios para ver cómo ha sido falsificada la Historia. El Génesis dice que “Dios” (los dioses) creó al primer hombre, Adán, a partir de “polvo del suelo” y luego usó una costilla de Adán para crear a Eva, la primera mujer. Zecharia Sitchin señala que la traducción de “polvo del suelo” viene de la palabra hebrea tit, y esta misma se deriva del término sumerio, TI.IT, que significa “lo que es con vida“. Adán no fue creado de polvo del suelo, sino de lo que es con vida, o sea, células vivientes. El término sumerio TI representa tanto costilla como vida y otra vez los traductores hicieron la elección equivocada. Eva (la que tiene vida) no fue creada de una costilla, sino de lo que tiene vida, lo que quiere decir células vivientes. El óvulo humano para la creación del Lulu / Adán vino de una mujer en Abzu, África, de acuerdo con los sumerios. Los hallazgos de fósiles y la investigación antropológica y genética modernas indican que el Homo sapiens efectivamente salió de África. En la década de 1980, Douglas Wallace, de la Universidad Emory, en Georgia, comparó el ADN de 800 mujeres y llegó a la conclusión de que vino de un solo antepasado femenino. Wesley Brown, de la Universidad de Michigan, dijo, después de revisar el ADN de 21 mujeres de diferentes trasfondos genéticos de todas partes del mundo, que todas se originaron de una única fuente que había vivido en África hace entre 150.000 y 300.000 años.

Rebecca L. Cann, de la Universidad de California en Berkeley, hizo lo mismo con 147 mujeres con orígenes raciales y geográficos diversos, y dedujo que su herencia genética común vino de un solo antepasado mujer hace entre 150.000 y 300.000 años. Otro estudio de 150 mujeres estadounidenses de líneas genéticas que se remontan a Europa, África y el Medio Oriente, así como con aborígenes de Australia y Nueva Guinea, llegó a la conclusión de que tenían el mismo antepasado femenino que vivió en África hace entre 140.000 y 290.000 años. Tal vez la raza humana fue inseminada por muchas fuentes; no sólo los Anunnaki. Las tablillas sumerias y las historias acadias posteriores dan nombres y la jerarquía de los Anunnaki. Llaman al “Padre” de los dioses, AN, una palabra que significa Cielo. ¿Padre Nuestro que estás en el cielo?. AN, o Anu para los Acadios, se quedó principalmente en el Cielo con su esposa Antu, y sólo hizo infrecuentes visitas al planeta que llamaron E.RI.DU (Casa en lo distante construida), una palabra que evolucionó en Earth, Tierra. O, por lo menos, ésa es la traducción de Zecharia Sitchin. Las descripciones también podrían insinuar que Anu se quedó principalmente en las montañas altas del Próximo Oriente donde se cree que estuvo el “Jardín del Edén“, el lugar de los dioses, y sólo hizo infrecuentes visitas a las llanuras de Sumeria. Por ello, una ciudad sumeria fue llamada Eridu. Anu envió a dos hijos para desarrollar y gobernar la tierra, dicen las tablillas. Eran Enki, el que ellos dicen que creó al Homo sapiens, y su medio hermano Enlil. Estos dos se convertirían posteriormente en grandes rivales por el control final del planeta Tierra. Enki, el primogénito de Anu, estaba subordinado a Enlil debido a la obsesión de los Anunnaki con la pureza genética. La madre de Enlil era la media hermana de Anu y esta unión trasmitió los genes masculinos más eficientemente que el parto vía la madre de Enki. Después las tablillas describen cómo los Anunnaki crearon linajes para gobernar la humanidad en su beneficio y éstas probablemente son las familias aún al mando del mundo. Las tablillas sumerias describen cómo la monarquía fue concedida a la humanidad por los Anunnaki y fue originalmente conocida como Anuship por Anu, el gobernante de los “dioses“. Las tablillas describen cómo Enki dio a los humanos la habilidad de procrear y esto resultó en una explosión en la población humana que amenazó con abrumar a los Anunnaki, que nunca fueron numerosos. Los Anunnaki tenían muchos conflictos internos y guerras entre sí, cuando las facciones de Enlil y Enki lucharon por el control. Es aceptado en general por distintos investigadores de los Anunnaki que Enki estaba del lado de la humanidad, pero posiblemente ambos grupos deseaban el dominio sobre este planeta, y esta sería su motivación real. Como Zecharia Sitchin documenta en sus traducciones, y los libros sagrados indios, los Vedas, confirman, había muchos relatos de los “dioses” que iban a la guerra entre sí cuando lucharon por la supremacía. Los relatos sumerios describen cómo los hijos de los “dioses” Anunnaki estaban involucrados en estas guerras. Éstos eran los descendientes de Enki y Enlil, los medio hermanos que se volvieron rivales, y sus hijos terminaron esa lucha en un terrible conflicto, dicen las tablillas.

La conclusión que se extrae del Proyecto Genoma Humano es que solo alrededor de un 2% de nuestro ADN codifica genes, lo que daría a entender que aproximadamente un 98% de nuestra variación genética se sitúa en regiones del genoma en las que prácticamente se cree no tiene ningún efecto. Pero probablemente en el futuro nos llevaremos muchas sorpresas al respecto. Se sabe que la selección natural elimina de manera eficiente las mutaciones que afectan a las partes funcionalmente importantes del genoma, como son los genes, por lo que las variaciones se acumulan preferentemente en regiones no codificadoras, consideradas ADN basura. Según la agencia SINC (Servicio de Información y Noticias Científicas), agencia de noticias científicas de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, hace ya casi 20 años del Proyecto Genoma Humano, pero aún no sabemos cuántos genes tenemos. Recientemente, en porciones de ADN de ratón que se consideraban ‘basura’ se ha encontrado un gen esencial en procesos autoinmunes. Los investigadores creen que el hallazgo es extensible a los humanos, por lo que se abre toda una vía de estudios y repercusiones. Aunque hace ya casi dos décadas que se publicó la primera secuencia prácticamente completa de nuestro ADN, los expertos no se ponen de acuerdo aún sobre cuántos genes tenemos con exactitud. Y la cosa acaba de complicarse un poco más, ya que científicos de la universidad de Yale han confirmado en ratones la existencia de al menos un gen, con su proteína asociada, en lo que tiempo atrás se consideraba como ADN basura, un lugar fuera del mapa genético que se estaba teniendo en cuenta. Proponen, además, múltiples candidatos adicionales y una nueva forma de rastrear. Lo publicaron a finales del año 2018 en la revista Nature, aunque ha pasado bastante desapercibido. En la propuesta del concurso GeneSweep, por el director del Instituto Europeo de Bioinformática, el británico Ewan Birney, se decía: “3.000 dólares para quien acierte cuántos genes tenemos”. Todavía no se había publicado el primer borrador del Proyecto Genoma Humano y participaron más de mil investigadores de todo el mundo. El promedio de las respuestas apuntaban a 40.000 genes, con un abanico que iba desde 26.000 genes hasta más allá de los 312.000 genes.

La diferencia genética entre los seres humanos es realmente pequeña; y lo que esa diferencia significa es aún menor. Dado el poco tiempo transcurrido desde el punto de vista evolutivo a partir del nacimiento del Homo sapiens, unos 150.000 años, muchas de las diferencias observadas entre los distintos grupos son seguramente debidas a la selección natural. Tomemos, por ejemplo, el tema del color de la piel. Bajo su espesa mata de pelo, la piel del chimpancé, nuestro pariente más cercano, casi no tiene pigmentos, por lo que se podría decir que, sin pelo, los chimpancés son blancos. Y es probable que el ancestro común de los chimpancés y de los humanos, que se cree existió hace unos cinco o siete millones de años, también tuviese esta característica. Por eso se cree que la fuerte pigmentación de la piel de los africanos o de descendientes de africanos, se produjo a lo largo de la evolución humana posterior. Al ir perdiendo el vello corporal, probablemente el pigmento se hizo necesario para proteger las células de la piel de las perjudiciales radiaciones ultravioletas del Sol. Actualmente sabemos que, a nivel molecular, los rayos ultravioleta pueden causar el cáncer de piel. Ello sucede porque los rayos ultravioleta consiguen que las bases de timina de la doble hélice del ADN se peguen unas a las otras, causando defectos en la molécula de ADN. Cuando el ADN se copia, ese defecto provoca a veces la inserción de una base errónea, produciendo una mutación. Si, por desgracia, dicha mutación está en un gen que regula patrones de crecimiento celular, puede aparecer el cáncer. La melanina, el pigmento que producen las células de la piel, ayuda a reducir el daño de los rayos ultravioleta. La gente con piel muy clara, como los nórdicos, sabe que las quemaduras solares, aunque no sean letales, pueden suponer una amenaza en forma de cáncer. Es fácilmente imaginable que la selección natural haya favorecido la adquisición de una piel oscura para prevenir no solo el cáncer sino también las infecciones causadas por las quemaduras solares. Pero, ¿hay alguna razón por la que la gente que vive en latitudes más altas y más frías pierda la melanina? La explicación más probable tiene que ver con la síntesis de vitamina D3, un proceso que se lleva a cabo en la piel y que requiere de los rayos ultravioleta. La vitamina D3 es esencial para la absorción del calcio, que es a su vez un ingrediente indispensable para tener huesos fuertes, ya que una deficiencia de vitamina D3 puede provocar raquitismo y osteoporosis.

Es posible que cuando nuestros antiguos antepasados se trasladaron desde África hacia entornos con cambios estacionales significativos y con menos radiación ultravioleta a lo largo del año, como Europa, la selección natural favoreciese variaciones hacia la piel clara, ya que, de esta manera, al haber en la piel menos pigmento para bloquear el Sol, la vitamina D3 se pudiese sintetizar de una manera más eficaz dadas las cantidades limitadas de rayos ultravioleta en aquellos nuevos entornos. Esto mismo es válido para los movimientos de nuestros antepasados en África, con algunas excepciones. Por ejemplo, la tribu de los san de Sudáfrica, donde la incidencia de los rayos ultravioleta es similar a la que se tiene en los países mediterráneos, tienen una piel clara. Por contra, tenemos el caso sorprendente del pueblo inuit, que vive en el Ártico, o cerca de él, con muy poca radiación ultravioleta, pero en cambio tienen la piel muy oscura. Podría pensarse que sus posibilidades de producir vitamina D3 estarían muy limitadas dadas estas circunstancias. Pero han resuelto el problema de la vitamina D3 mediante una dieta con mucho pescado, una fuente abundante de esa vitamina esencial. Teniendo en cuenta lo que ha supuesto a lo largo de la historia humana el color de la piel, sobre todo en casos como el esclavismo y el racismo, es sorprendente lo poco que la gente sabe sobre su base genética. Hoy sabemos que son varios los genes que afectan al color del pelaje de los ratones, y que estos genes tienen sus equivalentes directos en los seres humanos. De los genes que están involucrados en la pigmentación humana, uno, cuando muta, produce albinismo y otro, el receptor de la melanocortina, está asociado a una tez pálida, a menudo con pecas, y a ser pelirrojo, como sucede con muchos escoceses. El gen del receptor de la melanocortina varía entre los europeos y los asiáticos, pero es invariable en los africanos, lo que parece indicar que en África ha habido una fuerte selección natural para evitar las mutaciones de ese gen y, de esta manera, evitar que nazcan individuos de piel clara, lo que los habría expuesto demasiado a los rayos ultravioleta. De vez en cuando aparecen entre la población africana los albinos, que carecen de pigmentación, pero su aguda sensibilidad a la luz del Sol les sitúa en una clara situación de desventaja. Otro rasgo morfológico probablemente determinado por la selección natural es la figura corporal. En los climas cálidos, donde eliminar el calor corporal es prioritario, han evolucionado dos tipos básicos. El «tipo nilótico», representado por los masai, africanos del este, que son altos y delgados, con lo que consiguen maximizar la relación entre área y volumen y, consecuentemente, facilitar la pérdida de calor. En oposición encontramos el tipo pigmeo, que tiene una constitución ligera pero es de talla corta. En este caso, un estilo de vida como cazadores-recolectores, que requiere un gran esfuerzo, ha provocado una selección que favorece la talla pequeña para economizar así la energía que se gasta en cada movimiento. En latitudes más altas, por el contrario, la selección ha favorecido formas corporales que favorecen la retención del calor, por lo que son formas que reducen la relación entre área y volumen. Esta era la razón por la que los neandertales de Europa tenían una complexión fuerte, y así sucede actualmente en los climas con menos rayos ultravioletas.

En agosto de 1856, tres años antes de que Charles Darwin publicara El origen de las especies, se descubrió parte de un esqueleto que posteriormente sería conocido como Neandertal. El lugar fue la cueva Feldhofer, en una zona del valle del río Düssel, cerca de Düsseldorf, en la Renania del Norte-Westfalia, Alemania, que se llama valle de Neander (Neandertal en alemán), nombrado así en honor del compositor y teólogo Joachim Neander. Se dijeron muchas tonterías al respecto, como la del coleccionista de antigüedades Franz Mayer, que afirmaba que el esqueleto pertenecía a un cosaco ruso que perseguía a Napoleón a través de Europa. Explicaba que el cosaco sufría raquitismo, lo que explicaría la forma arqueada de sus piernas, y que el dolor del raquitismo le hacía arquear tanto las cejas que le produjeron unos fuertes arcos supraciliares. En 1864, William King agrupó todos estos hallazgos, a partir de los restos del denominado Neandertal 1, en una nueva especie humana, el Homo neanderthalensis. Pero conocer la identidad del dueño de aquel esqueleto incompleto resultó ser más complejo de lo previsto. Lo que se percibió es que aquel cráneo tenía una frente muy ancha. Los huesos aparentemente pertenecían a una especie distinta, aunque similar al Homo sapiens. Más de un siglo después se han desenterrado muchos especímenes de Homo neandertalensis y actualmente se cree que los neandertales estuvieron asentados en toda Europa, Oriente Próximo y algunas zonas del norte de África hasta hace aproximadamente unos treinta mil años. De hecho, el cerebro neandertal era ligeramente más grande que el nuestro, pero además tenía una forma distinta porque su cráneo era más plano, y las evidencias procedentes de los enterramientos sugieren que los neandertales tenían una cultura suficientemente compleja para realizar rituales funerarios. Pero el debate más importante desencadenado por el descubrimiento de los neandertales no se centró en su grado de inteligencia, sino en cuál pudiera ser su relación con nosotros, el Homo sapiens. ¿Éramos descendientes de los neandertales? La paleontología nos dice que los humanos modernos o los Homo sapiens llegaron a Europa aproximadamente en la misma época en que desaparecieron los neandertales. ¿Simple casualidad?, ¿se mezclaron los dos grupos?, ¿o bien los neandertales fueron eliminados por el Homo sapiens? Finalmente parte de estas preguntas se han resuelto gracias al ADN de los neandertales.

Esto sucedió en un pasado lejano, del que no tenemos referencias, excepto las evidencias fragmentarias que han sobrevivido, como algún que otro hueso. Ello ha provocado grandes debates entre los paleontólogos y los antropólogos. Una pregunta que se podría hacer es si habría algún intermedio entre los anchos huesos típicos de los neandertales y los más ligeros de los humanos actuales. Porque el esqueleto hallado pudo haber pertenecido a un individuo híbrido resultante del cruce entre ambos grupos, el neandertal y el moderno. ¿Sería tal vez un eslabón perdido entre ambas especies homínidas? Pero asimismo podía pertenecer a un neandertal con huesos ligeros atípicos o a un hombre moderno con huesos anchos también atípicos. Finalmente el debate se ha podido resolver gracias al ADN del neandertal. En efecto, se trata de una muestra de ADN de unos treinta mil años de antigüedad, extraída de algunos de aquellos huesos descubiertos en el año 1856. Se ha podido verificar que el ADN del neandertal evolucionó para guardar de forma segura la información a fin de transmitirla de una generación a otra, por lo que es normal que esta muestra de ADN presente una gran estabilidad química. Pero aunque no se degrada espontáneamente ni reacciona rápidamente con otras moléculas, no es insensible al daño químico. En el momento de la muerte, tanto el material genético como el resto de los constituyentes del cuerpo se vuelven susceptibles a una serie de posibles degradantes, tales como los reactivos químicos y las enzimas que descomponen el entramado molecular. No obstante, esas reacciones químicas requieren la presencia de agua, por lo que el ADN puede conservarse bien si la deshidratación de un cadáver se produce con la suficiente rapidez. Pero los expertos dicen que incluso en condiciones ideales de conservación, la molécula se cree que podría conservarse hasta un máximo de unos cincuenta mil años. Por ello, obtener una secuencia de ADN legible procedente de los restos de un neandertal de treinta mil años conservados de forma imperfecta, era difícil pero factible. Fue Svante Pääbo, de la Universidad de Munich, quien se puso a trabajar para resolver el problema. El interés de Svante Pääbo por el ADN de los antepasados viene de su adolescencia, en la que viajó a Egipto varias veces con su madre. Svante Pääbo extrajo algunas secuencias de ADN de momias egipcias. Luego Pääbo se puso a estudiar mamuts congelados, así como a Ötzi u «Hombre de hielo», de cinco mil años de antigüedad, que se descongeló en un glaciar alpino en 1991. Ötzi es el nombre dado a la momia de un hombre que falleció hacia el 3255 a.C. aproximadamente a los 46 años de edad. La secuenciación del genoma (ADN) ha revelado que tenía ojos marrones, grupo sanguíneo O+, intolerancia a la lactosa y problemas cardiovasculares.

Sin embargo, la idea de explorar unos restos neandertales para encontrar ADN intacto tenía sus dificultades y reticencias. Fue Matthias Krings, becario de Svante Pääbo, quien se puso a trabajar en el proyecto. Al principio había un ambiente pesimista, pero el resultado favorable de los primeros análisis sobre el estado de conservación de los huesos fue alentador. Pero, en contra de los esperable, Matthias Krings no se puso a buscar el ADN viable en el núcleo celular, sino en unos orgánulos denominados mitocondrias, que están fuera del núcleo, dispersos por toda la célula, y que producen la energía celular. Las mitocondrias son orgánulos celulares eucariotas encargados de suministrar la mayor parte de la energía necesaria para la actividad celular, o respiración celular. Actúan como centrales energéticas de la célula y sintetizan un nucleótido, el adenosín trifosfato (ATP), a expensas de los carburantes metabólicos, como glucosa, ácidos grasos y aminoácidos. Krings sabía que tenía más posibilidades de conseguir secuencias mitocondriales intactas que secuencias nucleares intactas a partir de aquellos deteriorados huesos neandertales. Como el ADN mitocondrial (ADNmt) ha sido un elemento esencial para los estudios de la evolución humana, Krings podría disponer de diversas secuencias de humanos actuales con las que hacer comparaciones. Lo que más preocupaba a Krings y a Pääbo era la contaminación de la muestra de ADN, ya que algunos supuestos éxitos en la secuenciación de ADN antiguo habían demostrado que realmente correspondían a ADN moderno, posiblemente perteneciente a los propios investigadores,  que había contaminado la muestra. Se sabe que todos nosotros perdemos diariamente muchas células muertas de nuestra piel, que se integran en el medio ambiente con nuestro propio ADN. Para evitar que sucediese esta contaminación, Krings y Pääbo decidieron que en otro laboratorio alejado se llevase a cabo el mismo estudio. La contaminación también podría ocurrir allí, pero no con el ADN de Krings. Y si los dos laboratorios obtenían el mismo resultado con la misma muestra, sería lógico considerar que lo obtenido era una secuencia del hombre de neandertal. Aunque algunas secuencias de ADN indicaron que había habido contaminación, en otras se observaron similitudes intrigantes, y también de diferencias, todo ello con respecto a una secuencia humana moderna. Uniendo todas las piezas, pudo reconstruir una secuencia de ADN mitocondrial neandertal de 379 pares de bases. En genética un par de bases es una unidad que consta de dos nucleobases unidas entre sí por enlaces de hidrógeno. Forman los bloques de construcción de la doble hélice de ADN, y contribuyen a la estructura plegada de ADN y ARN. La secuencia neandertal tiene más en común con las secuencias de ADN mitocondrial del humano actual que con las de, por ejemplo, el chimpancé, lo que revela que los neandertales formaron parte de lo que podríamos llamar linaje humano.

Pero cuando Krings comparó su muestra de ADN mitocondrial de neandertal con las 986 secuencias disponibles del ADN mitocondrial del hombre moderno, también se encontró con diferencias sorprendentes. Incluso la más parecida de esas 986 secuencias difiere de la del neandertal en al menos veinte pares de bases, lo que equivale a un 5%. Posteriormente, se secuenció ADN mitocondrial de otros dos neandertales, uno encontrado en el suroeste de Rusia y el otro en Croacia. Como es lógico, las secuencias no son idénticas a la original, como sucede entre distintos humanos modernos, pero sí son similares. Todas las evidencias genéticas indican que, aunque los neandertales tenían su lugar en el árbol genealógico humano, la rama neandertal estaba bastante alejada de la del humano moderno. Los resultados del ADN mitocondrial indicaban que, aunque parece que las dos especies se encontraron en Europa hace unos cuarenta mil años, los humanos modernos probablemente eliminaron a los neandertales en vez de mezclarse con ellos. Pero esta opinión se basaba en una valiosa pero escasa información de ADN. No obstante, Pääbo estaba decidido a construir la secuencia completa del genoma de los neandertales. Ya en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig, Pääbo desarrolló técnicas nuevas para analizar el ADN neandertal. Para ello construyó unas instalaciones con salas estériles y adoptó tecnologías de secuenciación de última tecnología. Finalmente Pääbo seleccionó un fragmento de hueso neandertal que se había hallado en la cueva croata de Vindija en 1980 y que tenía unos cuarenta mil años de antigüedad, según los métodos de datación mediante el isótopo radioactivo carbono-14, que sirve para determinar la edad de materiales que contienen carbono hasta unos 50.000 años, siempre que no hay sido afectado por otros tipos de radioactividad, como podría ser, hipotéticamente, la producida por una explosión nuclear en la antigüedad, como parecen indicar algunos antiguos textos de la India, como el Mahabharata y el Ramayana. De hecho este hueso tenía unos cinco centímetros de longitud y estaba muy bien conservado. En 2010, el grupo de Pääbo publicó en la revista Science su análisis de dos mil millones de bases de la secuencia neandertal, lo que representa aproximadamente un 55% del genoma del neandertal. Luego Pääbo comparó la secuencia neandertal con genomas recién secuenciados de cinco individuos actuales de diferentes partes del mundo. Al mirar el genoma de tres individuos de Europa y Asia, encontró fragmentos delatores de la secuencia neandertal que en cambio estaban ausentes en los genomas de los dos individuos que representaban a grupos de África occidental, de la etnia yoruba, y meridional, de la etnia san. La deducción lógica es que los neandertales no vivieron nunca en África. Pero el resultado indica claramente que el Homo sapiens y los neandertales sí se mezclaron durante un periodo en el que parece convivieron, probablemente en Oriente Próximo o Europa, hace entre cuarenta mil y setenta y cinco mil años.

Ambos resultados, uno del ADN mitocondrial y el otro del ADN genómico, habían llevado sorprendentemente a dos conclusiones muy distintas. El ADN mitocondrial indicaba una mezcla nula entre las dos especies, mientras que el ADN genómico indicaba una significativa mezcolanza. Era evidente que solo una de las dos opciones era correcta. ¿Pero cuál? Conociendo las peculiaridades del proceso de herencia del ADN mitocondrial se puede explicar esta aparente incongruencia. Mientras que nuestro ADN genómico deriva de nuestros progenitores conjuntamente, a partir de un genoma del padre y otro de la madre, nuestro ADN mitocondrial deriva únicamente de la madre. Al fertilizar el óvulo, el esperma masculino aporta solo el ADN genómico. Sin embargo, las mitocondrias, y el ADN mitocondrial que hay en ellas, se encuentran en el citoplasma del óvulo femenino, lo que implica que el ADN mitocondrial se hereda solo por vía materna. Pero si la hibridación entre nuestros ancestros y los neandertales hubieran implicado exclusivamente a neandertales masculinos, en ese caso nuestros ancestros habrían recibido ADN genómico neandertal del esperma neandertal, pero no ADN mitocondrial. El resultado sería un ADN genómico de ambas especies, pero ADN mitocondrial solo de una especie, el Homo sapiens. Ello indicaría que fueron hombres neandertales los que probablemente violaron a mujeres del Homo sapiens, lo que seguramente indicaría ataques violentos de varones neandertales a poblados del Homo sapiens. Desde Oriente Próximo, la carga genética de los neandertales se fue extendiendo a medida que los humanos modernos emigraron hacia el este, en dirección a Asia, y hacia el norte y el oeste, hacia Europa. Por ello los europeos y asiáticos contemporáneos contienen un 2,5% de ADN neandertal en sus genomas. Para Pääbo, su sueño consiste en esclarecer los cambios genéticos específicos que hicieron especiales a los humanos modernos. Comprender las consecuencias funcionales de las mutaciones que distinguen a humanos y neandertales requerirá de un gran esfuerzo e ingenio, pero primero tenemos que identificar esas diferencias clave. Vistos desde una cierta perspectiva, el genoma humano y el neandertal son notablemente similares, ya que son iguales en un 99,8% a nivel de la secuencia, a pesar de sus evidentes diferencias.

No obstante, algunas de las diferencias están ubicadas en regiones que codifican proteínas y que, en principio, podrían tener importantes consecuencias fisiológicas y funcionales. Un subgrupo de las proteínas podría incluso explicar algunas de las diferencias conductuales, morfológicas y cognitivas fundamentales entre las dos especies. Los biólogos suponían que las proteínas acabarían por ser reconocidas como las principales portadoras de las instrucciones genéticas. Las proteínas son cadenas moleculares formadas por veinte eslabones distintos, que son los aminoácidos. Puesto que los cambios en el orden de los aminoácidos a lo largo de la cadena son prácticamente infinitos, las proteínas podían, en principio, codificar fácilmente la información en la que se basa la extraordinaria diversidad de la vida. Posteriormente, Francis Crick, premio Nobel de Medicina en 1962 junto a James Watson “por sus descubrimientos concernientes a la estructura molecular de los ácidos desoxirribonucleicos (ADN) y su importancia para la transferencia de información en la materia viva“, se referiría a este flujo de información ADN→ARN→proteína como el «dogma fundamental» de la vida. Examinemos cómo se produce una proteína, concretamente la hemoglobina. Los glóbulos rojos de la sangre están especializados en transportar el oxígeno. Para ello utilizan la hemoglobina a fin de transportarlo de los pulmones a los tejidos que lo requieren. Los glóbulos rojos son producidos por células madre de la médula ósea a un ritmo de, más o menos, dos millones y medio por segundo. Cuando surge la necesidad de producir hemoglobina, el segmento pertinente del ADN de la médula ósea, el gen de la hemoglobina, se desenrolla del mismo modo que lo hace el ADN cuando se replica. Esta vez, en lugar de copiar ambos filamentos, solo se copia uno, o, por utilizar el término técnico, se «transcribe»; y más que un nuevo filamento de ADN, el producto creado con ayuda de la enzima ARN polimerasa es un nuevo y único filamento de ARN mensajero, correspondiente al gen de la hemoglobina. Después de esto, el ADN, del que ha derivado el ARN, se enrolla de nuevo. El ARN mensajero es transportado fuera del núcleo y transferido a un ribosoma, compuesto de ARN y proteínas, en donde la información de la secuencia del mensajero se utilizará para generar una nueva molécula de proteína. Este proceso se conoce como «traducción». Los aminoácidos entran en escena unidos al ARN de transferencia.

Pääbo y Peter Parham, inmunólogo de Stanford, creen que una mutación clave en los genes que afectan al sistema inmune, transmitida de los neandertales a los humanos, puede haber proporcionado resistencia a determinadas enfermedades infecciosas. Dos nuevas mutaciones en el gen del receptor de melanocortina sugieren que los neandertales pueden haber tenido el pelo rojo y la piel pálida, curiosamente una característica típica de los escoceses. Otro gen digno de interés es el FOXP2, que los científicos habían descubierto que codifica un “factor de transcripción”, una molécula que se activa en el cerebro durante el desarrollo embrionario y que regula la actividad de otros genes, encendiéndolos o apagándolos, como si fuese un interruptor inteligente. Algunos de esos genes parecen participar en la organización de conexiones sinápticas entre neuronas, y es posible que su influencia preparase al cerebro para la adquisición del lenguaje. El gen FOXP2 codifica una proteína reguladora que está implicada en el desarrollo evolutivo del habla y del lenguaje, por lo que las familias con mutaciones en este gen tienen deficiencias lingüísticas y de habla significativas. Curiosamente, los neandertales y los humanos comparten mutaciones en este gen que en cambio están ausentes en los chimpancés. Un análisis más detallado revela otros cambios en una de las regiones reguladoras del gen, que podría ser responsable de las posibles diferencias del habla entre el Homo sapiens y los neandertales. Pero es difícil explicar las diferencias cruciales entre humanos y neandertales por unas variaciones estructurales en unos pocos cientos de genes. ¿Es posible que la respuesta esté no tanto en la secuencia de los propios genes como en su actividad? La regulación génica se ve enormemente afectada por las llamadas modificaciones epigenéticas esparcidas a lo largo de nuestro ADN. A través del proceso conocido como metilación, o la adición de grupos metilo, se altera la conformación del ADN y, por lo tanto, su accesibilidad a las proteínas que activan y desactivan los genes, tal como hemos dicho antes haciendo funciones similares a las de los interruptores eléctricos. La epigenética es un campo emergente de la ciencia que estudia los cambios hereditarios causados por la activación y desactivación de los genes, sin ningún cambio en la secuencia de ADN subyacente del organismo. Aplicando unos trucos computacionales al antiguo ADN de neandertal, científicos de la Universidad Hebrea de Jerusalén dedujeron la ubicación de los sitios de metilación en el ADN de neandertal, lo que, a su vez, les permitió predecir la actividad relativa de los genes. Parece que hay miles de genes humanos activos que fueron inhibidos en los neandertales, y cientos de genes neandertales que eran funcionales y que ahora permanecen inactivados en los humanos. La identidad de algunos de estos genes, como el grupo de genes HOXD, narra una historia que podría explicar las diferencias en el crecimiento de las extremidades.

Como si el hecho de que humanos y neandertales estuvieran más íntimamente relacionados de lo que se pensaba no fuera suficiente, Pääbo y sus colegas nos dieron otra gran sorpresa en forma de una secuencia de ADN genómico procedente del dedo fosilizado de una niña, que fue descubierto en 2008 en la cueva de Denisova, en el macizo de Altái, al sur de Siberia. La fuente resultó no ser ni neandertal ni humana, sino de un grupo enteramente nuevo, que además fue el primer descubrimiento basado completamente en información del ADN, que provocó otra reescritura de los libros de la historia humana. El análisis de su genoma revela que los denisovanos estaban más cerca de los neandertales que de los humanos modernos, pero, independientemente de ello, volvemos a ver pruebas de hibridación entre el Homo sapiens antiguos y estos parientes denisovanos. Se ha descubierto que hay trazas significativas de ADN denisovano, que llegan hasta un 5%, en los genomas de los melanesios contemporáneos, los papúes y los aborígenes australianos. «Las preguntas clave son ahora dónde y cuándo los antepasados de los humanos actuales, que se dirigían a colonizar Nueva Guinea y Australia hace unos 50.000 años, se reunieron e interactuaron con los denisovanos», dice el profesor Alan Cooper, profesor de la Universidad de Adelaida, quien destaca que los datos genéticos sugieren que hombres denisovanos se cruzaron con hembras del Homo sapiens. Y parece que las huellas de ADN denisovano las encontramos en todos nuestros sistemas inmunes. Aún más sorprendente es que, a veces, se han observado fragmentos particularmente útiles de ADN denisovano, que han sido captados por genomas humanos modernos a fin de facilitar la adaptación a determinados entornos. Como curiosidad tenemos que los tibetanos pueden gestionar los bajos niveles de oxígeno, debido a la gran altitud de su país, porque tienen un fragmento de ADN derivado del ADN denisovano, que aparentemente evolucionó en los denisovanos con ese específico propósito. Se puede afirmar que existía cierta diversificación en la especie denisovana, ya que se ha demostrado hibridación con el hombre de neandertal, de quien contiene hasta un 17 % de su ADN, y al menos dos momentos de hibridación con el Homo sapiens, pues se encuentra ligeramente en el ADN de poblaciones actuales procedentes de Oceanía y Asia de forma diferenciada. Se cree que los denisovanos se separaron del hombre de neandertal y de los humanos modernos hace unos 700 000 años. “En muchos sentidos, los denisovanos se parecían a los neandertales, pero en algunos rasgos se parecían a nosotros y en otros eran únicos“, cuenta el profesor Liran Carmel, investigador de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

La conclusión de que casi todos tenemos componentes de ADN neandertal en nuestro genoma, no parece tan sorprendente si se piensa bien. De hecho, la lección general que aportan los estudios moleculares de la evolución humana es lo sorprendentemente cerca que estamos genéticamente del resto del mundo natural. De hecho, los datos moleculares a menudo han desafiado determinadas teorías acerca de los orígenes del ser humano. El gran químico Linus Pauling fue el padre del moderno enfoque molecular de la evolución. En los primeros años de la década de 1960, Emile Zuckerkandl y Linus Pauling compararon las secuencias de aminoácidos correspondientes a proteínas de distintas especies. Se daban por entonces los primeros pasos en la secuenciación de proteínas, por lo que sus datos estaban limitados. A pesar de todo, pudieron observar que cuanto más próximas están dos especies en términos evolutivos, más similares son las secuencias de sus correspondientes proteínas. Por ejemplo, comparando una de las cadenas proteicas de las moléculas de la hemoglobina, Pauling y Zuckerkandl constataron que del total de sus ciento cuarenta y un aminoácidos, entre la versión humana y la del chimpancé solo había un aminoácido de diferencia, pero que entre la de los humanos y la de los caballos la diferencia era de dieciocho aminoácidos. Los datos de la secuencia molecular reflejan que los caballos han evolucionado por caminos más alejados de los humanos que los chimpancés. El enfoque molecular para el estudio de la evolución depende de la correlación entre dos variables: la cantidad de tiempo durante el que dos especies hayan estado separadas y la magnitud de la divergencia molecular que exista entre ambas. Imaginemos que tenemos a dos pares de gemelos, uno de mujeres genéticamente idénticas y otro de hombres idénticos. Se casan entre sí y cada una de las parejas se va a vivir a una isla deshabitada distinta. Desde una perspectiva genética, las poblaciones de cada una de las islas inicialmente son indistinguibles. Pero en unos cuantos millones de años, sin embargo, habrán ocurrido mutaciones en la población de una de las islas que no habrán sucedido en la otra, y viceversa. Como las mutaciones se desarrollan generalmente de forma lenta y el genoma de cada individuo, al ser grande, ofrece muchos posibles lugares donde se pueden producir las mutaciones, no sería lógico que ambas poblaciones hubieran adquirido las mismas mutaciones. De tal modo que si secuenciásemos el ADN de los descendientes de cada una de las parejas de gemelos, nos encontraríamos que se habrían acumulado muchas diferencias entre los genomas que una vez fueron idénticos.

Decimos que las poblaciones han «divergido» genéticamente y que cuanto más tiempo hayan estado separadas entre sí más divergentes serán. Pero, ¿cómo podemos medir la divergencia genética entre distintas especies? En los últimos años de la década de 1960, mucho antes de desarrollarse la secuenciación del ADN, Allan Wilson, un neozelandés de la Universidad de Berkeley, California, junto con su colega Vince Sarich, comenzó a aplicar el modelo Pauling-Zuckerkandl, antes mencionado, a los humanos y a sus parientes más cercanos. Wilson y Sarich encontraron un atajo ingenioso para secuenciar proteínas en una época en que hacerlo era todavía un trabajo complejo. La intensidad de la reacción de inmunidad frente a una proteína extraña refleja que si es relativamente parecida a una proteína del propio cuerpo, la reacción inmune será relativamente débil; pero si, por el contrario, es muy diferente, la reacción será proporcionalmente más intensa. Wilson y Sarich compararon la intensidad de la reacción de inmunidad tomando proteínas de determinadas especies y midiendo la respuesta inmune que desencadenaban en otras especies. Esto les proporcionó un indicador de la divergencia molecular entre dos especies. Pero para introducir la dimensión temporal en ese tipo de «reloj molecular» tenían que medirlo. Lo que se sabía, gracias a los fósiles, era que los monos del Nuevo y del Viejo Mundo se habían separado de un ancestro común unos treinta millones de años antes. Es por ello  que Wilson y Sarich establecieron la «distancia» inmunológica entre los monos del Nuevo y del Viejo Mundo en un período equivalente a treinta millones de años de separación. Esta investigación, ¿dónde colocaba a los humanos con respecto a sus parientes más cercanos, los chimpancés y los gorilas, desde el punto de vista evolutivo? En 1967, Wilson y Sarich publicaron su estimación del tiempo transcurrido desde el que el linaje humano se habría separado del de los grandes primates. Serían alrededor de cinco millones de años. Pero esta conclusión no fue bien aceptada entre los paleo-antropólogos, ya que la teoría del momento consideraba que la divergencia con los primates había tenido lugar hacía unos veinticinco millones de años. No obstante, investigaciones posteriores han demostrado que la datación de cinco millones de años que Wilson y Sarich dieron para la separación de los humanos con respecto a los grandes primates era correcta. Esto querría decir que hace alrededor de 5 millones de años aún teníamos un ancestro común con los grandes primates, a los que tendríamos que respetar mucho más dado su relativamente próximo parentesco, desde el punto de vista evolutivo.

Allan Wilson encomendó a una becaria, Mary-Claire King, más adelante conocida por su investigación genética del cáncer de mama, el trabajo de pasar del análisis de las proteínas al del ADN en el estudio de la separación entre humanos y primates, El resultado se logró en 1975, convirtiéndose en uno de los mejores artículos científicos del siglo XX. King y Wilson compararon el genoma humano con el del chimpancé utilizando varios métodos, entre ellos una técnica denominada «hibridación del ADN». Cuando dos cadenas de ADN complementarias se unen para formar la doble hélice, se las puede separar si calentamos la muestra a 95°C, según un fenómeno denominado «desnaturalización». Se trata de ver qué sucede cuando las dos cadenas no son perfectamente complementarias, ya que en una de ellas hay mutaciones. En este caso esas dos cadenas se «desnaturalizarán» y se separarán a una temperatura que será tanto menor de 95°C cuanto mayor sea la diferencia entre las dos cadenas. En efecto, a mayor diferencia entre las dos cadenas, menos calor hará falta para separarlas. King y Wilson utilizaron este modelo para comparar el ADN humano con el del chimpancé. Cuanto más próximas fuesen entre sí las secuencias genéticas, más cerca del estándar de 95°C estaría el punto de desnaturalización de la doble hélice del ADN. La proximidad observada entre ambas especies fue sorprendente, ya que King pudo deducir que las secuencias del ADN humano y del ADN del chimpancé difieren solo en un 1%. De hecho, a pesar de las apariencias, los humanos tenemos mucho más en común con los chimpancés que éstos con los gorilas, cuyos genomas difieren en alrededor de un 3%. Ello me hizo pensar en la película El planeta de los simios, en que los simios son los seres inteligentes y dominantes. Este resultado fue tan sorprendente, además de ser obtenido 25 años antes de tener la primera secuencia del genoma humano, que King y Wilson se vieron obligados a dar una explicación sobre cómo era posible que un cambio genético tan pequeño representase una diferencia aparentemente tan importante como la que podemos observar entre un chimpancé del zoo y los humanos. La explicación de King y Wilson fue que la mayoría de los cambios evolutivos importantes habrían ocurrido en los fragmentos de ADN que controlan la activación y desactivación de los genes, o sea los interruptores que hacen que unos determinados genes se activen o desactiven. Por esto antes los he denominado interruptores inteligentes, ya que se parecen, aunque muchísimo más sofisticados que nuestra actual tecnología, a los actuales algoritmos de inteligencia artificial. De ese modo, un cambio genético pequeño podría tener un efecto importante al controlar la expresión de un determinado gen. Ello quiere decir que, a partir de secuencias genéticas muy similares, la evolución puede crear dos criaturas muy distintas consiguiendo que los mismos genes funcionen de manera diferente, activándose o desactivándose.

Pero aún no habían terminado las sorpresas, como las que nos esperan en el futuro dada la progresión acelerada en los conocimientos genéticos. En 1987, desde el laboratorio de Wilson en Berkeley, Wilson y su colega Rebecca Cann descifraron el árbol genealógico de toda nuestra especie utilizando patrones de variación de la secuencia de ADN. Para su estudio, Cann y Wilson utilizaron el ADN mitocondrial (ADNmt) por razones prácticas. En aquella época obtener suficiente ADN para examinar un gen concreto era complicado. Y como Cann y Wilson esperaban analizar nada menos que ciento cuarenta y siete muestras, iban a necesitar todo el ADN que pudieran conseguir. Una muestra de tejido humano es muy rica en ADN mitocondrial si lo comparamos con el ADN cromosomal que encontramos en el núcleo celular. Pero Cann y Wilson iban a necesitar mucho tejido si esperaban extraer ADN mitocondrial en cantidad suficiente, por lo que recurrieron a las placentas, que en los hospitales se desechan después de los partos y además son muy ricas en ADN mitocondrial. Para facilitarles el disponer un una gran diversidad, la mezcla de razas que es la población estadounidense les ofrecía una ventaja importante, ya que no tendrían que viajar a África para conseguir ADN africano. Por otro lado, los colaboradores de Nueva Guinea y Australia tendrían que encontrar mujeres aborígenes que estuvieran dispuestas a participar en el estudio, ya que, como ya hemos dicho, el ADN mitocondrial se hereda de la madre. La contribución genética del padre, a través de un espermatozoide no incluye material mitocondrial. De hecho, el ADN del espermatozoide es inyectado en el óvulo, que ya contiene mitocondrias derivadas de la madre. Cann y Wilson estarían rastreando realmente la historia del linaje femenino. Al heredarse únicamente de un progenitor, la madre, el ADN mitocondrial no encuentra nunca la posibilidad de recombinarse, que es el proceso por el que segmentos de los cromosomas se intercambian y, de esta manera, las mutaciones se traspasan de un cromosoma a otro. La ausencia de recombinaciones en el ADN mitocondrial supone una ventaja básica para reconstruir el árbol genealógico en función de la similitud de las secuencias de ADN. Si dos secuencias tienen la misma mutación, sabemos que han de descender de un ancestro común, en quién originalmente se produjo la mutación. Sin embargo, si se produjera la recombinación, uno de los linajes podría haber adquirido la mutación más recientemente gracias a un proceso de traspaso mediante recombinación, por lo que tener en común una mutación no significaría necesariamente tener un ancestro común. Usando el ADN mitocondrial, secuencias similares, las que tienen muchas mutaciones comunes, indican una relación cercana, mientras que las secuencias con grandes diferencias indican, por el contrario, una relación más lejana. Los parientes próximos, que derivan de un ancestro común relativamente reciente se agruparán juntos en el árbol genealógico, mientras que los parientes lejanos estarán más separados, debido a que su ancestro común es relativamente lejano en el tiempo.

Cann y Wilson descubrieron que el árbol genealógico humano se divide en dos ramas principales. Una se compone solo de varios grupos oriundos de África y la otra se compone de algunos grupos africanos más todos los demás. Esto lleva a la conclusión que los humanos modernos se originaron en África, en donde vivieron los ancestros que fueron comunes a todos nosotros. Ya Charles Darwin, al observar que los chimpancés y los gorilas eran nativos de África dedujo que los humanos también habían evolucionado allí. Pero lo más sorprendente del árbol genealógico de Cann y Wilson es lo lejos que llegaron hacia atrás en el tiempo. Haciendo unas cuantas suposiciones sobre la velocidad a la que se acumulan las mutaciones a lo largo de la evolución, se puede calcular la edad del árbol genealógico desde sus inicios. Cann y Wilson dataron esa época en hace tan solo unos ciento cincuenta mil años, como ya hemos indicado antes, por lo que incluso los seres humanos vivos más alejados entre sí compartieron un ancestro común hace tan pocos años, desde el punto de vista evolutivo. Pero esta conclusión de Cann y Wilson entraba en contradicción con la opinión de los antropólogos, que sostenía que nuestra especie se originó a partir de individuos que abandonaron África hace alrededor de dos millones de años. No obstante, la alternativa de Cann y Wilson no negaba esta migración más antigua, sino que suponía que cuando los humanos actuales llegaron a Europa desplazaron a las poblaciones de homínidos que derivaban del éxodo original ocurrido unos dos millones de años atrás. El Homo erectus, la especie que se supone hace dos millones de años salió de África, se dispersó por toda Europa. Otro éxodo de África de otro grupo de homínidos hace unos seiscientos mil años dio origen a los neandertales, que poblaron Europa y Asia Occidental. Después, hace solo unos cien mil años, otro grupo, el Homo sapiens, también decidió abandonar África como anteriormente habían efectuado tanto el Homo erectus como el neandertal. Cann, Wilson y sus colegas modificaron radicalmente la manera de entender nuestro pasado e Investigaciones posteriores han confirmado sus conclusiones.

Especialmente relevantes son los trabajos efectuados en el laboratorio de Luigi Luca Cavalli-Sforza, en Stanford, pioneros en proponer un enfoque genético de los temas antropológicos. Cavalli-Sforza pensó que la comprobación más convincente de las afirmaciones de Cann y Wilson sobre la evolución humana se tendría que obtener a través de los genes transmitidos por el padre. Si se pudiera llegar a alguna conclusión rastreando la línea masculina, o sea utilizando la vía patriarcal en lugar de la matriarcal seguida por Cann y Wilson a través del ADN mitocondrial, se podría confirmar dichas conclusiones a través de una investigación independiente. Por ello Cavalli-Sforza se centró en un componente específicamente masculino del genoma, el cromosoma Y, que pertenece al varón y se sabe que el espermatozoide masculino es el que determina nuestro sexo, ya que el óvulo siempre contiene un cromosoma X. Por ello, la combinación XX produce hembras, mientras que la combinación XY produce varones. Vemos pues que el cromosoma Y es el que marca la historia genética del varón. Además, como la recombinación solo puede producirse entre cromosomas del mismo tipo, como el XX, el uso del cromosoma Y evita tener en cuenta la recombinación, ya que el cromosoma Y es siempre un cromosoma único, por lo que nunca podrá intercambiar material genético. Peter Underhill, un colega de Cavalli-Sforza, descubrió para el cromosoma Y lo mismo que Cann y Wilson habían hecho en relación al ADN mitocondrial, encontrando que los resultados eran parecidos. Con ello se confirmaba que las raíces del árbol genealógico estaban en África y se remontaba a unos ciento cincuenta mil años, como habían indicado Cann y Wilson. Sin embargo, si se detectaba el mismo patrón de cambio en más de una región del genoma, lo más probable es que realmente se hubiese encontrado la huella genética de un importante suceso del pasado. Ese mismo patrón de cambio es exactamente lo que encontró Underhill. La coincidencia sugería que hace ciento cincuenta mil años las poblaciones humanas realmente sufrieron una alteración genética radical, capaz de afectar al ADN mitocondrial y al cromosoma Y simultáneamente. Ese fenómeno se conoce como «cuello de botella genético». De hecho, la extinción de una rama del árbol genealógico debida al azar es estadísticamente inevitable. Pero, en general, ocurre tan despacio que su impacto solo se percibe a través de periodos prolongados. No obstante, a veces puede ocurrir que un cuello de botella, en que una población sea muy reducida, acelere el proceso bruscamente. Un ejemplo real de un proceso de pérdida de apellidos tuvo lugar en la Polinesia, en Oceanía, cuando los seis amotinados del Bounty colonizaron la isla Pitcairn uniéndose con trece mujeres tahitianas. En siete generaciones el número de apellidos se había reducido de seis a tres. Las implicaciones de los datos del ADN mitocondrial y del cromosoma Y humano no deberían sorprendernos, ya que hace ciento cincuenta mil años tal vez había muchas secuencias distintas de ADN mitocondrial y del cromosoma Y, pero las secuencias actuales analizadas descienden solo de una de ellas. Todas las demás aparentemente se extinguieron, desapareciendo seguramente a lo largo de algún antiguo cuello de botella, quizás un descenso brusco de la población debido a una plaga, un cambio climático, los efectos de la terrible explosión del supervolcán Toba, hace unos 75.000 años, o cualquier otra causa, como la que hemos indicado antes, en que se hubiese producido algún tipo de hibridación artificial, como actualmente vemos es posible hacer. Pero fuera cual fuese la causa, un tiempo después algunos grupos de nuestros ancestros comenzaron a salir de África, y así empezó la colonización humana del planeta.

Otro descubrimiento interesante que ha sido confirmado tanto por los datos del ADN mitocondrial como por los del cromosoma Y es el lugar que ocupan en el árbol genealógico humano los san del sur de África, antes mencionados. Los san o bosquimanos están integrados por un conjunto de pueblos nómadas que viven principalmente en el desierto del Kalahari, en Botswana y Namibia. Ellos pertenecen a la rama más antigua del árbol genealógico. Pero todos los seres humanos estamos en el mismo nivel evolutivo y molecular con respecto a nuestros parientes más cercanos, los grandes primates. Si rastreáramos los linajes hasta llegar al último ancestro común de los chimpancés y los seres humanos, nuestro linaje tendría entre cinco y siete millones de años y el de un san los mismos. De hecho, durante la mayor parte de este tiempo nuestro linaje y el de los san tienen el mismo origen común desde hace solo ciento cincuenta mil años. Las evidencias genéticas nos indican que después de una migración inicial al sur y al este de África, los san permanecieron relativamente aislados a lo largo del resto de la historia. Los sociolingüistas coinciden con esta conclusión, ya que tienen en cuenta la distribución de los pocos idiomas que comparten el idioma de los san. Su distribución actual es muy limitada debido a la expansión que comenzó hace unos mil quinientos años desde el centro oeste de África de la población bantú, que desplazó a los san hacia lugares como el desierto de Kalahari. Podemos considerar que los san nos indican cómo eran los ancestros de los humanos actuales. Aunque posible, en los últimos ciento cincuenta mil años ha podido haber cambios sustanciales en el linaje san. La forma de vida actual de los san es una adaptación a las duras condiciones ambientales del desierto de Kalahari en el que están confinados desde hace relativamente poco tiempo. Pero la singularidad genética y cultural de los san desaparecerá muy pronto, ya que los jóvenes san del Kalahari muestran pocos deseos de continuar la vida de cazadores-recolectores que llevan sus nómadas padres. De hecho, la historia ya ha registrado una tendencia de los san a mezclarse con otros grupos. Por ejemplo, la tribu xhosa de Nelson Mandela es el resultado de la mezcla biológica de los bantúes y los san. Es poco probable que la integridad cultural y genética de los san sobreviva mucho tiempo.

En 2010, Vanessa Hayes, Stephan Schuster y sus colegas, unos genetistas de Sudáfrica, secuenciaron dos genomas que demostraban la gran variación genética que existe entre los africanos. Schuster y Hayes han demostrado que los khoisan, o bosquimanos del Kalahari, de Namibia y Botsuana, uno de los pueblos nativos más antiguos de África, muestran una mayor variación genética entre sus individuos que la que encontramos entre los europeos o asiáticos típicos. Las evidencias arqueológicas muestran que durante la primera fase de su evolución, nuestros ancestros se dedicaban a las mismas cosas que el resto de los homínidos, incluidos los neandertales. Una cueva yacimiento en Skhūl, Israel, ofrece pruebas indiscutibles de que hace unos cien mil años coexistieron poblaciones de Homo sapiens y de neandertales, hasta que los Homo sapiens posteriormente, aparentemente acabaron con los neandertales hace unos treinta mil años. Parece probable que en los setenta mil años intermedios los humanos actuales consiguiesen ciertos avances tecnológicos y culturales con respecto a los neandertales. Parece ser que hace unos cincuenta mil años los humanos actuales empezaron con el uso cotidiano de huesos, marfil y conchas para fabricar artefactos de uso familiar, así como las primeras mejoras en la tecnología de la caza y la recolección. Tal vez todo lo que hemos conseguido desde entonces haya sido gracias a la invención del lenguaje. Se entiende por prehistoria el periodo previo a la escritura. Por otro lado, en las secuencias de ADN de cada individuo están registrados los desplazamientos de nuestros ancestros. La nueva ciencia de la antropología molecular utiliza patrones de variación genética entre los diferentes grupos para reconstruir la historia de la colonización humana. Gracias a ello, la prehistoria humana nos resulta más accesible. Los estudios de distribución de la variación genética en los distintos continentes, combinados con la información arqueológica, han revelado detalles sobre la expansión global de nuestros ancestros. Los viajes hasta Asia y, a través de los archipiélagos de la actual Indonesia, hasta Nueva Guinea y Australia, se realizaron hace entre unos sesenta mil y setenta mil años. Para llegar hasta Australia había que atravesar una larga distancia en el océano, lo que sugiere que nuestros ancestros ya utilizaban barcos en aquella época. Los humanos actuales llegaron a Europa hace unos cuarenta mil años y penetraron en el norte de Asia, incluido Japón, unos diez mil años después.

Michael Hammer, de la Universidad de Arizona, tras la publicación del estudio de Cann y Wilson sobre el ADN mitocondrial, cambió su atención por los ratones hacia el pasado de los seres humanos. Fue uno de los primeros en percatarse de que la información del cromosoma Y masculino serviría para confirmar la hipótesis de Cann y Wilson. Posteriormente el cromosoma Y ha facilitado las tentativas para reproducir el proceso de la colonización del Nuevo Mundo por parte de los europeos. La posible identidad de uno de los asentamientos humanos que parece ser uno de los más antiguo de América parece ser un yacimiento situado en Clovis, Nuevo México, datado en unos 11.200 años, en pleno paso de la última glaciación al interglacial actual Holoceno. Pero otros investigadores sostienen que el más antiguo es el yacimiento de Monte Verde, en Chile, que tendría unos 12.500 años de antigüedad. Aunque, en mi opinión, sería Tiahuanaco el yacimiento más antiguo, al que algunos investigadores llegan a fijar una antigüedad de unos 15.000 años. También hay un debate abierto sobre si durante la última glaciación, en que el nivel de los mares parece descendió unos 120 metros, los primeros habitantes de América llegaron desde Siberia cruzando un puente de tierra en el estrecho de Bering, o bien si se trasladaron por mar en barcos. En lo que los datos genéticos no ofrecen ninguna duda es en que el primer grupo que llegó a América era pequeño, ya que solo se han detectado dos tipos principales de secuencias del cromosoma Y, el masculino, por lo que todo indica que hubo solamente dos llegadas distintas, tal vez con una única familia en cada una de ellas. Entre el ADN mitocondrial de los amerindios la variación es mucho más grande que la variación del cromosoma Y, lo que sugiere que había más mujeres que hombres en cada uno de los primeros grupos que llegaron a América. Seguramente, la más común de las dos secuencias del cromosoma Y representaría la llegada del primer grupo, por lo que la población descendiente estaría ya establecida antes de la llegada del segundo grupo, que incluía a los ancestros de los navajos y de los apaches actuales. La secuencia más común tiene además otra característica, como sería la presencia de una mutación que se encuentra muy raramente en otros lugares del planeta. Se calcula que esta mutación tiene su origen en hace unos quince mil años, no muchos antes que el que se supone primer yacimiento arqueológico, lo cual ofrecería aún más evidencias de que sus portadores habrían sido el primer grupo en llegar a América.

Otros análisis genéticos han permitido asimismo la reconstrucción de fases más recientes de la prehistoria. Michael Hammer ha descubierto que los japoneses modernos son una mezcla de los antiguos cazadores-recolectores jōmon, que en la actualidad están representados por los ainu, la población aborigen de Japón, y de los yayoi, un grupo que inmigró desde la península de Corea hace unos dos mil quinientos años, llevando consigo tejidos, metales y una agricultura basada en el arroz. El período Jōmon se calcula que se inició en Japón aproximadamente en el 14.500 a. C., a finales de la última glaciación, y duró hasta el 300 a. C. Este período se desarrolló desde finales del Pleistoceno hasta el comienzo del Holoceno en el archipiélago japonés; y en la historia mundial corresponde al transcurso de la época entre el Mesolítico, o finales del Paleolítico, hasta la época del Neolítico, durante la llamada Edad de Piedra. Cabe mencionar el descubrimiento de la cerámica y el desarrollo de las denominadas “viviendas-foso“, viviendas con plantas excavadas en profundidad, entre otros fenómenos culturales. En Europa también existen evidencias de oleadas migratorias, que han venido acompañadas de avances en la tecnología agrícola. Grupos como los vascos, que viven en el extremo occidental de la cordillera pirenaica, en la actual frontera franco-española, y los celtas, que encontramos principalmente desde la Bretaña, en Francia, hasta Irlanda y el oeste de Gran Bretaña, son distintos genéticamente del resto de los europeos. Una posible explicación es que cada uno de esos grupos hubiese sido desplazado por pobladores más recientes hasta zonas más remotas. Bryan Sykes, genetista británico de la Universidad de Oxford, ha estado estudiando como descifrar la complejidad del mapa genético europeo. La creencia más extendida es que los europeos modernos descienden en gran medida de las poblaciones del Próximo Oriente, que son los que inventaron la agricultura en el llamado Creciente Fértil, una región histórica que se corresponde con parte de los territorios del Levante mediterráneo, la Mesopotamia y Persia. Se considera que fue el lugar donde se originó la revolución neolítica en Occidente. Ocupaba los territorios actuales del Líbano, Israel, Siria, Irak, el sudeste de Turquía y el noroeste de Jordania. Pero Sykes ha descubierto que a la mayoría de los ancestros europeos se les puede rastrear no solo hasta el Creciente Fértil sino hasta linajes indígenas más antiguos, anteriores a las incursiones desde el Próximo Oriente y desde los grupos migratorios procedentes de la Eurasia Central. Dichos grupos son, entre otros, los celtas y los hunos, que entre el 500 a. C. y el 400 d. C., entraron en Europa provenientes del este. Sykes, mediante sus análisis del ADN mitocondrial, opina que todos los europeos son descendientes potenciales de las llamadas siete «hijas de Eva», expresión con la que designa a las sorprendentemente escasas confluencias ancestrales visibles en el árbol genealógico del ADN mitocondrial europeo. Bryan Sykes ha escrito un libro titulado Las siete hijas de Eva, en que explica que analizó a 15.000 mujeres europeas, llegando a la conclusión de que el mapa genético europeo ha sido configurado por siete mujeres que habitaron la actual Europa durante la última glaciación. Siete mujeres cuya vida fue de tal intensidad que modificó los genes de todas las generaciones futuras hasta el día de hoy. Cada una vivió en un entorno social, dominado por el clan. Y sus análisis confirman que estos siete clanes europeos proceden a su vez de uno de los tres clanes genéticos que partieron de África para poblar todo el mundo..

Una empresa fundada por Bryan Sykes, Oxford Ancestors, fue pionera en ofrecer a sus clientes la secuenciación de su ADN mitocondrial, a fin de poder determinar de cuál de las siete «hijas de Eva» se desciende. Otra aspecto importante para entender el pasado humano puede basarse en que los patrones de la evolución genética se corresponden generalmente con los de la evolución lingüística. Es evidente que existen evidentes paralelismos entre las lenguas y los genes. Ambos se transmiten de generación en generación y ambos sufren cambios, lo que en el caso del lenguaje puede ser especialmente rápido. Así el español de España es similar pero diferente del español que se habla en América, en que ambos han evolucionado por separado desde hace solo unos pocos cientos de años. En función de las similitudes y las diferencias, el árbol genealógico de las lenguas puede ser reconstruido de manera muy similar que el árbol genealógico genético. Pero, como ya predijo el propio Darwin, podemos identificar conexiones entre los dos árboles, de manera que lo que aprendemos sobre el aspecto lingüístico puede mejorar el conocimiento del árbol genealógico genético, y viceversa. Los celtas y los vascos ofrecen un claro ejemplo de que ambos grupos están genéticamente aislados del resto de Europa, por lo que las lenguas de ambos grupos son claramente distintas de las del resto del continente. En cuanto al Nuevo Mundo, una teoría lingüística, no plenamente aceptada, propone que solo existen tres grupos principales de lenguas nativas americanas. Dos de ellas se corresponden con las dos primeras oleadas migratorias antes mencionadas y que fueron descubiertas gracias a los datos del cromosoma Y de los amerindios. El tercer grupo, más reducido, tiene que ver con los inuit (esquimales), que se cree tienen sus orígenes en Siberia, al noreste de Asia. Se presupone que sus antepasados esquimo-aleutianos cruzaron el estrecho de Bering y se asentaron en el Norte de América. Tal como ya hemos dicho, la disponibilidad de datos genéticos específicos de cada sexo, el ADN mitocondrial para las mujeres y el cromosoma Y para los hombres, nos lleva a poder hacer comparaciones entre la historia masculina y la femenina. Mark Seielstad, un becario de Cavalli-Sforza, se puso a comparar los patrones migratorios correspondientes a los dos sexos. Su análisis se basa, por ejemplo, en estudiar una mutación que aparece en un cromosoma Y en Namibia, África. La rapidez con la que se alcanza Egipto, sería un indicador de la velocidad de la migración masculina. Del mismo modo, se podría decir que la rapidez con la que una mutación en un ADN mitocondrial de Namibia alcanzase Egipto mediría la velocidad migratoria femenina.

Pero sabemos que la Historia ha sido tradicionalmente machista, por lo que realmente ha sido una crónica de los movimientos de los hombres más que de los de las mujeres. Se supone que los hombres eran los que iban a la búsqueda de caza, de un botín o de imperios, como sucedió con Alejandro el Grande, que se desplazó con sus tropas desde Macedonia hasta los territorios del norte de la India. Asimismo tenemos las razias por vía marítima de los vikingos o de Gengis Kan y sus jinetes arrasando las estepas del Asia Central. Pero, incluso sin guerras, siempre se ha considerado que eran los hombres los que tenían más movilidad en la sociedad humana, ya que ellos eran los que habitualmente cazaban, lo que podía llevarles a zonas alejadas del hogar. Por otro lado, se tenía la idea de que en las sociedades cazadoras-recolectoras tradicionales las mujeres se quedaban alrededor del hogar intentando conseguir comida en las cercanías y criando a los hijos. Por todo ello, Mark Seielstad esperaba que el varón hubiese sido el protagonista en los movimientos genéticos de nuestra especie. ¡Otra vez craso error! Los datos le mostraron que estaba muy equivocado, ya que las mujeres eran unas ocho veces más móviles que los hombres. ¿Cuál es la explicación? Casi universalmente, en todas las sociedades tradicionales, cuando se casaban individuos de dos pueblos diferentes, era la mujer la que se trasladaba al pueblo del hombre y no al revés. Imaginemos, como ejemplo, que una mujer del pueblo A se une a un hombre del pueblo B. La mujer de A se traslada a B. Luego la pareja tiene una hija y un hijo. La hija se casa con un hombre del pueblo C, por lo que se traslada a C. Pero el hijo, que vive en B, se casa con una mujer del pueblo D, trasladándose ésta a vivir a B. De esta manera, la línea masculina se queda básicamente en B, mientras que en dos generaciones la línea femenina se ha trasladado desde A hasta C pasando por B. Este proceso se ha ido repitiendo de generación en generación, por lo que el resultado genético demuestra que la migración femenina es más extensa que la masculina. Es evidente que a veces los hombres se han ido a conquistar tierras lejanas, pero esos sucesos son poco representativos en los patrones migratorios humanos. A nivel genético podemos decir que lo que ha moldeado la historia de la humanidad ha sido esa poco evidente migración femenina realizada de pueblo en pueblo.

Los estudios detallados sobre las variaciones del ADN mitocondrial y del cromosoma Y pueden también explicarnos los patrones de las relaciones sexuales y las costumbres de apareamiento en el pasado. En Islandia, por ejemplo, que era una isla deshabitada antes de la llegada de los vikingos, se observa una significativa asimetría al comparar el ADN mitocondrial y los cromosomas Y. Como podía suponerse por lo que nos indica la historia, muchos de los cromosomas Y son de origen vikingo, mientras que una buena parte de los ADN mitocondriales proceden de Irlanda. Ello nos indica que los vikingos supuestamente secuestraron mujeres irlandesas y cuando colonizaron Islandia se las llevaron con ellos. Evidentemente la genética no nos explica si algunas mujeres irlandesas se fueron o no voluntariamente con los vikingos, pero es de suponer que la mayoría lo hicieron en contra de su voluntad. Por otro lado, un estudio sobre las variaciones del ADN mitocondrial y del cromosoma Y en Colombia revela que en casi todos los segmentos de la sociedad, los cromosomas Y colombianos son cromosomas Y de origen español, como un legado biológico directo de la conquista americana con el correspondiente genocidio étnico por parte de europeos, principalmente españoles. De hecho, aproximadamente un 94% de los cromosomas Y analizados tienen un origen europeo. Pero en cambio el patrón mitocondrial, derivado de la mujer, es bastante distinto, pues los colombianos actuales tienen un rango de ADN mitocondrial de origen amerindio. Ello indica, sin lugar a dudas, que los invasores españoles, que eran varones, se dedicaron a violar a las mujeres locales mientras mataban a los varones amerindios. La ausencia prácticamente total de cromosomas Y de origen amerindio nos confirma la historia del genocidio perpetrado, en que los hombres indígenas fueron eliminados, mientras que las mujeres fueron agredidas sexualmente por los conquistadores. Pero no siempre es así. A veces las asimetrías permanentes tienen más que ver con la tradición cultural en cuanto a movilidad que con un choque de culturas. Los parsis, grupo minoritario de la India y de los cuales era miembro el famoso cantante de Queen, Freddie Mercury, se consideran descendientes de un pueblo ario indoeuropeo que practicaban la religión del zoroastrismo, derivada de una religión anterior denominada mazdeísmo, que escaparon de las persecuciones religiosas del siglo VII en Irán. Los análisis genéticos de los parsis actuales revelan que han mantenido los cromosomas Y, masculinos, de origen iraní, mientras que su ADN mitocondrial, derivado de las mujeres, tiende a tener su origen en la India. En este caso la asimetría se ha mantenido a causa de la tradición, ya que para ser aceptado como un verdadero parsi practicante del zoroastrismo, se tenía que tener un padre que fuese parsi practicante también del zoroastrismo. Por tanto, la pertenencia a la comunidad parsi se transmite por vía paterna junto con el cromosoma Y, confirmando, de este modo, la genética el control que ejerce la tradición.

Entre los judíos también pueden verse patrones de variación genética. Un estudio reciente ha mostrado que los miembros de la casta de los sacerdotes, los kohanim, así como sus descendientes, que en la actualidad normalmente se identifican con el apellido Cohen, tienen un cromosoma Y muy distinto del que tienen el resto de los grupos. El cromosoma Y de los Cohen se ha conservado incluso entre las poblaciones que se fueron más lejos después de la diáspora judía, como, por ejemplo, la población de la tribu sudafricana de los lemba, que son un grupo étnico bantú, nativos de Zimbabue y Sudáfrica con pequeñas ramificaciones en Mozambique y Malawi, que aseguran ser descendientes de los israelitas. El análisis del cromosoma Y del ADN establecieron un origen en Oriente Medio para una parte de la población lemba masculina. El haplotipo modal Cohen, un indicador de ascendencia judía, se ha encontrado entre los hombres líderes del clan en tasas aún más altas que la población judía en general. Se cree que su origen está en Aarón, que según la Biblia era el hermano de Moisés y fundador de la casta sacerdotal kohanim. Tal vez la secuencia kohanim del cromosoma Y venga de Aarón y que desde entonces se haya transmitido intacta de generación en generación, de padres a hijos. Hammer y otros investigadores han usado los cromosomas Y para rastrear la diáspora judía y han obtenido resultados interesantes. Por ejemplo, los asquenazíes, el nombre dado a los judíos que se asentaron en la Europa Central y Oriental, donde han vivido durante los últimos mil doscientos años, aunque ahora viven principalmente en Estados Unidos y en otras partes a raíz del holocausto nazi, han mantenido las secuencias genéticas propias desde sus orígenes en el Próximo Oriente. De hecho, los estudios moleculares han confirmado que los judíos, desde el punto de vista genético, son prácticamente indistinguibles de otros grupos de Oriente Próximo, incluidos los palestinos. Abraham, el gran patriarca, tuvo dos hijos de diferentes mujeres: Isaac, de quien descienden los judíos, e Ismael, el antepasado de los árabes. Es dramático que haya una tan gran enemistad entre los descendientes del mismo hombre, Abraham, tal como confirman los genes.

La intolerancia a la lactosa es una característica cuya distribución entre las poblaciones humanas es difícil de explicar. La leche de los mamíferos, incluida la variedad humana, es rica en un azúcar llamada lactosa, y los mamíferos recién nacidos producen una enzima, la lactasa, con la finalidad de poder degradarla en el intestino. Sin embargo, cuando dejan de mamar, la mayoría de los mamíferos, incluidos los humanos, especialmente la mayoría de los africanos, los nativos de América y los asiáticos, dejan de producir lactasa, de forma que los adultos no pueden digerir la lactosa. Esta intolerancia a la lactosa significa que beber un vaso de leche puede causar diarrea, gases e hinchazón abdominal. Sin embargo, muchos caucásicos, personas originarias de Europa que tienen determinados rasgos físicos, entre los que destaca el color pálido de su piel, y miembros de otros grupos continúan produciendo lactasa a lo largo de la vida, por lo que pueden seguir consumiendo una dieta de productos lácteos. La explicación más probable es que la evolución de la tolerancia a la lactosa ha sido progresiva. La domesticación del ganado es algo que se ha producido repetidas veces en los últimos diez mil años, aproximadamente, y podemos ver pruebas de una evolución independiente de la tolerancia a la lactosa en poblaciones de pastores distintas, como son las europeas, por ejemplo, y en grupos africanos asociados tradicionalmente al ganado. Ello sería causado por una superación genética del sistema, que daría como resultado la desactivación de la producción de la enzima de la lactasa hacia los tres años de edad. Pero han aparecido diferentes mutaciones en poblaciones europeas y africanas, en que se sigue produciendo lactasa durante toda la vida. El análisis de ADN ancestral de europeos de diez mil años de antigüedad ha revelado que eran intolerantes a la lactosa, por lo que parece que la presión de la selección natural en favor de la tolerancia a la lactosa se ha producido hace relativamente poco, tal como podría esperarse siguiendo la historia de la domesticación del ganado. Los ejemplos antes indicados, como color de la piel, figura corporal, intolerancia a la lactosa, etc…, son rasgos bien conocidos que sabemos que varían en diferentes poblaciones. Pero Pardis Sabeti, una médica-científica iraní-estadounidense, de la Universidad de Harvard, ha desarrollado un método para identificar regiones génicas que, al otorgar algún tipo de ventaja, se han visto selectivamente favorecidas en la evolución humana. Empleando una estrategia que desarrolló junto con el genetista Eric Lander, Sabeti analizó el genoma humano en busca de pruebas de lo que ella llamó «eliminaciones selectivas» recientes. Sabeti ha identificado múltiples rastros delatores de selección positiva en todo el genoma, huellas genético-arqueológicas de la selección en acción en nuestra secuencia de ADN. Un ejemplo de ello es un gen llamado EDAR, en el que parece haber surgido un cambio en el centro de China hace unos treinta y cinco mil años y que ahora portan la mayoría de los asiáticos orientales. Un modelo de ratón que lleva esta variante EDAR asiática tiene el cabello más espeso y un mayor número de glándulas sudoríparas. Ello lleva a creer que el aumento de esta variante podría deberse a una ventaja selectiva en la termorregulación, la selección sexual, o quizá ambas. Actualmente, Sabeti está estudiando la resistencia natural a la fiebre de Lassa en África Occidental. El virus causa una fiebre hemorrágica con efectos similares a los del virus ébola y es, asimismo, mortal. Pero, sorprendentemente, en Nigeria y Sierra Leona, grandes segmentos de la población expuestos al virus se muestran resistentes a él. Sabeti espera que su investigación genética identifique el origen de esta resistencia, que podría ser clave para frenar futuras epidemias.

Incluso más interesante que las escasas diferencias que existen entre las razas es lo que todas tenemos en común. Como hemos visto, desde que nuestro linaje se separó del linaje del chimpancé entre cinco y siete millones de años antes, solo hemos tenido tiempo para ser un 1% distintos en lo referente a la evolución genética. Pero en ese 1% están incluidas las mutaciones cruciales que nos convierten en las criaturas pensantes y parlantes que somos. Se puede discutir si otras especies poseen formas limitadas de conciencia, pero está claro que ninguna ha producido un Einstein. Los cromosomas de los humanos y los de los chimpancés son muy parecidos. Sin embargo, los chimpancés tienen 24 pares mientras que nosotros tenemos 23 pares. Además, resulta que nuestro cromosoma 2 se produjo por la fusión de dos cromosomas de los chimpancés. Existen diferencias también entre la versión humana y la de los chimpancés en el cromosoma 9, que es más grande en los humanos, y el cromosoma 12, que es más grande en los chimpancés. También hay algunos ejemplos de inversiones o saltos de cromosomas que difieren en humanos y en chimpancés. Pero es difícil decir si todas estas diferencias son significativas. Algunos de los últimos descubrimientos más interesantes sobre ese 1% de diferencia entre humanos y chimpancés se basan en una lógica evolutiva simple. Como hemos visto, la selección natural hace un trabajo realmente bueno conservando las secuencias de aminoácidos de las proteínas importantes. Las mutaciones que ponen en peligro la función de la proteína, al ser perjudiciales para el individuo que las porta, se eliminan de la población por selección natural. Como resultado, podemos observar un alto grado de conservación de la secuencia en los genes de organismos tan diversos como los humanos y los gusanos nematodos. Pero ¿qué pasa con los casos en los que esta regla de la conservación del gen se rompe en el linaje humano? Quizá sean esas precisamente las regiones que deberíamos estar observando. Un gen se ha conservado durante cientos de millones de años y, de repente, de manera exclusiva en nuestros antepasados, empieza a evolucionar con rapidez, presumiblemente en respuesta a una fuerza selectiva específica de hominización o a una intervención externa. El gen FOXP2 es un ejemplo claro que, como vimos anteriormente, está implicado de algún modo en el lenguaje humano. La secuencia de aminoácidos de este gen es, más o menos, idéntica en todos los mamíferos, lo que sugiere un alto grado de conservación selectiva, excepto en nuestra especie, más los neandertales y denisovanos. Es por lo tanto tentador sugerir que el gen FOXP2 sería la posibilidad de vislumbrar un momento trascendental en el origen del lenguaje.

Desde su identificación en 2001, el gen FOXP2 ha sido el gen más estudiado en relación a la capacidad humana del lenguaje. Las personas que tienen una única copia funcional del factor de transcripción codificado por este gen presentan diferentes problemas asociados al lenguaje, tanto en el aspecto del aprendizaje y control de los complejos movimientos oral y faciales necesarios para el habla, como en el campo expresivo y receptivo del lenguaje oral y escrito. La evolución del gen FOXP2 resulta especialmente interesante al analizarla en paralelo a la evolución humana. Tras la separación del linaje humano del linaje del chimpancé se produjeron dos sustituciones de aminoácido en la proteína codificada por el gen FOXP2 en la especie humana. Esto significa que en seis millones de años, no sólo aparecieron, sino que se fijaron en las poblaciones humanas dos mutaciones en la región codificante, una tasa de evolución más acelerada de lo normal, teniendo en cuenta la conservación del resto de la proteína, lo que además apunta a la existencia de selección positiva para los cambios. Todo ello dentro del contexto histórico en el que apareció el lenguaje oral como forma de comunicación de la especie humana. Los primeros estudios con ratones en los que se había introducido los dos cambios específicos del gen FOXP2 de los humanos, indicaban que su presencia afectaba principalmente a las regiones cerebrales conectadas por circuitos cortico-basales, circuitos esenciales, entre otros aspectos para la capacidad de hablar y el lenguaje humano. Además, los ratones con la forma humana del gen presentaban un mayor número de dendritas reflejando una mayor capacidad de formar nuevas conexiones neuronales. Un estudio, dirigido por Wolfgang Enard y Ann M. Graybiel, publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, analiza en profundidad el comportamiento de los ratones con la versión humanizada de FOXP2 y revela que estos ratones aprenden más rápido que los ratones control. En el trabajo se analizó la manera como ratones con la versión humanizada del gen FOXP2 realizaban diversas pruebas de comportamiento que habían sido diseñadas para evaluar la influencia del gen en dos sistemas de aprendizaje, el procedimental, basado en la memoria necesaria para llevar tareas rutinarias automatizadas, y el declarativo, que requiere memorizar lugares o eventos. Ambos sistemas interaccionan para optimizar el comportamiento pero también pueden competir. Los investigadores observaron que, por ejemplo, durante actividades donde únicamente se requerían habilidades motoras, los ratones con la copia humanizada del gen FOXP2 se comportaban igual que los ratones control. Sin embargo, cuando la tarea requería convertir memorias declarativas en rutinas habituales, en los ratones con la versión humanizada del gen FOXP2 se favorecía de forma más rápida la transición de aprendizaje declarativo a procedimental. O sea, que la copia humanizada del gen FOXP2 hacía que fuera más fácil convertir una actividad en rutina.

En conjunto, aunque todavía quedan por explicar algunas cuestiones, como la contribución de las memorias declarativa y procedimental en el aprendizaje del lenguaje humano, los resultados obtenidos en el trabajo indican que los dos cambios de aminoácido en el gen FOXP2 ocurridos en el linaje humano contribuyeron a modelar el cerebro para adaptarlo a la adquisición del lenguaje. Con estos resultados, el gen FOXP2 continua revelando, no sólo sus secretos sino los de la evolución de la especie humana. El gen FOXP2 sigue siendo una de las diferencias genéticas más intrigantes entre los humanos y los chimpancés. En 2005, los investigadores completaron el primer borrador del proyecto del genoma del chimpancé, documentando las variaciones en el ADN que configuran ese 1% de diferencia con respecto a los humanos, que King y Wilson identificaron antes de que se inventara la secuenciación de ADN. Al comparar las dos secuencias de ADN alineadas, este inventario inicial documentó treinta y cinco millones de variaciones. Pero una comparación diferente reveló cientos de fragmentos de ADN eliminados o insertados entre las dos especies, que suponían un total de noventa millones de bases si se las compara de principio a fin, lo que quiere decir que la similitud general entre nosotros y los chimpancés es realmente de un 96%. Pero podemos centrarnos en las diferencias que se encuentran no solo en los genes propiamente dichos sino también más allá de las secuencias de codificación, en lo que afecta a su regulación. Ahora tenemos también los genomas de otros grandes simios, como los del orangután y el gorila, para poder comparar. Todo indica que los humanos somos grandes simios con unos cuantos interruptores genéticos exclusivos y especiales, que tal vez nos fueron implantados mediante manipulación genética artificial. El ADN puede proporcionarnos un relato individualizado de nuestros ancestros. Ello implica que la historia de nuestro linaje evolutivo está escrita en nuestras moléculas de ADN. Pero nuestro ADN mitocondrial y nuestro cromosoma Y tal vez nos contarán historias diferentes, la que viene de nuestra rama materna y la que viene de la rama paterna.

Fuentes:

  • Paul Strathern – Crick, Watson y el ADN
  • James D. Watson – ADN. El secreto de la vida
  • Bryan Sykes – Las siete hijas de Eva
  • Miguel Pita – El ADN dictador: lo que la genética decide por ti
  • Nessa Carey – ADN basura
  • Blaine T. Bettinger – El árbol genealógico: guía para el uso de las pruebas de ADN y genealogía genética
  • Raul A. Alzogaray – Una tumba para los Romanov y otras historias con ADN
  • Pääbo, Svante – Ancient DNA
  • Sitchin, Zecharia – El 12º planeta
  • David Icke –El Mayor Secreto

El ADN, ¿nos ayuda a descubrir el rastro de nuestro pasado?

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