«La medicina y el arte parten del mismo tronco». «Ambos tiene origen en la magia, sistema basado en la omnipotencia de la palabra.
El arte de la palabra, con la acumulación de muchas generaciones de médicos, devolvió al ser humano su consonancia armónica con el cosmos, eliminando la perturbación que causaba la enfermedad», asegura el médico inmunólogo Andrzej Szczeklik.
Y también explica que la palabra farmacia viene de «ph-ar-maki», en egipcio, es decir «el que protege». Así aparece inscrita en jeroglíficos antiguos, desde hace cinco mil años. También es una palabra del griego antiguo: «pharmakon» significa remedio, pero también veneno.
Asclepio era el dios de la medicina y la curación, hijo de Apolo y Corónide. Los templos de Ascleopio estaban llenos de serpientes. Precisamente, el emblema de la medicina y la farmacología son dos serpientes en torno a un bastón (con una balanza al fondo en el caso de los últimos). Es el báculo o vara de Asclepio para los griegos, o Esculapio para los romanos, pero es un símbolo arcaico de Mesopotamia. La serpiente es un reptil que muda de piel escabulléndose de la vejez, y con el don de sanar, pero también de matar. Remedio y veneno, las dos serpientes enfrentadas son el equilibrio de estas dos fuerzas. Con el tiempo, pasó a ser una.
«Katharmós» eran aquellas ceremonias que pretendían purificar al enfermo de sus culpas, armonizándole. En los templos de Asclepio, ofrecían al dios un sacrificio propiciatorio (que en la Baja Antigüedad solía ser un gallo) y se sometían a ayunos y abluciones. Los sueños se narraban a los sacerdotes del templo, mientras que Asclepio realizaba sus visita o ronda nocturna. A la mañana siguiente, despertaban libres de la enfermedad, purgados y purificados (katharsis). Los «kathartai» eran los purificadores en la Grecia prehipocrática, los antecesores de los médicos. Se creía que el alma estaba aprisionada en el cuerpo por los pecados y necesitaba purificarse para liberar la enfermedad. Para aliviarse y aplacarse, utilizaban la danza y la música, o el éxtasis.
Para Paracelso (quien curó a 18 reyes y príncipes ya dados por perdidos por otros médicos), el «arqueo» era un alquimista interno que separaba los alimentos beneficiosos de los nocivos. La curación consistía en ayudar a este arqueo a hacer su trabajo, a liberarlo de las fuerzas que le oprimían. «Arkhé» era la naturaleza original y duradera de las cosas. Fue de los herreros, gitanos, barberos, pastores… de los que aprendió el arte de sanar a través de la intuición. Intuición viene del latín «intueri», es decir, contemplar, para presentir la realidad. Ahora ya sabemos que los elementos de nuestro cuerpo tienen origen estelar: literalmente somos polvos de estrellas. Paracelso, también astrólogo, ya intuyó en el ser humano un microcosmos constituido de los mismos componentes del cosmos, y al mismo tiempo, entendía el cosmos, el universo, como un ser viviente. “Pues el cielo es el humano y el humano es el cielo. No solo las estrellas forman el cielo, sino que hay estrellas en nosotros, la fuerza del humano viene del firmamento superior, y todas sus fuerzas están en él. Tal como el mismo sea fuerte o débil, de modo que el firmamento está también en el cuerpo”.
Mientras que en el cosmos, las estrellas de neutrones emiten púlsares, ondas
electromagnéticas de gran intensidad y de una regularidad perfecta, en el hipotálamo de nuestro cerebro hay un oscilador central que reside en dos aglomeraciones de materia gris (los núcleos). Su mecanismo consiste en ciclos recurrentes. Los llamados «genes reloj» codifican las proteínas que se acumulan y frenan la transcripción génica, y cuando las proteínas se degradan, vuelve a funcionar la transcripción génica y se reanuda el ciclo de producción de proteínas. Es como un reloj rítmico sincronizado, y todas las especies del mundo lo contienen. Está sincronizado con la emisión de señales diurnas, oculto en el cerebro por encima del cruce de nervios ópticos, que le aportan información sobre el mundo. Las neuronas, mientras, le aportan información del mundo interior.
Pero hay otros ritmos: la de la secreción endocrina, la del sueño y la vigilia o la del latido del corazón. Además del marcapasos central, todos los tejidos y órganos poseen su propio oscilador circadiano (osciladores periféricos).
En una época dominada por la higiene, la noticia de que el sistema digestivo de cada uno de nosotros alberga cien trillones de bacterias es chocante. Aunque no nos sirvan, como los herbívoros, para asimilar la celulosa, sí nos aportan el diez por ciento de toda la energía asimilada en los intestinos y producen importantes componentes nutritivos como la vitamina K. Mientras, el sistema inmunitario es capaz de reaccionar de manera específica ante todos los antígenos procedentes de nuestro entorno («anti», ‘opuesto’ y «geno», generar; que genera o crea oposición), puesto que ha sido equipado para ello en el útero materno, y lo hace con billones de anticuerpos distintos. Cientos de moléculas que se convierten en anticuerpos al unirse con el antígeno. Miles de millones de células piden la contraseña a las otras células, y si hay duda, movilizan un poderoso ejército para destruir al intruso que ha traspasado la barrera del yo. Incluso las señales inmunológicas de las regiones más remotas del cuerpo, van a parar al sistema nervioso central.
Pero en la biología, la colaboración y la cooperación son tan frecuentes como la competencia. Los organismos compiten a escala local, pero sus interacciones, desde lo global, hacen que el medio ambiente esté más adaptado a la vida y les sea más favorable. La vida es una red encarnada. La lucha por la supervivencia a menudo resulta no en la evolución de un yo más fuerte y más desconectado, sino en la disolución del yo en una relación. El altruismo es propio de las sociedades humanas, caracterizadas por una división del trabajo y una amplia cooperación de los grupos humanos que nada tiene que ver con los lazos sanguíneos. Es una anomalía en el mundo animal, incluso en los primates. La excepción la constituyen algunas sociedades de insectos (las abejas o las hormigas), y una especie de topo. Darwin consideraba «una particular dificultad imprevista y fatal para toda mi teoría» el comportamiento solidario de las abejas obreras, que pierden la capacidad reproductora para dedicarse de lleno a la colmena. Edward O. Wilson, entomólogo y biólogo, nos recuerda que hay entre mil y diez mil billones de hormigas de más de doce mil especies actuando en el planeta. Cada hormiga pesa apenas un gramo, pero en su conjunto suman tanto como todos los seres humanos. «Karl Marx tenía razón, el socialismo funciona, es solo que tenía la especie equivocada», escribe en su libro «Las hormigas».
«La evolución se ha producido bajo el lema de la colaboración y la simbiosis» escribió Lynn Margulis, en “Captando genomas”.
En el año 1975, Margulis elaboró la hipótesis sobre el origen simbiótico de la vida, que sostiene que la primera célula con núcleo surgió gracias a la simbiosis, a la agrupación de los organismos compuestos por células sin núcleo. En ese proceso habría de desempeñar un papel esencial la transferencia de genes: en la célula nuclear, los genes informativos provienen de arqueobacterias, y los genes operadores, de eubacterias. Somos «bacterias simbióticas mutantes fusionadas».
Pero también en una parcelita minúscula de suelo fértil, en apenas ocho gramos, son miles de millones de organismos los que interactúan. El suelo es una sustancia viva que transforma los materiales que encuentra, poniéndolos a disposición de las plantas. «En un puñado de tierra puede que haya más microorganismos que seres humanos en el planeta, y entre cinco y diez mil que están aún por descubrir», afirma el biólogo David W. Wolfe. La palabra humano viene del latín humanus, compuesta por humus (tierra) y el sufijo -anus que indica pertenencia.
En un texto sánscrito del año 1500 a. de C. ya se decía:
“De este puñado de tierra depende nuestra supervivencia. Sobre él nuestro alimento, nuestro combustible y nuestro refugio. Nos rodea de belleza. Si abusamos de él, el suelo acabará por destruirse, y con él, la humanidad entera”.
“Vivimos en la pesadilla del empirista: hay una realidad mucho más allá de nuestra percepción. Nuestros sentidos nos han fallado durante milenios. Solo cuando dominamos el vidrio y pudimos producir lentes transparentes y pulidos, pudimos mirar a través de un microscopio y finalmente darnos cuenta de la enormidad de nuestra antigua ignorancia» afirma el biólogo David George Haskell. Él se sentó durante un año en la misma piedra del mismo bosque, contemplando y tomando notas para escribir un libro. «Es lamentable que la práctica de escuchar, en general, no tenga cabida en la formación formal de los científicos. En esta ausencia, la ciencia falla innecesariamente. Así somos más pobres y posiblemente suframos más. ¿Qué regalos de Nochebuena podría dar a sus bosques una cultura que escucha?»
El reduccionismo, explica Szczeklik, es propio de la física moderna, surgió
Se cuenta que una noche, Tales de Mileto, ensimismado mientras contemplaba las estrellas en su jardín, absorto en la observación y sumido en los pensamientos, cayó en un pozo. A lo lejos, oyó una sonora carcajada: la que reía era una muchacha tracia, una criada, divertida porque alguien que buscaba el camino del cielo no supiera andar en la tierra.
Fuentes:
«Catarsis: Sobre el poder curativo de la naturaleza y del arte»
«Core. Sobre enfermos, enfermedades y la búsqueda del alma de la medicina».
«Las hormigas». Edward O. Wilson.
«En un metro de bosque: un año observando la naturaleza». David George Haskell
“Captando genomas”. Lynn Margulis y Dorion Sagan.
«El subsuelo». David W. Wolfe.
http://www.theguardian.com/commentisfree/2015/mar/25/treating-soil-like-dirt-fatal-mistake-human-life
http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2021/01/catarsis-para-sanar-de-pulsares-latidos.html