La mejor arma para enfrentarse a las fake news, las noticias falsas, dice la filósofa Virginia Moratiel, es el saber, la filosofía, es decir, «no un saber puramente teórico, sino práctico, cuya piedra de toque se encuentra en la ética».
Por Virginia Moratiel, doctora en Filosofía
Existen varios tipos de noticias falsas, guiadas por propósitos diferentes: desde aquellas que pretenden ser una sátira o una parodia y no persiguen causar daño o engañar, hasta las que intentan perjudicar o incriminar a otros; desde las que suplantan las fuentes originales para atribuirse textos apócrifos —como ocurre con algunos poemas de Whitman o de Borges que circulan en la red—, hasta las que presentan un contenido auténtico en un contexto equivocado. De igual modo, su creación obedece a distintas causas: desde la ignorancia y la rivalidad, efectuada con humor o con saña, hasta el narcisismo del canalla que se cree capaz de emular la obra de los genios sin que nadie se dé cuenta.
Pero lo cierto es que el fenómeno de las fake news ha existido siempre, sólo que ahora le prestamos más atención por dos razones. Primero, por la multiplicación exponencial de esta clase de noticias desde el uso masivo de Internet y de las nuevas tecnologías de comunicación e información. Esta coyuntura se ha agravado con la pandemia, porque, al promoverse la distancia entre individuos, la cultura se ha vuelto mucho más dependiente de la tecnología. Segundo, a causa de los escándalos provocados por la intervención de Cambridge Analytica, la empresa que utilizó los datos de los perfiles de redes sociales como Facebook y envió noticias fraudulentas o mensajes engañosos atendiendo al perfil psicológico de sus miembros, obtenido mediante un test de personalidad. Así se consiguió manipular la intención de voto en el Brexit y en varios comicios presidenciales, a saber, en las elecciones argentinas de 2015 a favor de Macri, en las norteamericanas de 2016 a favor de Trump y en las brasileñas de 2018 a favor de Bolsonaro, según vemos, favoreciendo en todos los casos a la derecha, incluso podríamos decir a la derecha más radical. En México, el problema se viene denunciando desde 2012 debido al uso de cuentas e informaciones falsas cuyo objetivo era desviar la atención del descontento hacia Peña Nieto, entonces candidato del PRI, ocultando noticias desfavorables a él y opacando la imagen pública de su contrincante.
No se puede negar que las noticias falsas, igual que los rumores, son inevitables y sólo se puede enseñar a distinguirlas de las legítimas como, por ejemplo, hace la Página de First Draft News, una ONG dedicada a la lucha contra la desinformación en línea. Eso, aparte de establecer un límite legal que resguarde los datos privados y nos proteja del constante bombardeo de la publicidad, sin afectar a la libertad de expresión. Las noticias falsas sólo representan el lado oscuro de la comunicación y suelen incrementarse cuando hay bandos enemigos en una guerra o en una competición, particularmente en la batalla política para alcanzar el poder. Eso no quita que la información, los medios digitales y el periodismo en general no tengan también su lado luminoso. Como ya había anunciado McLuhan, gracias a Internet, cada lugar del planeta se convirtió en una «aldea global» y ahora las noticias llegan hasta el último de sus rincones y desde allí se difunden de manera instantánea a todo el mundo. Esto visibilizó a muchas minorías, así como a individualidades, al permitirles alzar su voz y luchar por sus derechos, lo cual democratizó el espacio cultural que había sido anquilosado por el partidismo y la endogamia de ciertas instituciones, por ejemplo, de la Universidad. Pero, a la vez que se extendía el efecto democratizador, las redes servían para atentar contra la democracia, porque, al no haber ninguna instancia ni criterio para distinguir lo bueno de lo malo, lo bello de lo feo, en definitiva, lo verdadero de lo falso, se sometieron a la dictadura del «me gusta».
Las noticias falsas sólo representan el lado oscuro de la comunicación y suelen incrementarse cuando hay bandos enemigos en una guerra o en una competición, particularmente, en la batalla política para alcanzar el poder
Así, la sociedad de la información se convirtió en la sociedad de la desinformación, produciendo un estado de deterioro del conocimiento, del gusto y de la opinión pública que valida el convencimiento expresado por Platón, tanto en la República como en su diálogo El Político, de que la democracia directa sirve de caldo de cultivo para la demagogia hasta hacerla desembocar en la tiranía. Para ejemplo, el último premio de poesía Espasa, dotado con 20.000 euros, concedido a un bloguero que nadie conoce y cuenta con miles y miles de seguidores, cuyos poemas han recibido las máximas críticas de los poetas españoles por su mediocridad.
Pero el proceso de la desinformación no sólo se produjo como efecto de lo material o lo exterior, es decir, como resultado de un sistema económico y de unos artefactos a su servicio, cuyo objetivo es fomentar la competitividad y el individualismo. Más bien se podría decir que la tecnología acompañó y ratificó lo que el periodismo venía haciendo desde mucho tiempo antes. No en vano ya desde el siglo XIX se llamó a la prensa cuarto poder, dada su constante injerencia en los asuntos sociales y políticos gracias a esa capacidad suya para tergiversar los acontecimientos y las declaraciones de los entrevistados mediante la redacción de titulares que actúan como gancho para ganar un público determinado y orientan todo el desarrollo de la noticia.
Lamentablemente, también la filosofía contribuyó de manera esencial a la incertidumbre y a la confusión. Me refiero a la posmodernidad, que anunció la muerte del sujeto y, para reivindicar lo fragmentario o divergente, denunció los relatos universales mediante una interpretación torcida de la historia de la filosofía. Convenció de que los discursos holísticos, planteados desde la totalidad —como el de Hegel—, son necesariamente totalitarios, despreciando las enseñanzas del propio Hegel, quien mostró que los conceptos de lo verdadero y lo falso siempre son relativos y, por eso, se transforman con facilidad el uno en el otro, dependiendo del contexto en que se engloben. Lo único completamente falso es la absolutización atemporal de una afirmación, porque la verdad es el conjunto de todas las posibles perspectivas que se desarrollan a lo largo de la historia, incluidos los puntos de vista que nos podrían parecer infames o superfluos, y, por tanto, siempre está abierta a una nueva interpretación que viene desde el futuro. Sin duda, la focalización de lo diferente permitió escuchar a los marginados o detractores del orden establecido, pero la desconexión de los discursos particulares al final pobló el ciberespacio de un sinfín de noticias falsas y produjo una proliferación de voces e intereses discrepantes que hizo imposible crear una narrativa común capaz de enfrentar a los poderes globales. Esto colaboró al desprestigio social de la filosofía, aumentado por la actitud de ensimismamiento de la Academia, enfrascada en sus luchas internas de poder, para las que utilizó como criterio la cantidad y no la calidad de los conocimientos.
La filosofía nació del humilde reconocimiento de la falta de seguridad en nuestras afirmaciones y de que, en todo caso, cada uno construye su verdad de forma paulatina mediante un aprendizaje, posible sólo si nos abrimos respetuosamente a los demás y entramos en diálogo con ellos
Esta es la situación actual, la de la «modernidad líquida» —como la llama Zygmunt Bauman—, una sociedad fluida y volátil, sin valores sólidos, donde el desasosiego, provocado por la rapidez de los cambios debida a la instantaneidad y viralización de las noticias, ha debilitado los vínculos humanos; una sociedad dominada por las empresas e instituciones capitalistas que redefinieron el digitalismo adaptándolo a la lógica del beneficio y haciéndolo omnipresente. Es la era de la posverdad, en la cual los hechos objetivos tienen menos influencia que las emociones y las creencias personales, porque, gracias a ellas, se consigue modelar la opinión pública y las conductas sociales. Se trata de un mundo donde es más importante que algo aparente ser verdadero a que lo sea.
Precisamente, lo que dio origen a la filosofía fue el deseo de distinguir la apariencia de la verdad y de comprometerse con la última. De hecho, su nacimiento está vinculado al juicio y condena de Sócrates, quien fue acusado por corromper a la juventud y por introducir nuevos dioses en la ciudad-Estado. Sin duda, dos noticias falsas —en el sentido actual de la expresión— que generaron en los votantes de la asamblea ateniense emociones negativas en torno a temas muy sensibles para la población griega de entonces: la patria y las nuevas generaciones. El juicio, evidentemente, tenía connotaciones políticas, porque Sócrates cuestionaba el subjetivismo y el relativismo dominantes en Atenas, que al final incidían en la falta de ética de sus gobernantes. Su método anclaba el saber en el individuo —el famoso «conócete a ti mismo»—, para poner en evidencia el carácter ficticio de nuestras supuestas certezas. Estas pueden desmoronarse con facilidad, ya que son creencias que vienen desde fuera, opiniones distorsionadas inculcadas por la sociedad, que se basan en una reacción emotiva y aceptamos por costumbre. Igual que Sócrates, sólo sabemos que no sabemos nada. La filosofía, entonces, nació del humilde reconocimiento de la falta de seguridad en nuestras afirmaciones y de que, en todo caso, cada uno construye su verdad de forma paulatina mediante un aprendizaje, posible sólo si nos abrimos respetuosamente a los demás y entramos en diálogo con ellos. La docta ignorancia constituye el punto de partida, porque permite construir un auténtico saber que posibilita la convivencia social, justa, equitativa, un saber que ya no es relativo, pues en él no manda el criterio del sujeto ni los deseos particulares de cada uno, sino una racionalidad que aspira a lo común, lo válido para todos, la ley, el concepto.
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Ya con Platón la verdad se identifica con el bien y entonces la filosofía declara abiertamente que su fin consiste en formar políticos honestos, individuos capaces de remontar la oscuridad de la caverna y alcanzar por sí mismos la verdad, para luego volver y ayudar a salir de las tinieblas a los antiguos compañeros de cautiverio, quienes creen reales las sombras reflejadas en las paredes de la cueva. Hoy el mito nos resulta mucho más cercano y fácil de comprender. Que las cosas son copia de ideas es evidente si tenemos en cuenta que lo único que conocemos son las imágenes creadas por nuestra mente gracias a las conexiones neuronales, que estructuran el material proporcionado por las sensaciones. Además, existen copias de la copia —los eikona, en griego—, que son las sombras, comparables con ciertas imágenes artísticas, fotográficas o digitales, que imitan la realidad. Resulta muy fácil de entender que este nivel es el más lejano a la verdad y donde existe la mayor posibilidad de que se filtre el error. Así, cuando Platón condena a la poesía y la echa de la ciudad ideal en el Libro VII de la República, lo hace en el marco de una educación programática para los ciudadanos. Pretende conjurar el peligro que entraña el carácter engañoso del arte, no tanto por reproducir miméticamente una realidad que ya es copia del mundo ideal, dado que la imitación no está dentro de los objetivos de la poesía lírica. Lo que le preocupa es el recurso a las emociones en el ámbito discursivo, el hecho de que, en cierto sentido, ellas hechizan y persuaden induciendo a la equivocación, como sucede con el parlamento de Agatón en El Banquete, quien busca mediante astucias congraciarse con el auditorio y lo conmueve, nublándole el acceso a la verdad a través de la sensiblería. Es obvio que Platón quiere evitar los discursos políticos demagógicos así como aquellos que halagan a los gobernantes, construidos con mentiras que al final conducen al pueblo cegado hacia la tiranía. Por eso, la mejor arma para enfrentarse a las noticias falsas es el saber, la filosofía, es decir, no un saber puramente teórico, sino práctico, cuya piedra de toque se encuentra en la ética.
Sobre la autora
Su nombre original es Virginia López-Domínguez. Es doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), donde fue profesora titular durante 30 años y vicedecana de la facultad. Especialista en idealismo alemán, en 2008 dejó la docencia en la UCM y adoptó el nombre de Virginia Moratiel. Desde entonces ha publicado novela, cuentos y minirrelatos. Desde 2014 reanudó su labor académica como profesora visitante en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Buenos Aires y como Visiting Scholar en la universidades de Harvard y Oxford.