Como por curiosidad, o por azar, la libélula, entre sus vuelos, va posándose, ocasionalmente, a lo largo de la ribera del río en cualquier saliente, ahora en un junco, ahora en una piedrecita ribeteada de agua, y luego, quizás, en los dedos juguetones de un niño. Por qué se detiene en algunos sitios concretos y no en otros parece un misterio. Tan misterioso como por qué la atención humana se entretiene en unos aspectos y no en otros en un momento dado.
Los objetos de la atención aparecen, y pueden suscitar todo tipo de pensamientos y emociones, y no solo los más conocidos sino otros más sofisticados, como nos cuentan en BBC Future: “¿alguna vez has sentido algo de mbuki-mvuki? (el irresistible deseo de “quitarte la ropa cuando bailas”) o ¿quizás un poco de kilig?, (la agitación nerviosa que se siente al hablar con alguien que te gusta) o ¿de uitwaaien? (que sintetiza los efectos revitalizadores de pasear en medio del viento). Son palabras tomadas del bantú, el tagalo y el holandés, respectivamente”.
Cuando apreciamos que esa observación, nos produce una nueva emoción a la que podríamos inventarle el nombre de “disfrute venturoso”, una especie de emocionante jugueteo infantil compuesto principalmente de curiosidad (ver imagen arriba), lo llamamos descubrimiento, e implica una mezcla de asombro y veneración. Cuando este asombro-veneración no está dirigido a la “forma-aspecto” de un objeto determinado de la consciencia, más o menos atractivo según nuestra historia y nuestra cultura, sino a la esencia universal de ese objeto, implica, más allá de la emoción descubridora, la más profunda de las emociones, el amor.
La asombrada veneración, que conlleva el amor se acompaña, a su vez, del sentimiento de aceptación-paz y del sentimiento de felicidad-alegría, más profundo, cuanto más impersonal.
El interés apasionado, o deseo por un objeto, dado se deriva del deseo de “encontrar lo bueno, el placer” y el de “escapar de lo malo, del sufrimiento”. Y, conlleva, en último término, un “deseo” personal (en el fondo solo impersonal) de fundirse amorosamente con lo deseado. Esta fusión destruye, igual que el orgasmo sexual diluye la líbido, ese mismo último deseo profundo que le llevó al amor por el objeto,
Además del deseo del objeto existe otro motor de nuestra atención que consiste en la incertidumbre que siempre nos acompaña, ya que es imposible comprender racionalmente la red de causas infinitas que confluyen en cada evento. Estos motores nos hacen buscar el conocimiento, conocer qué es lo que está apareciendo, e incluso con lo que está por aparecer y conocer. Si este conocimiento de un objeto de la consciencia se transforma en una comprensión no intelectual, una percepción integral de su esencia compartida con el resto de los objetos, sin ponerle un nombre que separe ese objeto del resto de los objetos, nombres y conceptos se puede denominar sabiduría, o estado de no dualidad (no objeto, no sujeto), que, si es verdadera, aquí y ahora, siempre es impersonal.
Y viceversa, la sabiduría que comprende la esencia profunda y compartida de todas las cosas, al saber que el sujeto y el objeto son la misma cosa, no puede dejar de amarlas.
Al deseo de asombro-veneración unido al deseo de resolver la incertidumbre lo llamamos curiosidad. Este deseo es universal dándose en todos los pueblos y culturas, según analiza, machaconamente, Dostoievsky en sus novelas. La curiosidad es, pues, el motor profundo que nos imanta a profundizar desde la forma hacia la esencia de las cosas. De este modo, todas las curiosidades que van apareciendo en relación con la vida que rodea al observador, desde el vulgar cotilleo, hasta la creación artística más exquisita, no constituirían otra cosa que una manifestación de este ansiar profundo de la consciencia (curiosidad) por acercarse a la esencia.
Como hemos visto, mientras el acercamiento al objeto se mantiene centrado en sus aspectos más formales, siempre generará cierto grado de incertidumbre, desasosiego. Pero si la consciencia, que es la herramienta esencial para conocer algunas de las características superficiales del objeto, se dirige hacia el mismo proceso de concienciar, más que a lo concienciado, o sea, hacia sí misma, desaparecerá como sujeto y ya no apreciará características particulares en el objeto. Simplemente conocerá al objeto de un modo no externo, sino que se habrá convertido en el objeto mismo, o mejor dejará de ser tanto sujeto como objeto al yacer en la esencia infinita que comparten y que, por tanto, no tiene representación ni en conceptos ni en palabras finitos. Deja, por el camino, de necesitar el conocimiento de las características superficiales del objeto, porque se ha sumergido en la esencia profunda, más allá de la mente, y, por tanto, sin incertidumbre posible, porque toda incertidumbre es mental. La consciencia nunca podrá convertirse en su propio objeto de observación porque, precisamente, es el sujeto que observa al objeto, pero sí puede desaparecer como “sujeto observante de un objeto” para, simplemente condensarse en la esencia universal.
Por supuesto mantendrá indemne toda su potencialidad para funcionar en modo “conocimiento intelectual” si en un momento dado precisa conocer ciertas características superficiales de los objetos observados para un uso práctico: por ej., “este árbol me puede dar sombra ahora que tengo calor”. El exceso de mente cuando no se precisa, produce un exceso de incertidumbre, de ahí que el arte de vivir implique un cierto equilibrio, siempre cambiante, entre el uso práctico de la mente para resolver cuestiones prácticas y el reposo profundo de la mente en la esencia no dual: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del Cesar”.
Ahora ya podemos ir deshaciendo el misterio de nuestra libélula parando en lugares aparentemente azarosos y luego volviendo a su vuelo. Y del mismo modo podemos aclarar el misterio de la atención humana entreteniéndose en unos aspectos para luego pasar a otros.
Quizás este proceder, no sea tan misterioso…, pero sí tan trascendente: ¡nada menos que todo el universo confluye para que la libélula se pose en unos sitios en lugar de otros y, lo mismo ocurre para que la atención se enfoque en un cruce del espacio-tiempo concreto! ¡No hay forma de provocarlo ni de impedirlo!, ¡ocurre! Los infinitos condicionamientos de todo tipo, que incluyen todo el universo, mediados por la curiosidad, determinan tanto el vuelo de la libélula como el movimiento de la atención.
Si aparece el pensamiento “voy a concentrarme en esto, que me produce ahora más interés y no en aquello” da la sensación de que hay alguien concreto que decide en qué aspectos se va a concentrar, pero la idea de concentrarse en esto y no en aquello también está condicionada y no podemos elegirla, ni provocarla ni reprimirla, ya que cualquier idea de provocación o represión también es, simplemente, otra idea que llega, no nuestra, ni mía, aparece. En definitiva, la atención ocurre, igual nos da saber si lo hace azarosamente o por un condicionamiento infinitamente complejo y que no podemos desentrañar intelectualmente. Lo que sí podemos decir es que la atención busca su propia esencia, más allá de la forma, y que, por tanto, todos los movimientos de la atención están guiados por la esencia que curiosamente busca, bien a través del placer, bien a través del sufrimiento, con el fin de trascender ambos mediante el amor y la sabiduría.
Hemos visto que esa mente curiosa, como el curioso viaje de la libélula, curiosamente, es el motor, el principio de la acción hacia el autoconocimiento, el movimiento del universo hacia el conocimiento de sí mismo. Pero también el viaje de la libélula incluye paradas en los distintos juncos, y en las distintas piedras, donde, de cuando en cuando, levemente, se va posando, para su descanso y disfrute. Lo mismo parece hacer el conjunto del universo que, como las dos caras de una misma moneda, se presenta, ya como movimiento-búsqueda de la felicidad-sueño-forma, ya en forma de reposo-amoroso-en la verdad-sin forma.