En ningún otro momento de la historia humana hemos sido tan autoconscientes sobre lo que comemos. Es algo especialmente evidente en materia moral. Ya no se trata de asegurar una correcta ingesta calórica y una saludable variedad de alimentos, sino también de minimizar nuestro impacto medioambiental en el camino. Las variantes más extremas de este modelo de pensamiento, como el veganismo, han ganado mucha tracción en los países occidentales. Y es razonable pensar que a medio y largo plazo se convertirá en una tendencia dominante.
Pero nuestra peculiar relación con la comida abarca también a lo nutricional. Nos preocupa consumir alimentos prefabricados. Llevamos años sumergidos en un ciclo de concienciación y debate sobre el impacto de los pesticidas, los transgénicos y muy especialmente el azúcar. Al dominio histórico de la industria en materia alimentaria, presión a la comunidad científica incluida, le ha seguido un acalorado debate sobre lo conveniente de su ingesta. El azúcar cómo símbolo de una alimentación industrial e insalubre, en contraposición a lo orgánico y lo natural.
Hemos hablado largo y tendido sobre este giro hacia lo «natural» en la regulación de Nutriscore y sus problemas para catalogar correctamente lo «bio»; en los métodos de fertilización alternativos, como las flores; o en el consumo de productos cárnicos más exclusivos y más desatados de las líneas de producción industriales. En el camino han aparecido las verduras y las frutas, a las que solemos asociar un componente orgánico y sostenible, inmaculado, directamente surgido de la naturaleza, que no siempre tiene una correspondencia con la realidad.
Lo ilustra este estupendo gráfico elaborado por @SmartBiology3D en el que se compara cómo eran algunas de las verduras y frutas que comemos hoy en día hace cientos o miles de años. La transformación es brutal, se debe a la acción humana y es en gran medida fruto de una «ingeniería genética» ancestral y rudimentaria, por prueba y error, que ha forjado los alimentos que hoy conocemos. El aguacate no era más que una pequeña bola compuesta mayoritariamente por su hueso; la zanahoria una raíz sin mayor atractivo; y el melocotón un pequeño huevo anaranjado más próximo a las bayas de un arbusto que a una «fruta» moderna.
Es algo lógico. La agricultura no consiste únicamente en plantar semillas y recoger sus frutos. A lo largo de la historia el ser humano ha mejorado y perfeccionado los sistemas de cultivo y de recolección, maximizando cosechas y buscando el mayor rendimiento calórico y nutricional por cada metro cuadrado sembrado. Este proceso no siempre ha sido rápido (la transición desde la agricultura rotativa se gestó a lo largo de siglos, por ejemplo), pero sí se ha acelerado desde que la «Revolución Verde» transformara por completo los usos y costumbres del campo a mediados del siglo XX. Producir más, producir mejor. Siempre ha sido así.
Gráficos como este arrojan luz sobre la historia de la alimentación y desmitifican en muchos aspectos tendencias como la «paleodieta«, la idea de que puedes alimentarte tal y como hacían tus antepasados hace miles de años. Esta premisa es irreal, como también lo es idealizar un pasado más orgánico y natural en el que el ser humano vivía en armonía con los elementos y no había caído presa de la corrupción moral que trajo consigo el mundo industrializado. Siempre hemos tratado de modificar nuestros alimentos, ya fueran verduras o animales. Con herramientas más precarias, pero con intenciones no muy alejadas de las contemporáneas.
Observar este cambio tan drástico en los alimentos es posible a través del arte y de sus bodegones. Se trata de una historia ya célebre: aquellas sandías y melones retratados por los artistas europeos de la Edad Moderna contaban con surcos internos de apariencia dura y poco comestible que troceaban y minimizaban la pulpa, la carne interior del fruto. Aquellos «melones» del pasado tienen poco que ver con las pelotas redondas, gigantes y llenas de sustancia que disfrutamos hoy en día. Si es así es gracias a la selección que los agricultores llevan practicando siglos.
Es algo que ha sucedido también con cultivos más trascendentales para la alimentación de la humanidad, como el trigo o el maíz. Pese a su aspecto «natural» lo que observamos en nuestros campos rurales hoy en día poco tiene que ver con lo que miles de años atrás encontraron nuestros antepasados de forma salvaje en su entorno. Hace 9.000 años, una mazorca de maíz no superaba los 19 milímetros y se presentaba ante nuestros ojos con un color grisáceo poco apetecible. Allá donde se daba de forma natural no existían más de una decena de variedades. Su productividad era tirando a baja. Problemas que los humanos de antaño solucionaron.
Hoy en día la mazorca estándar ronda los 20 centímetros, contamos con unas 200 variedades y se cultiva en casi 70 países distintos, muy lejos ya de su nicho originario en América. El maíz se ha convertido en la principal fuente de alimento del planeta, con más de 800.000.000 toneladas producidas al año y con una productividad de 5 toneladas por hectárea. Nada de esto hubiera sido posible desde un punto de vista «natural». Es la artificialidad de lo que comemos la responsable de que la humanidad coma hoy más y mejor que nunca.
En este artículo de hace unos años se pueden observar otras transformaciones semejantes, como la del melocotón. En un tiempo en el que las etiquetas «natural» (cómo olvidar aquel tenderete legendario que presumía de vender «croquetas naturales«) pueblan alimentos producidos de forma industrial y en el que la agricultura tradicional y orgánica ha ganado cierta tracción popular es importante recordar que ni la una ni la otra son lo que solemos creer que son. La mejor prueba de todo ello son los frutos que una vez nos comimos y que, siglos después, seríamos incapaces de llevarnos a la boca. Precisamente gracias a que no son naturales.
https://magnet.xataka.com/un-mundo-fascinante/frutas-verduras-hoy-no-se-parecen-nada-a-hace-siglos-este-grafico-ilustra