Bill Langlois tiene una nueva amiga, una gata llamada Sox. Está en una tableta y lo hace tan feliz que comienza a llorar cuando habla de cómo llegó a su vida. Langlois, un jubilado de 68 años sabe que es un aparato, que hay unos técnicos que lo están viendo, escuchando y tecleando las respuestas de Sox, que suenan metálicas y monótonas. Pero es una voz que le acompaña. “Encontré algo muy confiable y a alguien muy atenta, me ha devuelto la vida”, afirma. “Hacemos un gran equipo”, responde Sox que estaba escuchando.
Uno de los últimos prodigios de la inteligencia artificial en “animales de compañía” es Moflin, capaz de elegir entre un número infinito de combinaciones de patrones de sonido y móviles para responder y expresar sus emociones. Su algoritmo le permite pasar por distintos estados de ánimo. Los lunes aparece un tanto apático, con frecuencia se estresa, puede estar contento para manifestar un notable cansancio al final de la semana. En suma, un adorable hámster ganador del premio a la mejor robótica en el CES 2021.
Vamos por la vida con un arma de distracción masiva en el bolsillo. Con un dispositivo maravilloso que pone el mundo al alcance de nuestra mano, sí, con un artilugio que cuentan que es la puerta al conocimiento
«Cuando te conviertas en un chico de verdad…háblales de mí a las mujeres cuando crezcas», le suelta Gigolo Joe en la película AI de Spielberg.
Solo son algunos ejemplos que indican la intensa relación entre la máquina y el hombre. No voy a entrar en el viejo debate sobre las ventajas e inconvenientes de la inteligencia artificial, la robótica o la automatización, sencillamente son evidencias del natural progreso. Nadie duda de que las tecnologías hacen la vida más fácil, cómoda y productiva.
La duda llega con el posible precio de este progreso. “La automatización altera la forma en que actuamos, aprendemos y lo que conocemos”, afirma Nicolás Carr. El autor describe casos como los inuits, indígenas del círculo polar ártico que hasta hace poco se orientaban por la dirección de los vientos y las estrellas o las corrientes de agua. Todo cambió cuando los jóvenes empezaron a circular con motos de nieve y GPS para abrirse camino entre aquellos vastos espacios. A su vez, con los extravíos, incidentes mecánicos y congelación de las baterías aumentaron los accidentes y las muertes. Una destreza adquirida “requiere el mismo esfuerzo que el propio software ahorra”, señala Carr. Pero es evidente que esas motos eléctricas trajeron otra serie de sustanciales ventajas.
No es necesario irse al Ártico para comprender el asunto, porque es algo bastante cotidiano. Sin entender mucho del funcionamiento del cerebro, intuyo que funciona como cualquiera de nuestros músculos. Un sistema que forma el 40% de nuestro cuerpo, es el responsable de generar movimientos y realizar funciones vitales, lo que nos permite mantenernos activos a diario. Cuando no se usan, esos órganos inactivos se atrofian. Quien haya pasado por un accidente y su correspondiente baja y rehabilitación lo entiende perfectamente .
Todo ocurre en la cabeza, que es un misterio formado por 100.000 millones de neuronas. Diferentes neurocientíficos como Gary Small (El cerebro digital) o David Bueno i Torrens (Cerebroflexia), han explorado algunos cambios que se están produciendo en el cerebro, ocupados en la ardua labor de averiguar que papel desempeñan las nuevas tecnologías. Parece que los llamados nativos digitales disponen de menos conexiones en la zona de gestión de la memoria del cerebro, porque una parte de esta función se ha externalizado hacia los aparatos digitales. Se ha depositado el esfuerzo y la retención para recordar en un disco duro externo, como se explica en adiós memoria.
Un cerebro estimulado aprende en la interacción con el medio ambiente, recibe y procesa los estímulos del exterior. Dicen los que saben de niños, que una infancia felizmente estimulada garantiza un buen paquete de conexiones para el aprendizaje, el aprovechamiento de los conocimientos, habilidades, destrezas, actitudes y aptitudes. Al contrario que un cerebro hiperestimulado. Capacidades como la memoria, la atención, la observación y su consiguiente sentido de orientación, entre otras, son reemplazadas por una tecnología que permite encontrar o recordar un dato a golpe de un clic, o que te impide perderte casi en cualquier lugar, aun queriendo. Una tecnología que ofrece un ejercicio inmediato con un resultado inmediato y una gratificación inmediata.
El exceso de estímulos que recibimos desde que abrimos un ojo por la mañana hasta la noche prescribe una difícil ingesta que satura la percepción. Un escritorio con un montón de ventanas abiertas, con una atención dispersa y flotante en varias pantallas, y un sinfín de alertas y sonidos que interrumpen la concentración, es lo que algunos llaman multitarea, otros preferimos hablar de estado en distracción permanente.
Conectar y desconectar al inicio de cada tarea es un notable desgaste, que le exige un importante esfuerzo al cerebro, aunque haya emergido la alegre figura del nativo digital que se encontró al hiperactivo multitarea, capaz de emprender varias acciones a la vez. Sin embargo se cuestiona su rendimiento, eficiencia , con el precio que su dispersión exige.
Algunos estudios, como los realizados por Eppinger, Kray y Mecklinger, muestran que cuando el cerebro avanza y retrocede de una tarea a otra, los circuitos neuronales tienen que hacer un breve receso, al igual que cuando se cierra y abre un ordenador, que necesita unos segundos. Cada vez que la atención cambia de objetivo, los centros operativos del lóbulo central deben activar otros circuitos neuronales distintos. El paso de atender una tarea a otra, una y otra vez, por ejemplo en la redacción de un correo al tiempo que organizaban la agenda, podía disminuir la eficacia de la acción en un 50% respecto a cuando primero hacían una cosa y luego la otra.
Sabemos que la inteligencia artificial es un conjunto de tecnologías que hacen que las máquinas puedan percibir, comprender, actuar y aprender, y es posible que para ampliar las capacidades humanas. Y es cierto, pero no siempre, ni todas. El fácil y rápido acceso a la información y el entretenimiento ha desarrollado una recompensa inmediata, con una significativa pérdida de paciencia. Con la pausa y el silencio desaparecidos hemos entrado en otra narrativa , con un tiempo que dejó de ser continuo para ser siempre inmediato.
Los chicos listos del Silicon Valey del otro lado del océano hace un tiempo que se convirtieron en confesos arrepentidos, además de predicadores. Como se ha indicado en la mentira como peligro, el control como solución, diferentes documentales como “The social dilema” (El dilema de las redes sociales), producido por Netflix, siempre muy atenta a la corrección política, cuenta que “investiga” los diferentes asuntos que se producen en torno a las redes sociales, tanto personales, como profesionales, incluso generacionales.
Con el desparpajo de un publirreportaje de la cadena, aparece una galería de expertos en la cosa de las tecnologías de la información, como ingenieros, programadores, con el Internet de las cosas y la inteligencia artificial como bandera. Tristan Harris, exdiseñador, imparte unas lecciones de ética con Google, que acompaña Aza Raskin, cofundador de Asana, Justin Rosenstein, extrabajador de Facebook y cocreador del botón de Me Gusta de dicha plataforma, entre otros muchos. Todos muy jóvenes, muy talentosos, convertidos en profetas de las perversiones de la Red, pioneros del Bit Tech, que se sienten y confiesan arrepentidos por la creación del monstruo.
Este y otros documentales están abundantemente acompañados de literatura sobre lo “malos que fuimos haciendo aquello con la tecnología”. Ahí tenemos a Sherrey Turkle, allá en los noventa, con su clásico de “La vida en la pantalla”, que tenía un significativo subtítulo “la construcción de la identidad en la era de Internet”. La autora que vendía aquello de que el usuario no solo utiliza la máquina, también construye su “yo”, aunque tampoco lo definiera, aludiendo a esa práctica diaria de “las ventanas, convertidas en una metáfora poderosa para pensar el yo como sistema múltiple, distribuido”. Eran los tiempos del célebre Second Life, cuando funcionaba como un cohete y todavía no había llegado la crisis debida en parte a una falta de comunicación entre usuarios y empresa, y en parte incapaz de afrontar los tiempos con otras adaptaciones tecnológicas.
La economía del dato es muy prolífica en sus consecuencias e interpretaciones. Una línea de reflexión ronda la “neurosis del tiempo real”, que genera la posibilidad o acaso la impresión de abarcar una visibilidad integral y completa de la vida en todos los instantes en los que se manifiesta. El tiempo real convertido en un hiperpresente. Una red de objetos conectados y de sensores que pueden medir distintos hechos simultáneamente intensifican este tiempo real, desplazando la posible continuidad de la atención, una vez expulsada la memoria.
Vamos por la vida con un arma de distracción masiva en el bolsillo. Con un dispositivo maravilloso que pone el mundo al alcance de nuestra mano, sí, con un artilugio que cuentan que es la puerta al conocimiento. Curiosamente, con “eso” en el bolsillo permanecen en línea de salida una serie de aplicaciones que reclaman nuestra atención en estado de alerta.
La tecnología se podría entender como la habilidad para disponer del mundo de forma que no tengamos que enfrentarnos a él, revelaba en una entrevista el arquitecto Max Frisch, lo cual no es una mala idea.
Foto: Rodion Kutsaev.