Este respetado fraile benedictino y guía espiritual, nació en 1906 en Inglaterra en el seno de una familia de clase media. Educado en Oxford, dejó su país natal en 1955, atraído por la filosofía y religión de la India, adonde fue en busca de «la otra mitad de su alma». Se instaló en el ashram de Saccidanada, llamado Shantivanan (Morada de la paz), conduciéndolo desde 1968 hasta su muerte con un estilo sencillo que incorporaba elementos tanto orientales como occidentales. Llegó a ser reconocido como un gurú por los aldeanos de la ciudad, viviendo voluntariamente en la pobreza y consumiendo sólo lo indispensable. Para él, la vida debía estar libre de necesidades artificiales viviéndose al día y en equilibrio con la naturaleza. Así, en el ashram se cultivaba únicamente lo necesario para la subsistencia.
Aunque cristiano devoto, portaba el «Kavi» hábito azafrán del santón hindú ― y andaba descalzo. Todo lo que hace referencia a él representa la simplicidad, valor central de su vida, que fue adoptando paulatinamente al ir asimilándose a la austera India. Contrario a las grandes ciudades por su deshumanización y alejamiento de la vida natural, rehusó asimismo la seguridad de la vida monacal. Vivió consecuentemente su convicción de que la libertad espiritual se consigue sólo a través del desapego, abogando por las comunidades pequeñas de cooperación mutua para el crecimiento de todos, en armonía con la naturaleza, y con la mayor prescindencia posible de necesidades materiales. «Vivir despojado», no como un sacrificio, sino gratamente, como un camino para encontrar el gozo espiritual.
El Padre Bede consagró gran parte de su vida al estudio y la comprensión de la relación entre la religión cristiana y la tradición religiosa hindú y budista, sin dejar de lado la integración entre ciencia y misticismo. Esto ha hecho que se le compare con Lama Govinda. Para ambos, debía producirse un cambio cultural profundo, una síntesis entre Oriente y Occidente, donde la ciencia occidental y el pensamiento y tradición oriental encontraran un desarrollo compartido. Las religiones están unificadas en su origen, difiriendo sólo en lo exotérico. Al profundizar en su contenido esotérico nos acercamos a su fuente. Cada tradición encierra una verdad eterna que se manifiesta de forma distinta, siendo la tarea actual de la humanidad el ir en busca de esa verdad esencial e interna de cada tradición, de donde emergerán las posibles soluciones.
El Padre Bede creía en un renacimiento de las verdades profundas a través del enriquecimiento del cristianismo con la experiencia oriental. La comprensión e interrelación entre ellas produciría paulatinamente la emergencia y florecimiento de las simientes verdaderas. Pensaba asimismo que la incorporación de una visión no dualista (advaita) era esencial para la sobrevivencia espiritual humana. Junto al privilegio del aspecto contemplativo de la experiencia religiosa, está el «abandono de sí mismo», primeramente de los sentidos y luego de la mente y sus limitaciones. La forma de llevar esto a la práctica es a través de la meditación, la que permite experimentar algo de la realidad trascendente y del acercamiento a Dios. Su realización perseverante y prolongada incidirá en la actitud hacia las otras personas y hacia el mundo circundante, propagándose sus efectos a todas las cosas.
El camino hacia la espiritualidad es difícil de llevar a cabo si no se tiene un entrenamiento adecuado. Por esto, las personas comunes necesitan «apoyos», como la oración, los rituales, los cantos devocionales. Todo tiene su lugar, como asimismo el amor hacia las personas, hacia la naturaleza y la belleza, lo que facilita un acercamiento mayor a este gran misterio trascendente. Es la percepción del universo como un organismo vivo y sagrado, del que todos y todas las cosas formamos parte. Esto es válido para cualquier religión, y estas verdades comunes, y por tanto posibles de compartir, eran las realzadas por el Padre Bede. La idea de un Dios trascendente pertenece mas bien al punto de vista bíblico, pero es perfectamente compatible con el enfoque hinduísta de un Dios inmanente.
Como ésta, hay gran cantidad de verdades esenciales que pueden ser complementarias y que merecen ser trabajadas en este tiempo, buscando la unificación. La expresión «venimos de la unidad y vamos a la unidad» manifiesta que existe afinidad en la esencia tanto del hinduísmo como del budismo y del cristianismo, y que sus diferencias y contradicciones sólo están en la superficie. La distorsión de una verdad y, por lo tanto, el inicio de las diferentes corrientes, comienza en el momento mismo en el que aquella entra en nuestro mundo de tiempo y de materia, debido a los distintos grados de comprensión y a la necesidad de emplear el lenguaje, de por si insuficiente e imperfecto, para referirse a lo ilimitado, a lo divino.
Otra diferencia aparente entre Este y Oeste es la concerniente a la relación con Dios. Para el oriental la relación con Dios es en términos de consciencia, donde el pecado es la ignorancia, vista como inconsciencia de niveles superiores de mayor amplitud. En la tradición judeo-cristiana la relación se concibe en términos morales, como pecado versus virtud. Pero ambos están interrelacionados. Al situarse la ignorancia en la consciencia y el pecado en la voluntad, son dependientes entre sí. Para el cristiano, Dios es omnipotente allá en el Cielo, y el hombre, su criatura acá en la Tierra, trata de merecer su Gracia mediante la práctica de la virtud. El oriental ve la unidad de Dios en todos los seres y acontecimientos, y busca a Dios dentro de sí como una parte de Dios que es el mismo. A nivel profundo ambas versiones son valederas y convergentes.
Para la tradición hindú, Dios es Sat-chit-ananda (Ser-Conocimiento-Bienaventu-ranza), pura consciencia. Para el cristianismo, Dios no sólo puede considerarse como un estado de consciencia, sino como una relación de amor. El amor cristiano sería paralelo al ahimsa (la no violencia) del hinduísmo y a la compasión del budismo, aunque cada cual con un carácter distintivo. En la tradición hindú, la persona al final desaparece, pero en la tradición cristiana, la realidad última es personal o interpersonal. Mediante el amor nos salimos de nosotros mismos y nos entregamos a otro, y sin perdernos en el otro somos uno, pero a la vez diferentes. En la consciencia existe una sola identidad, pero no ocurre así en el amor, ya que él implica al amante y al amado, cuya comunión los convierte en uno. Es una paradoja.
Todos tenemos la misma capacidad de trascendernos y experimentar la unidad con Dios, diferenciándonos en los diversos grados de apertura hacia lo divino. Esta posibilidad coincide en las diferentes religiones, aunque con matices. Para el hindú es posible devenir Dios, pero para el cristiano esta realización no puede ser completa para un ser humano. Podemos unirnos a El, experimentar Su amor, pero El estará siempre más allá, debido a nuestras limitaciones. No podemos ser Él.
Se aprecia una marcada diferencia entre Oriente y Occidente en la concepción del tiempo. En las religiones orientales el tiempo es cíclico: personas y avatares vuelven una y otra vez y no hay un final. Hebreos y cristianos, en cambio, tienen un punto de vista lineal donde el tiempo transcurre hacia un final en el que Jesús lleva todo a un nuevo comienzo en otro plano: culminación y trascendencia del tiempo y el espacio en la resurrección.. Al ser lineal esta perspectiva, esta trascendencia se produciría en un momento histórico, a diferencia del hindú, que transita en su proceso de devenir Dios a través de los ciclos de renacimiento. La base común de estas visiones está en la posibilidad de revelación divina, factible a todos de acuerdo a su capacidad y grado de apertura. Capacidad que puede crecer y llegar a ser total.
Un paso inicial y fundamental para esta transformación es la fe, no en su sentido común de creencia, sino como anhelo de conocimiento profundo. Estrictamente hablando, la fe es una iluminación de la mente, pero se emplea indebidamente como sinónimo de creencia en lo no demostrable. La fe debe llevar a la experiencia, y ésta a la apertura de la mente ante la realidad trascendente, el verdadero conocimiento. Así, la fe debe actuar como motor para un comienzo en el experimentar y conocer. Sin esto, se transforma en teología vacua, puramente intelectual. La mera creencia no nos salva ni nos transforma, es limitada, pasiva. Sólo una «fe conformada por el amor», una fe real, nos abre a lo divino. Y de esta tenemos poca en el cristianismo, donde muchos sólo creen.
Desde remotos tiempos se ha simbolizado a Dios, la divinidad, la realidad última, con la luz, en oposición a la oscuridad de la ignorancia, el pecado y la muerte. Curiosamente, sin embargo, para el Padre Bede lo supremo se encuentra en la «divina oscuridad», tras un viaje que sobrepasa a la imaginación, a los pensamientos, a la mente, hasta llegar a Dios, oculto en las profundidades del inconsciente. En el trayecto hay que descartar muchos demonios y distracciones, los que parecieran ser ―desde el punto de vista del Padre Bede― fenómenos de la luz. Toda visión sería consecuencia de la luz, de un mundo témporo-espacial, de no-Dios, quien es lo no formado, lo invisible, lo incognoscible. Así, Dios sólo puede ser encontrado en la oscuridad del centro interno del ser.
El cristianismo necesita crecer, reconstruir su teología con nuevos aportes, pues el Platonismo y el Aristotelismo que la fundamentaron en el Medioevo ya se hacen insuficientes. Una fuente de esa nueva savia se puede encontrar en el misticismo oriental, en sus intuiciones profundas coincidentes, más allá de lo exotérico separatista. Otra fuente viva de aporte debería ser la ciencia contemporánea, cuya visión del mundo ha ido penetrando gradualmente todos los estratos y su asimilación tendrá que llevar a una nueva teología. La ciencia está redescubriendo lo sagrado y la realidad reverenciable del universo. Se vuelve a la concepción de que el cosmos se refleja en nosotros. Ella desapareció durante el Renacimiento cuando se instauró la división entre el ser humano como observador separado de un universo material exterior a él. Para el hindú todo es sagrado, pero como el cristiano occidental ha perdido esta visión ― que todo pueblo nativo inicialmente tuvo necesita recuperarla. En ese proceso son de gran ayuda las ideas de Einstein, Bohm, Sheldrake, Capra y otros que, al modo occidental, han redescubierto los viejos valores universales. Es una oportunidad histórica única para renovarnos y ampliar nuestro horizonte de comprensión.
Actualmente hay una gran efervescencia por esta búsqueda, lo que ha producido en diferentes niveles acercamientos entre Este y Oeste. El transplante ideológico y cultural es bilateral. Así como occidente se vuelca hacia oriente en busca de respuestas existenciales, así también los orientales implantan en sus pueblos los valores de la tecnificación, industrialización y ciencia occidentales, en contrapunto con la vida tradicional conservada por las generaciones mayores. Todo este movimiento de transferencia debería, a pesar de demoras y conflictos, llevar a una síntesis valiosa para ambos, en la que los valores profundos de ambas partes confluyan y se encuentren. Se puede apreciar en la práctica que las nuevas ideas científicas como la teoría cuántica, el orden implicado o los campos mórficos son aplicables tanto a escala humana como a nivel fundamental, fusionándose así el macrocosmos y el microcosmos en un todo único e indivisible. Las implicancias son de tal magnitud que no se pueden limitar sólo al ámbito científico, sino que comprometen en igual medida a la filosofía, al misticismo, y a toda la consciencia humana.
A pesar de la diversidad de intereses del Padre Bede, su gran obra fue su vida, su búsqueda de simplicidad, su constancia en llevar su comprensión a la experiencia, y su esfuerzo continuo por el logro de la unificación de lo mejor de las religiones oriental y occidental. En especial, la búsqueda de lo que nos une por sobre lo que nos separa, la persecución de las coincidencias por sobre los antagonismos aparentes. Él veía a la hermandad humana subyacer bajo cualquier diferencia aparente, y en forma intuitiva buscaba los puentes de comunión. Esta cualidad se evidenciaba ya en su primera juventud, cuando formó una comunidad con sus amigos en Inglaterra, como alternativa a lo que estimaba como artificioso y superficial en el intelectualismo, la industrialización e incluso las grandes iglesias. Este hombre sensible, que de joven se extasiaba ante la poesía, y que con los años se transformó en un erudito, fue paralelamente descartando de su vida todo lo no esencial, todo artificio y exceso. Supo rodearse de lo mejor de la tradición oriental y del pensamiento occidental, acudiendo a congresos de ciencia y misticismo con la vanguardia de la ciencia contemporánea, leyendo a los más connotados filósofos, teólogos y místicos. Por sobre todo, fue un gran ecumenista que supo aprender de la esencia de todas las corrientes y sintetizarlas en su vida y afán unificador.
Algunas de sus obras son: The Golden String, que describe su búsqueda espiritual; The Marriage of East and West (Matrimonio entre Oriente y Occidente), que habla de la síntesis de pensamiento entre ambas tradiciones; Return to the Center, que contiene pensamientos sobre la unificación religiosa; Christ in India, con ensayos sobre religiones comparadas y filosofía; y su última obra, The Cosmic Revelation, sobre los Vedas. Además de los escritos, el Padre Bede logró hacer de su ashram un centro de encuentro de personas de diferentes religiones, en un ambiente de paz, sencillez y calma que propiciara las prácticas contemplativas y el diálogo en comunión. Una biblioteca esencial, comida vegetariana, meditación, cánticos budistas, hindúes y cristianos, velas e incienso, se reunían en una atmósfera espiritual universalista en la que no existía la segregación.
El Padre Bede Griffiths falleció el 13 de Mayo de 1993 en su ashram, a la edad de 86 años, dejando una gran tarea por continuar, como es el fortalecimiento de ese puente tendido entre el cristianismo y las tradiciones orientales, el que significará una base fundamental para la sobrevivencia espiritual.