«Gracias a todos los trabajadores y clientes de Amazon: ¡Vosotros habéis pagado todo esto!»
Exclamó Jeff Bezos después de su viaje al espacio. Dueño del yate más caro del mundo y exCEO de Amazon y director de la fundación ‘Bezos Earth Fund’ para salvar el planeta.
En las redes sociales no faltaron las críticas a las condiciones laborales de los trabajadores de Amazon: tácticas antisindicales, salarios bajos, despidos aleatorios para «motivar la productividad», un trabajo frenético e inhumano y conductores de reparto sin seguro médico, obligados a orinar en botellas debido a la presión para cumplir con los plazos de la empresa.
“Realmente no crees lo de orinar en botellas, ¿verdad? Si eso fuera cierto, nadie trabajaría para nosotros», respondió la empresa al representante estadounidense Marc Pocan. Pese a ello, tuvieron que admitir que muchos son los trabajadores que trabajan para ellos en esas condiciones.
«Antes decías «no importa el trabajo mientras que me paguen», ahora es «no me importa lo que me paguen mientras tenga trabajo», explicó el sociólogo Jorge Moruno en «La fábrica del emprendedor. Trabajo y política en la empresa mundo.»
Antes, el trabajo se concebía como la manera de hacer algo por la sociedad: el trabajador creador de valor. Hoy, la sociedad te permite el lujo de poder trabajar. El trabajo ha pasado de ser una forma que sirve para vivir, a ser un medio para servir, estando disponible constantemente. Cada vez más hay más gente que trabaja y sigue siendo pobre, ya no es un mecanismo integrador, no siempre te garantiza los medios de subsistencia. Pero, paradojicamente, sigue siendo necesario para integrarse, para ser ciudadano de derechos en esta empresa-mundo.
¿Por qué, en una época de abundancia sin precedentes, le damos mucho más
importancia al trabajo que nuestros antepasados, y seguimos tan preocupados por la escasez?, se pregunta el antropólogo James Suzman en su libro «Trabajo. Una historia de cómo emplamos el tiempo».
Y explica como los ju/’hoansi comparaban la noción de trabajo asalariado con la pérdida del paraíso en la historia bíblica. Los ancianos rememoraban con el antropólogo cuando el territorio era libre y vivían de la caza y de la recolección. Un entorno desértico, pero que casi siempre les proporcionaba lo suficiente para comer, aún de manera arbitraria. Hasta que en 1920, llegaron los granjeros blancos y la policía nacional al Kalahari. En un entorno tan hostil, la agricultura a gran escala requería mucho trabajo, por lo que capturaron a los bosquímanos como esclavos, manteniendo como rehenes a sus hijos. No faltaban los maltratos físicos para inculcarles que el trabajo dignifica. Pero cuando en 1990 Namibia se independizó de Sudáfrica, los avances tecnológicos dependían menos del trabajo de los ju/’hoansi, así que los expulsaron de sus tierras.
Es una historia que recuerda a la del geógrafo Alexander von Humboldt sobre la situación de las colonias en Nueva España (actualmente México). Se lamentaba Humboldt de que en Nueva España, no había industria de balleneros, y en cambio, en la costa Este de EEUU era una industria muy pródiga. El esperma de ballena se cotizaba muy alto en los mercados. Pero los estadounidenses tenían el problema de que para llegar al Pacífico, que era donde estaban los cachalotes, tenían que ir por el Cabo de Hornos o bien por el Cabo de Buena Esperanza. Un rodeo extremadamente largo. Pero los de Nueva España no tenían ese problema, ya que colindaba podían salir directamente a la mar en busca de estos animales. Y sin embargo, escribe Humboldt: «En esas tierras calientes», daba la impresión de que no había mucho interés por la industria ballenera. Todo el mundo vivía conformándose con tener una hamaca y una guitarra. Eran tan negados al comercio, que intercambian la hamaca por otra cosa, aunque por la noche la volvieran a necesitar. Y para mayor desgracia, se quejaba Humboldt, la tierra les provee de muchos alimentos, especialmente plátanos, de grandes cualidades nutritivas y de fácil cultivo. Parecía una vida placentera, por lo que era necesario infundirles el espíritu de sacrificio, el anhelo por el trabajo, a estos indios perezosos por naturaleza. La solución, quizás, radicaba en destruir las plataneras, y todas la existencia de condiciones más elementales para la vida de la población.
La población debía ser expropiada, lógicamente con violencia, de sus condiciones de existencia. Producir un hambre artificial, una escasez, para que surja el mercado de la fuerza de trabajo.
“Ahora sabemos que los cazadores-recolectores como los Ju / ‘hoansi no vivían constantemente al borde de la inanición. Más bien, por lo general estaban bien alimentados; vivían más que la gente en la mayoría de las sociedades agrícolas; rara vez trabajaban más de quince horas a la semana; y pasaban la mayor parte de su tiempo en el descanso y el ocio», explica Suzman.
Ya en 1966, el antropólogo Richard Borshay Lee defendió esta idea en una
conferencia, dieciocho meses después de investigar en el Kalahari. También el antropólogo Colin Turnbull, quien descubrió que los bambuti en el Congo (bosque de Ituri) disponían de una economía del «compartir» como extensión lógica de su relación con el entorno que los alimentaba, una tierra que les ofrecía sus dones. Además, su economía estaba respaldada por la confianza que tenían en la providencia de su entorno como para nunca almacenar comida o recoger más de lo que era necesario para satisfacer las necesidades inmediatas. Pero a estas arduas tareas no las llamaban «trabajo», y muchos menos existía el trabajo asalariado, empleo, acumulación, etc.
El origen del término «trabajo» como la fuerza necesaria para mover un objeto a una distancia determinada, no apareció hasta 1828, cuando Coriolis describía el proceso de golpear una bola de billar. Pero las máquinas de vapor económicamente viables ya existían desde unos años antes. El término «trabajo» le permitía describir, medir y comparar con precisión las capacidades de cosas como la rueda hidraúlica, los caballos de tiro, la máquina de vapor… y los seres humanos. Además, era una palabra que transmitía sufrimiento físico, esfuerzo y tormento, perfecta para la doctrina cristiana de la pérdida del paraíso y la noción de que el trabajo remunerado bajo la disciplina de un poderoso, es el único trabajo real, el único que otorga ciudadanía, dignidad y autoestima.
No en vano, la palabra «trabajo» deriva del latín tripalium, que era una
herramienta parecida a un cepo con tres puntas o pies que se usaba inicialmente para sujetar caballos o bueyes y así poder herrarlos. También se usaba como instrumento de tortura para castigar esclavos o reos. De ahí que tripaliare significa tortura o causar dolor.
En cualquier caso, alega Suzman: si trabajo servía para describir cualquier transferencia de energía, entonces vivir, la vida en sí, ya es trabajar.
Especialmente en la especia humana. «Si la mayoría de las especies de animales han desarrollado una serie de capacidades muy especializadas que se perfeccionaron durante generaciones de selección natural, permitiéndoles explotar entornos específicos, nuestros antepasados acortaron este proceso al volverse más plásticos y versátiles. En otras palabras, se volvieron más hábiles en la adquisición de habilidades.»
«Muchos rasgos y comportamientos animales difíciles de explicar han sido determinados por la sobreabundancia estacional de energía más que por la batalla por unos escasos recursos. En esto puede residir la clave de por qué nosotros, la especie que más energía derrocha de todas, trabajamos tanto.»
Porque energía no nos falta. A pesar de lo indefensos que están los recién nacidos de Homo sapiens, su cerebro nunca descansa. Somos glotones del mundo informívoro.
“La gran mayoría del costo energético de nuestros cráneos se dedica a procesar y organizar información. También es casi seguro que somos únicos en términos de la cantidad de trabajo de generación de calor que hacen estos órganos, que de otro modo estarían inmóviles, al generar pulsos eléctricos al reflexionar sobre la información, a menudo trivial, que recopilan nuestros sentidos. Así, cuando dormimos, soñamos; cuando estamos despiertos buscamos constantemente estimulación y compromiso; y cuando se nos priva de información sufrimos”.
Por eso, como aseguró el antropólogo David Graeber: «Un ser humano que no puede tener un impacto significativo en el mundo, deja de existir».
En su libro, «Trabajos de mierda. Una teoría», describió estos trabajos como «una forma de empleo que es tan completamente inútil, innecesaria o perniciosa que ni siquiera el empleado puede justificar su existencia”. Y especifica: “los trabajos de mierda suelen inducir sentimientos de desesperanza, depresión y autodesprecio. Son formas de violencia espiritual dirigidas a la esencia de lo que significa ser un ser humano”.
«Muchísimas personas pasan toda su vida laboral efectuando tareas que, en su fuero interno, piensan que no haría falta realizar. […] El daño moral y espiritual que produce esta situación es realmente profundo; es una cicatriz en nuestra alma colectiva, pero casi nadie habla de ello».
La vida está llena de trabajo, actividades, tareas. La vida es movimiento. Y sin embargo se alienta a los trabajadores asalariados a ver su trabajo no como mantenimiento, cuidado y reproducción de la vida, ni como una manera de ayudar a otros (de hecho, cuanto más beneficie a los demás, y cuanto más valor social crea, menos probabilidades hay de que paguen por ello). Ni siquiera como creación de riqueza, sino como «abnegación, una especie de peinado secular, un sacrificio de alegría y placer que nos permite convertirnos en adultos dignos de nuestros juguetes consumistas”. Así lo define Graeber, y añade: «hemos inventado una dialéctica sadomasoquista extraña por la cual sentimos que el dolor en el lugar de trabajo es la única justificación posible para nuestros furtivos placeres de consumo».
«Nos hemos convertido en una civilización basada en el trabajo, ni siquiera en el «trabajo productivo», sino en el trabajo como un fin y un significado en sí mismo».
Fue en el Gran Desacoplamiento de los años 80. La productividad, la producción y el producto interior bruto seguían aumentando, pero el crecimiento de los salarios se estancó… excepto para los que tenían los sueldos más altos. No está claro que lo causó. Para algunos, fue la prueba clara de que la expansión tecnológica estaba canibalizando la mano de obra y concentrando la riqueza en menos manos.
«Desde al menos la Gran Depresión, hemos escuchado advertencias de que la
automatización estaba a punto de dejar sin trabajo a millones de personas. [El economista] John Maynard Keynes en ese momento acuñó el término
«desempleo tecnológico», y muchos asumieron que el desempleo masivo de la década de 1930 era sólo una señal de lo que vendrá. Y aunque esto podría hacer que parezca que tales afirmaciones siempre han sido algo alarmistas, fueron completamente precisos. De hecho, la automatización condujo a un desempleo masivo.
Simplemente hemos cerrado la brecha agregando trabajos ficticios que se inventan de manera efectiva.
Una combinación de presión política tanto de derecha como de izquierda, un sentimiento popular profundamente arraigado de que el empleo remunerado por sí solo puede convertirlo a uno en una persona moral plena y, finalmente, un temor por parte de las clases altas, ya señalado por George Orwell en 1933, de lo que las masas trabajadoras podrían hacer si tuvieran demasiado tiempo libre en sus manos, ha asegurado que cualquiera que sea la realidad subyacente, cuando se trata de cifras oficiales de desempleo en los países ricos, la aguja nunca debe saltar demasiado lejos del rango de 3 a 8 por ciento. Pero si se eliminan los trabajos de mierda del panorama, y los trabajos reales que solo existen para apoyarlos, se podría decir que la catástrofe predicha en la década de 1930 realmente sucedió. De hecho, más del 50 al 60 por ciento de la población se ha quedado sin trabajo».
“Catherine Lutz es una antropóloga que ha estado llevando a cabo un proyecto de estudio de bases militares estadounidenses en el exterior. Hizo la fascinante observación de que casi todas estas bases organizan programas de divulgación, en los que los soldados se aventuran a reparar las aulas de las escuelas o a realizar chequeos dentales gratuitos en pueblos y aldeas cercanas. La razón aparente de los programas era mejorar las relaciones con las comunidades locales, pero rara vez tienen mucho impacto en ese sentido; Sin embargo, incluso después de que los militares descubrieron esto, mantuvieron los programas porque tenían un impacto psicológico enorme en los soldados, muchos de los cuales se ponían eufóricos al describirlos: por ejemplo, «Por eso me uní al ejército», «De esto se trata realmente el servicio militar, no solo de defender a su país, ¡se trata de ayudar a la gente!» Descubrieron que los soldados autorizados a realizar tareas de servicio público tenían dos o tres veces más probabilidades de volver a alistarse. Recuerdo haber pensado: «Espera, ¿entonces la mayoría de estas personas realmente quieren estar en el Cuerpo de Paz?» Y lo busqué debidamente y descubrí: efectivamente, para ser aceptado en el Cuerpo de Paz, es necesario tener un título universitario. El ejército de Estados Unidos es un refugio para los altruistas frustrados».
Mientras, la empresa Canon en China solo permite a los empleados entrar a la oficina y reservar salas si sonríen por el «smile recognition». Da igual si se sienten o no realizados con su trabajo, lo importante es la curvatura de su boca. «Así que ahora las empresas no solo están manipulando nuestro tiempo, sino también nuestras emociones», dijo un usuario en Weibo.
Es el corazón administrado, la comercialización del sentimiento humano. Fue la socióloga Arlie Russell Hochschild quien introdujo la noción de «trabajo emocional». La supresión de las emociones en pos de un bien laboral mayor. Aquel que «induce o suprime los sentimientos para, así, obtener un aspecto exterior que produzca el estado mental adecuado en los demás».
Keynes pensó que serían «los hacedores de dinero resueltos y enérgicos» como Jeff Bezos y Richard Branson (fundador de Virgin Galactic, que también viajó al espacio), quienes nos guiarían hacia la tierra prometida económica, viviendo en la abundacia, con mucho tiempo libre. Y tan pronto como llegáramos, «el resto de nosotros ya no tendremos obligación alguna de aplaudirles y animarles».
«En esto se equivocaba», se lamenta Suzman.
Seguimos riéndonos de sus gracias.
«Es más probable que el catalizador que provoque los cambios radicales en «las costumbres sociales y las prácticas económicas» como dijo Keynes, sea un cambio rápido del clima (…), la ira causada por las desigualdades sistemáticas (…), o quizás una pandemia viral que exponga las carencias de nuestras instituciones económicas y cultura laboral, y nos lleve a preguntarnos qué trabajos son de verdad valiosos y a cuestionarnos por qué nos conformamos con dejar que nuestros mercados recompense mucho más a quienes desempeñan cargos con frecuencia inútiles o parasitarios que a aquellos que reconocemos como esenciales», reflexiona Suzman.
Fuentes:
«Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo». James Suzman.
«Trabajos de mierda: Una teoría. David Graeber.
«La fábrica del emprendedor. Trabajo y política en la empresa mundo.» Jorge Moruno.
https://www.aboutamazon.com/news/policy-news-views/our-recent-response-to-representative-pocan
Humboldt y el Progreso», fragmento segregado de Mientras los dioses no cambien nada habrá cambiado (1986), de Rafael Sánchez Ferlosio.
http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2021/07/trabajos-de-mierda-una-historia-de-como.html
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Relacionado
Lo cierto es que vivir hoy como cazadores recolectores es un poquito difícil, sobre todo si vives en una gran ciudad. Y hacerlo tumbado en una hamaca y comiendo plátanos, también.
El problema es que somos más personas que trabajos disponibles, y que siempre hay alguien dispuesto a hacer el trabajo que tu no quieres por la mitad del sueldo que tu rechazas. Somos así.
Esto demuestra una vez mas que una dictadura explotadora hace avanzar mas el desarrollo tecnologico