“Solo sé que no sé nada”, dijo Sócrates. Y con esas palabras no solo hizo gala de una enorme humildad intelectual, sino que también elevó la duda a un pedestal. La duda ha sido y sigue siendo la acompañante de los grandes pensadores. El pensamiento libre y trasformador nace de la duda. Solo poniendo en entredicho las convicciones y creencias más arraigadas podemos ir más allá de lo damos por sentado y construir algo diferente y propio.
Por desgracia, en los tiempos que corren la duda es denostada mientras se rinde pleitesía a un pensamiento único que se nutre de verdades inamovibles. Sin embargo, afrontar problemas complejos armados con certezas absolutas o verdades con mayúsculas solo conduce a grandes errores.
Prohibido dudar: La máquina de fabricar certezas
Dudar tiene mala prensa. Nuestra sociedad no premia al que duda y se demora. No premia a quien desea enfocarse, tomarse su tiempo para reflexionar y disentir de lo establecido para construir sus propias verdades y edificar su vida en base a ellas.
En cambio, premia al más rápido. Al que aplaude y amplifica el discurso oficialista. Al que toma decisiones automatizadas sin pensar demasiado porque nos han convencido de que lo más importante es seguir adelante. A como dé lugar. Avanzar. Avanzar. Avanzar. Sin espacio para la duda y la disensión.
De esa manera, movidos por consignas y eslóganes – que a menudo suenan bien, pero andan escasos de significado – nos apresuramos a juzgar sin conocer las circunstancias y mucho menos las motivaciones. La resonancia empática se convierte en un rara avis cuando tenemos prisa por seguir adelante y la duda se considera una pérdida de tiempo.
Así, cada vez menos personas conceden el beneficio de la duda. Cuando vivimos en una sociedad que se ha convertido en una máquina de fabricar verdades a golpe de sentencias políticamente correctas pero sesgadas y distanciadas de la realidad, nos transformamos en jueces implacables que se creen poseedores de una Gran Verdad.
Prácticamente sin darnos cuenta, expulsamos lo diferente. Ignoramos lo que genera dudas. Apuntamos el dedo acusatorio sobre los demás sin tiempo ni ganas para profundizar en sus causas y descubrir los atenuantes. El veredicto de culpabilidad es una mera formalidad porque no necesitamos demasiadas pruebas en un mundo que premia la celeridad sobre la pausa reflexiva y se deja llevar por las apariencias en lugar de escudriñar la esencia.
Sin embargo, juzgar sin dudar y decidir sin reflexionar es el camino más directo hacia la rigidez mental y el anquilosamiento intelectual. Una vida significativa implica dudar, volver sobre nuestros pasos, repensar nuestras opciones, reevaluar nuestras creencias y cambiar nuestra opinión una, dos o todas las veces que haga falta.
Dudo, luego existo
“La duda es el principio de la sabiduría”, dijo Aristóteles. Desde el punto de vista filosófico, dudar nos permite frenar la precipitación del juicio. Nos ayuda a responder en vez de limitarnos a reaccionar ante las circunstancias. Nos anima a ponernos en el lugar del otro, pero también nos permite dar un paso atrás para distanciarnos de nosotros mismos y no ceder a la espontaneidad del primer impulso.
“Quien duda considera y reconsidera, pesa y sopesa, discierne y distingue”, según el filósofo Óscar de la Borbolla. La duda es la condición sine qua non de una actitud más reflexiva y prudente. Quien duda sale de la inercia de la vida cotidiana y del flujo del pensamiento dominante para convertir su vida en una elección personal. De hecho, dudar es un arma letal contra el conformismo, un bálsamo ante la irracionalidad y el mejor antídoto contra los automatismos mentales.
Dudar es un ejercicio fundamental para buscar otras formas de ver y comprender el mundo. La duda hace que nos cuestionemos las cosas, incluso aquellas que siempre hemos dado por sentadas. Activa el pensamiento crítico. Nos obliga a cuestionarnos todo. Nos anima a no quedarnos satisfechos con la primera respuesta o con lo que nos dicen.
La duda implica también la ausencia de prejuicio. Es una oportunidad para ver las cosas desde otro punto de vista, que no es necesariamente más cierto o más falso, sino tan solo diferente y más personal. La duda es lo que nos empuja a cuestionar y cuestionarnos para darle un significado a lo que vivimos, un significado profundamente personal.
Para aprovechar el beneficio de la duda, solo tenemos que asegurarnos de no quedarnos atascados en ese inestable equilibrio entre el sí y el no. Necesitamos poner las cosas en entredicho, pero luego debemos tomar decisiones y pasar a la acción. La duda no es paralizante ni implica una pérdida de tiempo si al proceso de cavilación le sigue una transformación desarrolladora.
Detenernos para consultar, sopesar, reflexionar, dudar a fin de cuentas, antes de tomar una decisión no hace ningún daño, sino todo lo contrario. Necesitamos darnos y dar el beneficio de la duda en vez de zambullirnos con los ojos cerrados en un mar de certezas absolutas que nos convierten en jueces parciales de los demás y de nosotros mismos. Quizá deberíamos visitar más el ágora de la Antigua Grecia, pero no en busca de respuestas y verdades, sino de dudas y preguntas, como dijera el periodista Guillermo Altares.
El beneficio de la duda para construir una vida significativa