El sentido de la vida en su aspecto interno es llegar a una plenitud de conciencia, sea de un modo u otro, y en su aspecto externo, es expresar esa plenitud de conciencia a través de una plenitud de forma; aunque la expresión de la vida a través de las formas tiene siempre un carácter accidental y efímero, pues las formas son simplemente eso, una expresión, una manifestación. Solamente cuando se vive la vida en su misma fuente, allí de donde brotan todas las formas, es cuando se percibe que es más completa, más llena en sí misma.
La vida no tiene sentido por el hecho de dirigirse hacia un lugar determinado. Muchas veces nos preguntamos: ¿cuál es nuestro fin?, ¿hacia dónde nos dirigimos?, ¿a dónde iremos a parar?, como si el lugar hacia el que nos dirigimos nos pudiese dar por sí solo el verdadero sentido de nuestra vida actual.
El verdadero sentido de la vida no está en el término de ella, sino en el instante presente, detrás de todas las necesidades, de todas las leyes y de todas las manifestaciones de la vida misma.
No hemos de apoyarnos en el futuro ni en el pasado para descubrir el sentido que pueda tener nuestra vida, puesto que el pasado y el futuro sólo son imágenes en nuestra mente y sólo el presente tiene plena realidad. La verdad de nuestra vida la hemos de descubrir ahondando en el presente.
Este ahondar en el presente es realmente lo único que nos permitirá llegar al fondo, a la fuente misma de la vida, más allá del tiempo y del espacio, más allá del pasado y del futuro, más allá de toda manifestación concreta. Allí es donde encontraremos lo único que da un significado pleno y total a cada uno de los instantes y a cada una de las formas a través de las cuales se va manifestando la vida.
Las formas, lo exterior, nos puede dar una cierta satisfacción y plenitud, pero será siempre de un modo muy relativo. Puedo comer mucho de lo que más me agrade, y sentirme muy satisfecho. Pero llega un momento en que ya no puedo comer más, mi apetito tiene un límite y comer más me causa repugnancia. Para mí es ya un mal.
Lo mismo que ocurre con ese ejemplo, sucede absolutamente con todas las cosas externas que dan plenitud, porque la procuran no a nuestra conciencia profunda, sino a nuestros mecanismos, a nuestras formas. Puedo llegar a acumular muchos datos, tener muchos conocimientos científicos y cada vez que voy adquiriendo más me siento más satisfecho, si mi tónica personal me induce al desarrollo mental, pero llegará un momento en que me daré cuenta que esto no puede darme la plenitud, porque ésta no se obtiene con la cantidad sino que es una cuestión de profundidad, consiste en llegar al centro, y la acumulación nunca conduce al centro.
En el afecto ocurre exactamente igual. Hay muchas personas, la gran mayoría, que toda la vida se la pasan amando mucho y sufriendo mucho por ello sin llegar nunca a la plenitud. ¿Por qué?, porque algo hay en esas personas que les impide que su afecto les sirva de camino que las conduzca al centro. Tienen momentos plenos, apasionados, exaltados, magníficos, pero les sucede lo que expusimos en el ejemplo de comer, aunque en otro plano superior.
Se consigue así la satisfacción de algunos niveles de nuestra estructura humana: la del nivel biológico, por ejemplo, a través de los alimentos y de las sensaciones agradables, la del nivel afectivo a través de sentimientos y emociones de cariño. Y aunque el hombre precisa de estas cosas y su uso es normal y legítimo, no obstante, no llegan a producir en él una plenitud auténtica, estable, profunda, porque suelen utilizarse solamente para satisfacer unos mecanismos, para llenarlos y saturarlos como si fuera a presión. Y así no se puede alcanzar la plenitud verdadera. Porque la plenitud verdadera no es la que sacia los mecanismos, sino la que a través de ellos nos conduce hasta el centro mismo que los anima y sustenta.
Nuestra vida es un proceso centrífugo, va constantemente del centro a la periferia, y toda explicación de lo que ocurre en la periferia la hemos de buscar en el centro. El no darnos cuenta de esta verdad es la causa de que no encontremos la verdadera plenitud y felicidad. Es un problema que radica en nuestra pequeñez mental que nos impide tener una visión del conjunto.
En la medida que nuestra mente, a causa de su cortedad de visión, se fija límites y objetivos estrechos no puede lograr más que satisfacciones momentáneas que, además, prontamente le producen una saciedad y le obligan a buscar nuevos estímulos y objetivos. Porque al fin y al cabo ninguno de estos pequeños objetivos es el auténtico, sino sólo aspectos parciales de la plenitud central que buscamos y que en el fondo es la que nos motiva y nos empuja.
A. Blay
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