El significado universal de la Cábala (Prefacio)

Prefacio por Leo Schaya

El significado universal de la Cábala

Para comprender las premisas intelectuales de la Cábala, o del esoterismo Judío ―que son las del esoterismo o la metafísica en general― es necesario estar imbuido de la idea de que sus doctrinas tienen como punto de partida la contemplación espiritual, la inspiración pura o la “intuición intelectual”, y no la actividad autocrática de la razón. Cuando una forma de pensar meramente lógica busca elevarse por sobre el plano de los fenómenos por medio de la abstracción, con el propósito de asir su principio trascendente, se ve llevada a reconocer sus propios límites ―determinados por las condiciones del conocimiento discriminatorio― y su impotencia para sobreponerse a ellos. No es que, en realidad, siempre los reconozca, pues de otro modo no habría sistemas filosóficos; sino que sus dificultades mismas prueban que elaborar teorías no basta para lograr el fin de asir la realidad en sí misma. Ahora bien: sólo las doctrinas que son tradicionales, y por lo tanto “inspiradas”, trascienden el círculo vicioso de la actividad mental, y señalan la vía de salida hacia el Intelecto puro, universal e “increado”.

Tal como nos enseña la Cábala ―y también, en la forma más directa posible, el Neo-Platonismo y la Vedanta― el espíritu, a la vez que trasciende el alma, mora en sus profundidades. El alma y todas las manifestaciones formales o separadas, sean internas o externas, proceden de él, pero el espíritu en sí mismo carece de forma y de discernimiento. En él, el sujeto y el objeto del conocimiento son uno: el espíritu se conoce a sí mismo completamente; es el conocimiento total y todo lo que es cognoscible en sí mismo y en las cosas. El pensamiento, por otra parte, es solamente un plano individual y formal que refleja lo inteligible; está siempre en movimiento entre un sujeto mental, o aquello que piensa, y un objeto mental, o aquello que se refleja en el pensamiento. Pero lo que se refleja en el pensamiento es asimilado por él sólo en su forma mental, no en su forma concreta ―sea corpórea o sutil― y, con toda seguridad, no en su realidad supraformal, espiritual y universal. Es así como el pensamiento es el espejo psíquico y racional de todas las cosas inteligibles, espejo que jamás se confunde con aquello que refleja. El pensamiento por sí mismo, por lo tanto, no permite que el pensador asimile la realidad del objeto mental: permanece como un conocimiento simbólico de las cosas, un conocimiento que acerca al pensador más a ellas, pero que en realidad no lo identifica con ellas. El pensamiento permite que el dualismo entre sujeto y objeto persista hasta un punto tal, que el hombre que sólo se conoce a sí mismo por medio del pensamiento, no se ha asimilado a sí mismo verdaderamente; en realidad no se conoce a si mismo y se ve únicamente como su forma mental, como el pensamiento o imagen que se hace de sí mismo. Este dualismo, inherente al pensamiento, es la causa de la duda y el error; el espíritu, por el contrario, es la unidad real del sujeto y objeto cognoscitivo, y esta unidad es la certidumbre, la verdad del conocimiento.

La verdad no puede ser descubierta, por lo tanto, únicamente por medio del pensamiento, por una facultad que, por causa de su naturaleza dualista, no puede salvar del todo el abismo de su propia duda: a la inversa, el hombre no puede descubrir la verdad prescindiendo de la ayuda del pensamiento, dado que es un ser pensante y, si el pensamiento no tuviera ninguna relación con la verdad, el hombre tampoco podría contar con ningún eslabón consciente que lo uniera con ella. Una cosa es cierta: existe una idea mental de la verdad; el pensamiento la opone al error y la identifica con el concepto de realidad. Esto indica, ad extra, una relación entre pensamiento y verdad, una “relación” que, ad intra, no es otra cosa que el espíritu. Es el espíritu lo que lleva a la verdad. El pensamiento es el eslabón entre el hombre y el espíritu, pero, al mismo tiempo, se interpone como un obstáculo por causa de su dualismo “orgánico”, expresado en duda y error; por lo tanto, el pensamiento no podría pasar más allá del error e integrarse con la verdad, sin conformarse al espíritu y quedar finalmente disuelto en él.

“Deje el impío sus caminos, y el malvado sus pensamientos, y vuélvase a YHVH (1), que tendrá en él misericordia; y a nuestro Dios, que es rico en perdones. Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos, dice YHVH. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos” (Isaías, 55:7-9).

El pensamiento divino, el eterno y supremo arquetipo del pensamiento humano, tiene dos aspectos esenciales: por una parte es “sabiduría” meta-cósmica; por la otra es “inteligencia” cósmica. Dios, por su sabiduría, conoce su realidad inmanifestada e infinita; por esta inteligencia, conoce su manifestación y la creación que emana de ella, que es existencia limitada y transitoria. Su sabiduría determina los arquetipos increados; su inteligencia los manifiesta como realidades espirituales y supraformales que, a su vez, se revisten a sí mismas de sustancia sutil y materia densa, a fin de dar nacimiento a los cielos y la tierra.

“Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión” (Isaías, 55:10-11).

Por medio de este pensamiento, que es la primera emanación de su ser causal, la primera irradiación ontológica, Dios determina todas las cosas. Por medio de su palabra, que es su primera manifestación espiritual, crea todas las cosas, y al mismo tiempo revela su razón de ser. La palabra de Dios es su acto de creación, revelación y redención. Todas las verdades expresables están comprendidas dentro de esta revelación divina. Al descender a la tierra, esta palabra una y universal, se multiplica en distintos “lenguajes” o revelaciones, dirigidas a los distintos sectores de la humanidad. La única verdad y realidad única corresponde, de este modo, como otras tantas formas sagradas, a las distintas comprensiones y temperamentos de los grandes “tipos” de la colectividad humana.

La idea de la unidad trascendente de las religiones, de la unidad manifestada al principio de los tiempos y en presencia “de una humanidad todavía unida por una sola tradición primordial, ha sido expuesta en las obras de René Guénon y Frithjof Schuon, y también en las de Ananda Coomaraswamy. Ellos han demostrado que los principios esenciales de las distintas revelaciones ortodoxas son idénticos, cosa que puede ser descubierta por la penetración metafísica de los dogmas y los símbolos; estas expresiones varían de una religión a otra, pero a la luz de la verdad supraformal y universal dejan de aparecer como contradictorias y se funden esencialmente en el Uno. No obstante eso, y con el fin de trascender el error dualista, que puede esgrimir como pretexto las apariencias contradictorias de las distintas revelaciones ortodoxas, sus contornos específicos no deben ser desdibujados por un sincretismo imaginativo. Por el contrario, las diferencias entre tradición y tradición «deben ser estrictamente respetadas, pues en la raíz de la auténtica “unicidad” de todas ellas habrá de hallarse su unidad común y supraformal: el “único Padre y Dios”. Su luz puramente espiritual, creadora y redentora, es la misma en todas partes, igual que la del sol que baña distintos panoramas. Por ello, cuando la inteligencia trasciende el plano formal de los dogmas y símbolos, permitiendo la penetración en el reino de sus arquetipos sin forma, se ve que la claridad del Uno se quiebra solamente en forma extrínseca, en los “rayos” reveladores. Estos “rayos”, aún cuando corren en direcciones distintas y se colorean con diferentes luces, emanan de un mismo y único centro, a fin de revelar los mismos misterios y para llevar de regreso a aquellos que los asimilan, al mismo origen y fin de todas las cosas.

Demostrar esta identidad trascendente por una comparación metafísica de las religiones, es un medio para comunicar el conocimiento teórico de las verdades que nos conducen de vuelta al “Uno sin Segundo”; otro medio, es el de exponer las enseñanzas de una sola doctrina sagrada, cosa que se ha intentado hacer en esta obra. El autor ha asumido la tarea de redescubrir en el Judaísmo la philosophia perennis que aprendió a través de las tradiciones Hindú, Budista y Sufi, así como es posible reconocer esta misma sabiduría también en el Cristianismo bajo una forma distinta. Es con este espíritu de universalidad metafísica que se ha emprendido este estudio, cuyo resultado, según cree el autor, puede ofrecerse hoy al público lector. Aún cuando la tradición esotérica de Israel, animada por esta misma universalidad, hace que sea más fácil tender un puente espiritual entre la forma particular y exclusivista del Judaísmo (2) y las formas que son propias de otras religiones ortodoxas, no se presenta la ocasión de verse involucrado en la metafísica comparada dentro de la estructura del presente estudio, que está dedicado únicamente a la Cábala, la “recepción” y transmisión de los divinos misterios en medio del “Pueblo Elegido”. Se puede dejar a cualquier lector que se sienta interesado en ella, la tarea de establecer por sí mismo las verdaderas analogías que existen entre el simbolismo de las enseñanzas Cabalísticas, y las de otras doctrinas tradicionales.

Entre los intérpretes contemporáneos de la Cábala, es digno de mención el nombre de G. G. Scholem, cuya obra de profunda investigación teórica ha hecho posible llegar a una visión global del esoterismo Judío. No obstante, la teoría Cabalística exige todavía gran clarificación, especialmente en cuanto a aquello que trasciende el plano de la investigación histórica y filosófica, El autor no pretende en forma alguna haber agotado la riqueza doctrinaria de la Cábala en las páginas que siguen, pero se ha concentrado en una de sus enseñanzas más esenciales, la que trata de los Sefiroth; concernientes a los diez aspectos principales de Dios que, en forma de “claves espirituales”, habrán de ayudarnos a mirar hacia su realidad total.

Los lectores podrán advertir que el estudio a que este libro está especialmente dedicado, además de la metafísica y la cosmología, es el misterio del Nombre divino; aquí uno está interesado no sólo en el aspecto intrínseco del nombre sagrado, sino también en su cualidad “salvadora”. Sin embargo, basta con haber limitado la función del autor a la del teorizador, sin meternos en cuestiones relativas al método, que no están dentro de su territorio.

Se ha dicho: “Busca, y encontrarás.”

Notas:

  1. El tetragrámaton YHVH representa el sacrosanto nombre de Dios en la tradición Judía. Por más de dos mil años, se ha prohibido a los judíos pronunciar este nombre, y su vocalización ya no se conoce más.
  2. Este “exclusivismo”, que niega a las otras religiones y no podria tener otra razón válida que la de la protección de la forma tradicional de Israel, fue roto en algunas ocasiones, aún en el plano exotérico del Judaísmo, por afirmaciones “universalistas” de parte de algunos de sus grandes representantes, tales como Saadya (siglo x), Maimónides (siglo x11), o Yehudah Halevy; en esta materia sólo es necesario citar la siguiente observación hecha por este último en su diálogo Al-Khazarí, escrito más o menos en el año 1140: “La Cristiandad y el Islam son los precursores e iniciadores de la era mesiánica; sirven para preparar a los hombres para el reinado de la verdad y la justicia…”.
Fuente: Leo Schaya. El significado universal de la Cábala (Dédalo, 1976)
https://www.nodualidad.info/textos/el-significado-universal-de-la-cabala.html

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