La palabra filosofía carga desde su acepción un sentido paradójico, o al menos así lo anuncia su etimología. La palabra «filosofía» está compuesta por dos vocablos griegos: philos, que significa amor, y sophos, que significa sabiduría.
Me gustaría pensar que, al llamarse «filósofo», Pitágoras —aquel primer hombre que, según cuentan, se aventuró a nombrarse como tal—, pensaba en su labor como algo que consistía en más que un mero ejercicio racional o intelectual, como una labor que estaba fundada en un deseo por aprender, en un amor por saber, lo cual exige también una disposición de ese otro polo humano que algunos filósofos han despreciado a lo largo de los siglos: las pasiones, lo irracional. Pitágoras era un «amante de la sabiduría».
La filosofía es «amor» mezclado con inteligencia. Quien practica la filosofía hace una pasión del aprendizaje, una forma de vida templada por el amor al conocimiento, por ese amor que se convierte en deseo de comprender el mundo exterior, pero también ese cosmos íntimo que representa la subjetividad del ser humano.
Por ello, la filosofía es amor, como ese amor del que hablaba Heidegger en una carta dirigida a Hannah Arendt: «¿Por qué el amor es tan rico y supera todas las dimensiones de las otras posibilidades humanas?, y ¿por qué supone una carga dulce para aquellos a quienes afecta? Porque nos convertimos en aquello que amamos y, no obstante, seguimos siendo nosotros mismos». Este tipo de amor que atravesaba todos los ámbitos de su vida era la «carga dulce» de la filosofía.
La filosofía es también como ese amor que Sören Kierkegaard nos cuenta que sintió su Johannes Climacus, un joven poco común a quien algunos creían enfermo de melancolía, otros lo pensaban enamorado y no correspondido, pero solo él sabía su verdadero estado. ¿Enamorado? Sí, pero también correspondido. ¿De una mujer? No. Entonces, ¿de qué? Tan profundo era aquel sentimiento de amor que lo «encontraba completamente extraño para su corazón, igual que su exterior era distinguido y etéreo, casi traslúcido, en el mismo grado estaba su alma demasiado determinada para verse inflamada por la hermosura de una mujer».
La filosofía es «amor» mezclado con inteligencia. Quien práctica la filosofía hace una pasión del aprendizaje
Johannes estaba «apasionadamente enamorado, pero del pensamiento, o mejor dicho, del pensar». Johannes meditaba «sobre lo que los filósofos habían dicho, porque naturalmente era la compañía de estos la que buscaba». Viajaba de una obra a otra, pero «querer ser filósofo y consagrarse exclusivamente a la especulación era algo que no se le había ocurrido, todavía era demasiado irreflexivo». Para llegar a ser filósofo en sentido estricto se necesitaría algo más que un cuarto con libros. Si su pasión era la sabiduría, el medio para apropiarse de esta debería ser la disciplina.
Johannes Climacus profesaba algo más que un ligero impulso a la sabiduría; lo suyo era un profundo amor, algo distinto a un querer espontáneo. Porque amar también implica un esfuerzo por conservar lo que se ama. La filosofía trae consigo un trabajo arduo, disciplinado, demanda más que un mero afecto al saber. El amor de la filosofía es un amor que se instala en el individuo para transformarlo, para convertirlo, poco a poco, en aquello a lo que se aferra: en una mujer o un hombre que conoce.
Quizá parte de este amor a la sabiduría tenga un origen natural en los seres humanos, solo que no todos llegan a conservarlo. Para pensar en ello basta recordar El banquete de Platón, en el cual uno de los comensales y participantes del diálogo, Aristófanes, narra que en tiempos inmemoriales existían tres clases de seres humanos: los dos géneros que hoy existen y un tercero, conformado conjuntamente por el sexo masculino y el sexo femenino.
Esta última clase de ser humano era un ser andrógino compuesto por cuatro piernas, cuatro brazos, dos torsos, una sola cabeza y un corazón. Los andróginos eran muy fuertes y orgullosos y usaban sus talentos para escalar al infinito. Ellos sabían que la verdad estaba en el Olimpo, la ciudad de los dioses, por lo que no descansarían hasta llegar al cielo y derrocar a los dueños de la verdad. El impulso de los andróginos parecía cargar consigo una pasión extrema por conocer el Olimpo, por ver con su propia mirada la cara de sus dioses y derrotarlos, volviéndose así los dueños de la verdad.
Era ese amor por el saber lo que les daba el atrevimiento de retar a los dioses para bajar, como el fuego prometeico, esa verdad que habría de abandonar lo divino para volverse terrenal. Pero Zeus, al mirar ese ímpetu de los andróginos, lo impidió y decidió debilitarlos y volverlos más modestos. ¿Cómo? Separándolos en dos.
El amor por la filosofía es distinto a un querer espontáneo, porque implica un esfuerzo por conservar lo que se ama. La filosofía trae consigo un trabajo arduo, disciplinado, demanda más que un mero afecto al saber
Así, cada mitad quedó incompleta, teniendo dentro de sí el esfuerzo incontenible por encontrar su otra parte: «Cuando se encontraban ambas se abrazaban y se unían, llevadas al deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían». Zeus, al ver que los andróginos que buscaban su otra mitad no podían engendrar y, como consecuencia, morían, se compadeció. Entonces, hizo lo siguiente:
«Trasladó sus órganos genitales hacia la parte delantera, pues hasta entonces también estos los tenían por fuera […] De esta forma, pues, cambió hacia la parte frontal sus órganos genitales y consiguió que mediante éstos tuviera lugar la generación en ellos mismos, a través de lo masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba hombre con mujer engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto, descansaran, volvieran a sus trabajos y se preocuparan de las demás cosas de la vida».
Encontrar a esa otra mitad es, para Platón, la concepción más pura del amor. Pero, para encontrarla, es necesario un ejercicio de introspección, de autoconocimiento. Un ejercicio conducido por la sabiduría y cuyo objetivo es saber lo que se tiene, lo que se ofrece al otro y lo que se espera del otro. Pero si pensamos en ese «amor» al conocimiento, desde y más allá de Platón, como uno que también se puede encontrar en el prójimo, no podríamos negar que en todos nuestros vínculos con los demás merodea una motivación común y filosófica: la de conocer-nos en profundidad.
Quizá, este amor del que habla Platón, ese que se encuentra cuando dos mitades se unen terrenalmente, es también una forma distinta de morar en las aristas de la filosofía, un modo de abrir un nuevo significado compartiéndolo con el otro. Porque, como escribe Boris Cyrulnik, son «las relaciones afectivas las que destacan aquellos objetos, gestos y palabras que habrán de constituir un acontecimiento. Así se instala en nosotros un dispositivo capaz de dar sentido al mundo que percibimos».
Es este polo afectivo el que se «opone» a lo racional, el que colorea de sentido a la vida. Un tipo de amor entendido como el sentimiento que nos impulsa con constancia hacia algo o alguien, el sentimiento que puede volvernos grandes conocedores, o en el mejor de los casos, filósofas o filósofos.