Finalidad de la contemplación
Todo hombre posee en su interior un sentido de eternidad que le lleva a buscar una paz o felicidad estable. Solo unos pocos comprenden que esa paz no puede ser satisfecha por los objetos creados, de modo que encaminan su búsqueda hacía lo transcendente. Dentro de la Historia Sagrada del judaísmo y del cristianismo el episodio del jardín del Edén es el que mejor refleja esta situación anómala de la Humanidad. El hombre gozaba de la amistad y presencia de Dios en el Paraíso hasta que, al comer el fruto prohibido del Árbol del Bien y del Mal, fue arrojado al mundo de la dualidad. La nostalgia del Paraíso impulsa al hombre a intentar recuperar ese estado perdido mediante un método o vía ya probado y suficientemente contrastado durante generaciones por otros buscadores. A estos efectos, como explicaba el benedictino García Jiménez de Cisneros, “vacar a la contemplación” se reveló como el método más adecuado (1). En última instancia, somos dioses y lo hemos olvidado, por lo que “El alma aspira en Dios como Dios en ella por modo participado…, dado que Dios la haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación… De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación” (San Juan de la Cruz, Cántico, 39, 4). Y como somos Uno en Dios, esa misma naturaleza divina pugna por llamar nuestra atención cuando no atendemos su reclamo; “¡Oh almas creadas para estas grandezas… ¿Qué hacéis? ¿En qué os entretenéis?… Pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos, no viendo que en tanto que buscáis grandezas y glorias os quedáis miserables y bajos, de tantos bienes hechos ignorantes e indignos!» (San Juan de la Cruz, Cántico, 39, 7).
Contra la errónea opinión del común de la gente, la práctica de la meditación o de la contemplación no tiene por finalidad el apartar al hombre de su entorno para que viva recluido en un monasterio. La práctica de la contemplación no consiste en la materialidad de retirarse detrás de “tapias ni cercas de cal y canto, sino en ataduras y ligaduras de amor con que, obligada mi alma a buscar a su Dios, se determina a buscarlo dentro de sí en lo más secreto y escondido de su propia alma” (2). Con independencia de la forma de vida de cada uno, la contemplación persigue que el mundo externo no sea un obstáculo para el trato con Dios (3). El objetivo de la contemplación es que el “hombre entre en sí mismo y llegue al conocimiento de su alma y de sus potencias, de su belleza y de sus máculas. Con ello veréis la nobleza y dignidad que pertenecen por naturaleza al alma desde su creación, y la abyección y miseria que son el resultado de la Caída. Y de esa visión surgirá un gran deseo de recuperar la dignidad y nobleza perdidas” (4). Verificar mediante la contemplación que uno mismo está más allá de la mente o de los pensamientos supone verse absuelto de los condicionamientos materiales y mentales. “Como dice San Máximo, el espíritu que obtiene la inmediata unión con Dios, es capaz, antes de cualquier otra cosa, de ser libre y estar vacío de todo pensar y ser pensado. Pero cuando destruye esta capacidad, en cuanto piensa en algo que viene después de Dios, se demuestra que con ello queda interrumpida esa unión que va más allá del pensamiento… El espíritu puro llega, a través de la unión con su origen, a una condición que va más allá de todo pensamiento, en cuanto el pensamiento ha renunciado a los diversos movimientos y hábitos que están fuera de la causa de ese ser, y sólo permanece ligado todavía al origen y se abre a esa paz indescriptible, que está más allá del pensamiento y que es puesta en acto por el silencio. Ninguna palabra ni reflexión puede decirlo, sólo quien lo ha experimentado puede comprenderlo. El signo de quienes han sido encontrados dignos de este goce que va más allá del pensamiento es fácil de distinguir y patente para todos: es un alma pacificada que se ha vuelto indiferente a las cosas de este mundo” (Ignacio y Calixto, Centurias 70) (5).
La contemplación es la puerta a otros estados del Ser o, como dirían los antiguos cristianos, el medio para adentrarse en los misterios divinos. Cuando uno se desapega de “la mente y los pensamientos, sin estar ocupado ni ligado por otra cosa ni otro pensamiento, sino como forzándose de algún modo, el Señor lo hace partícipe de los misterios divinos, con mucha santidad y pureza, y se ofrece a sí mismo como alimento celeste y bebida espiritual” (Macario, Hom. XIV, 3). El objetivo más importante de la meditación sin pensamientos o sin objeto (es decir, la contemplación) es recuperar un estado espiritual más allá de la pluralidad que trascienda el estado de la dualidad (espacio-tiempo, bienmal, placer-dolor, etc.). Se trata de alcanzar la paz, la visión de Dios, el sentido de eternidad, etc. o, utilizando símbolos específicos de la tradición judeo-cristiana; regresar al Paraíso perdido, recuperar la compañía, amistad o presencia de Dios, entrar en la Jerusalén Celeste, coronar la subida del monte Sión, etc.
La expulsión del paraíso
El hombre busca una felicidad estable que no encuentra en este mundo sometido a los factores del tiempo. Por un lado se ve incompleto y condicionado pero, de otra parte, intuye su vocación de eternidad. Su nostalgia de los orígenes le impulsa a buscar y recuperar la unidad o totalidad perdida. La tradición judeocristiana simboliza este drama mediante el episodio de la expulsión del Paraíso. En efecto, el Paraíso terrenal simboliza una “morada” o estado espiritual frecuentemente descrito por la patrística y teología cristiana como inafectado por contingencias del mundo profano o exterior. El propio San Agustín explicaba que ni siquiera el Diluvio pudo afectar al Paraíso terrenal.
El Paraíso terrestre simboliza el centro del Mundo, es decir, el estado espiritual más perfecto del hombre entendido como ser individual, y puerta de acceso al Paraíso celeste. Por tanto, equivale a estar en la presencia de Dios o, más precisamente, dentro del corazón de Dios. Cuando el hombre se apartó de su centro original, quedó encerrado en la dimensión temporal, es decir, quedó privado del sentido de eternidad. Adán (la mente pura, es decir, no contaminada por la atención a objetos externos) convive felizmente con Eva (las puertas de los sentidos y los pensamientos) porque carecía del sentido de dualidad hasta que ésta le tienta a comer del fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal (el paso del estado de no-dualidad al conocimiento dual que implica la aparición de la relación sujeto-objeto); «No comáis del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque el día en que comáis de él moriréis de muerte» (Gen 2, 16-17), es decir, el hombre perderá la consciencia de su inmortalidad.
La pérdida de ese estado de pureza originaria les lleva a creerse seres aparte de Dios, de modo que ese sentido de individualidad (verse desnudos) les arroja fuera del Paraíso terrenal, es decir, al mundo de la apropiación de experiencias a través de la puerta de los sentidos. Allí Adán (la mente) y Eva (las puertas de los sentidos y el pensamiento) procrean a Abel y Caín, es decir, pueden optar entre comprender que los objetos externos son nada y recuperar la unión con Dios (Abel significa “unión” o “nada”), o persistir en el error de considerarse seres autónomos con capacidad de apoderarse de las experiencias que proceden de los sentidos y el pensamiento (Caín significa “apropiación”). Aun cuando la muerte de Abel en manos de Caín pudiera representar la definitiva y funesta elección del hombre por la opción de la apropiación de los objetos, el alumbramiento de un tercer hijo de Adán y Eva, Seth (“estabilidad”), supone una nueva posibilidad de redención. De hecho, algunos textos explican cómo Seth consiguió entrar en el Paraíso y permanecer en presencia de Dios 40 años (como los 40 días de Noé en el Arca, las 40 noches de Moisés en Sinai, los 40 años del éxodo de los israelitas, los 40 días de retiro de Jesús en el desierto, etc.) número que simboliza la reconciliación o el retorno al estado edénico de pureza primigenia (consciencia pura sin apropiación del pensamiento).
¿Qué representa el Árbol de la vida plantado en medio del Paraíso terrenal? De entrada, conviene observar que no hay un solo árbol sino dos (o, si se prefiere, un árbol con dos aspectos). Junto al Árbol de la vida situado en el centro del Paraíso, se encuentra el “Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal” (Gen. 2,9), que también está en medio del Jardín (Gen. 3,3). Por tanto, mientras que el árbol de la ciencia del Bien y del Mal tiene un sentido dual (su fruto contiene el mundo de los pares de opuestos, esto es, la pluralidad), el “Árbol de la Vida” representa el Axis Mundi, ajeno a la dualidad, es decir, la visión de la Unidad de la creación. La prohibición de comer los frutos del “Árbol situado en medio del jardín” se refiere claramente al “Árbol de la ciencia del Bien y del Mal” (Gen. 2,17), de modo que, incumplido el mandato divino y sobrevenida la “caída”, esto es, cuando Adán conoce el bien y el mal y es presa de los factores del tiempo, entonces se aleja del centro, punto de la unidad primera a la que corresponde el “Árbol de la Vida”. Ese centro resulta inaccesible al hombre caído mientras se considere autor de sus obras y pensamientos y persista su sentido de apropiación de objetos (Caín). Para volver al centro (sentido de la unidad) y recuperar el “estado primordial” o el “sentido de eternidad” hay que efectuar, por así decirlo, un camino “inverso”; hay que estabilizarse (Seth) en el desapego o desapropiación (Abel) de los deseos y pensamientos que provienen de las puertas de los sentidos (Eva) y volver la mente o consciencia (Adán) hacia el Único (trascender los frutos del Árbol de la dualidad) que Es; YAHWEH.
El hombre está acostumbrado a creer que su estado normal y ordinario es el de “pensar” o “tener pensamientos” porque desconoce que su estado natural es “sin apropiación de pensamientos” o incluso, “sin pensamientos”, es decir, pura consciencia. En cuanto uno observe atentamente sus pensamientos advertirá que él no piensa sino que “es pensado”, es decir, que los pensamientos brotan en tropel al interpretar lo que los sentidos ven, oyen, tocan, gustan, olfatean… o tiñen con emociones derivadas de sus hormonas, condicionamientos culturales, genéticos, etc. “Somos muchos los que ignoramos que todos los pensamientos no son otra cosa que fantasías de las cosas sensibles y mundanas” (Filocalia, vol. I, Hesiquio, Discurso sobre la sobriedad, 154). Los pensamientos son un instrumento tan irrefrenable que ha llegado a tomar posesión de la mente. Basta con reparar en los propios pensamientos para comprobar que parecen brotar incesantemente y subsistir con total independencia de la voluntad humana.
Pero el problema no son solo los pensamientos en cuanto tales, sino la persistencia en apropiarse de la información que ellos procuran. Si no hay apropiación, la información es neutra de modo que los pensamientos acaban por ser como un eco lejano que finalmente desaparece permitiéndonos recuperar la simplicidad edénica originaria.
Siendo el estado natural o paradisíaco del hombre el de desapropiación de los deseos y pensamientos, es decir, el de la pura consciencia, ¿cómo desapegarnos de ellos para recuperar la paz originaria? El hombre se encuentra en medio de dos mundos que percibe como aparentemente reales; el mundo del espíritu y el mundo de los sentidos, el mundo de lo que somos por naturaleza, y el mundo de lo que parecemos ser. Según San Bernardo, “El conocimiento de sí mismo se cifra en el conocimiento de la dignidad de nuestra naturaleza y de la indignidad de nuestro estado”. O dicho en otros términos; comprendiendo las causas de la Caída se puede recobrar la paz perdida.
La Biblia insiste en que el hombre posee la posibilidad de percibir la Presencia de Dios dado que, habiendo sido creado a Su imagen y semejanza, fue situado en un Jardín en donde YAHWEH se paseaba (Gén 2, 8.15 y 3, 8). Sin embargo, el problema radica en que, como explicaba Hugo de San Víctor (6), habiendo sido creado el hombre con tres ojos (uno corporal, otro racional y un tercero, el ojo de la contemplación), al salir del Paraíso se le había debilitado el primero, perturbado el segundo y cegado el tercero. Por eso, estar fuera del Paraíso suponía no percibir ya la Presencia de YAHWEH, El que-Es. Para desarrollar el arte de ver a Dios (contemplación) el hombre ha de aprender a desapegarse del primer y segundo ojo. Por tanto, si hay en el hombre una “memoria” secreta en la que Dios ha dejado su impronta, cuanto más recobre el alma su semejanza con Dios tanto mejor conoce a Dios al conocerse a sí misma.
La recuperación de la intimidad con dios mediante la meditación suprarracional
El postulado esencial de la vía mística es que, dado que Dios no es un pensamiento (no puede ser pensado), solo cabe acceder a El mediante el no-pensar. La contemplación es, precisamente, el arte y la ciencia de aquietar la mente para alcanzar un desapego o vacío de pensamientos.
Según Scoto Eriúgena (7), “el Ser” es todo aquello que puede ser percibido por los sentidos o comprendido por el entendimiento, de modo que “El no ser” es todo aquello que escapa a esos medios de conocimiento. Siguiendo al pseudo Dionisio cabe afirmar de Dios que simultáneamente “es” y que “no es”; “Si preguntáis qué cosa es Dios, diréis: una cosa que no podemos entender qué es. Ni es tierra, ni es cielo, etc. Es aquella oscuridad donde entró Moisés a hablar a Dios y se quedaron fuera los viejos. Porque cuando una ánima ha venido a dejar todas las especies criadas, y queda en la oscuridad el entendimiento y apagan las velas entonces si le preguntan qué es Dios responderá: No sé. Entonces tal ánima está en lo fino para entender y hablar de Dios” (8). Pero esa oscuridad o nube del no-saber no consiste en asumir un nuevo pensamiento o idea (la idea de que la mente es incapaz de conocer a Dios) sino, por el contrario, en un vacío de pensamiento.
Ciertamente, primero se ha de comprobar, verificar y aceptar que la razón humana, por muy compleja y sutil que sea, no es el instrumento adecuado para conocer a Dios. “Acá, en la cristiandad, el que se rige por sola razón dícese animal y es tenido por bestia… que aunque tengas el juicio cuan alto quisieres, sábete que no puedes con tu saber alcanzar a conocer la sabiduría de Dios; aunque te estires cuanto quisieres, no puedes alcanzar a conocer el espíritu de Dios, no puedes saber lo que te cumple; aunque seas un Aristótil, no te hace más ese saber, no puede por eso conocer el saber de Dios, si no niegas tu saber y tu razón y te tienes porque no sabes ni entiendes nada” (9). En rigor, la naturaleza divina es incognoscible incluso para ella misma dado que “Dios ignora que cosa es, porque Él no es cosa”. Para adentrarse en el no-ser hay que no-saber, es decir, trascender el conocimiento que procede de los objetos (basado en la dualidad sujeto-objeto) y acceder al conocimiento inmediato o directo en el que la relación sujeto-objeto es rebasada. Esto se produce por la contemplación, es decir, cuando el sujeto cesa de prestar atención a los objetos externos y se con-vierte (se gira sobre sí mismo). Entonces el sujeto atiende al propio sujeto de modo que, con la persistencia de esta práctica, el sujeto deja de ser otro objeto más y desaparece durante la práctica meditativa. Entonces ya no hay sujeto, sino visión pura, es decir, una visión sin veedor, pura consciencia.
Volver al Paraíso, ver el rostro de Dios, contemplarle con lo que Hugo de San Víctor denominaba el tercer ojo, el ojo del espíritu, etc. son metáforas que expresan la nostalgia de la unidad originaria perdida. Todas señalan la aspiración del alma a retornar a su realidad primigenia que es el Ser. Se trata de “ser en Dios” o, como afirmaba Guillermo de Saint-Thierry basándose en el Evangelio de San Juan; “llegar a ser lo que Dios es”. En efecto, esta idea esencial, que expresa uno de los más grandes misterios, aparece en diversos pasajes del Nuevo Testamento: «Padre Santo, protege tú mismo a los que me has confiado, para que sean uno como lo somos nosotros» (Jn 17,12). Y más adelante: «No te pido sólo por éstos, te pido también por los que van a creer en mí mediante su mensaje: que sean todos uno, como tú Padre estás conmigo y yo contigo, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste, la de ser uno como lo somos nosotros, yo unido con ellos y tú conmigo, para que queden realizados en la unidad; así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los has amado a ellos como a mí» (Jn 17, 20-23). De manera parecida, según San Basilio; “Como los cuerpos límpidos y transparentes se hacen resplandecientes cuando les hiere un rayo de luz e irradian otro brillo, así las almas que llevan en sí al Espíritu, iluminadas por el Espíritu, se hacen espirituales y difunden la gracia sobre los demás. De ahí la previsión del porvenir, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las cosas ocultas, la distribución de los carismas, la participación en la vida celeste, el cantar a coro con los ángeles, la alegría sin fin, el permanecer continuamente en Dios, el parecerse a Dios; en una palabra, lo que más pude desearse: llegar a ser Dios” (San Basilio, De Spiritu Sancto 9).
Precisamente de los versículos “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28) y, sobre todo; “En Dios, no tenían más que una sola alma y un solo corazón” (Hch 4,32) deducirá san Agustín (359-430) (10) la divisa del monacato que consignará al comienzo de la Regla: «Lo primero por lo que os habéis reunido en comunidad es para que viváis en concordia en la casa del Señor y tengáis una sola alma y un solo corazón in Deum» (Praeceptum 1). Adviértase que no dice in Deo, «en Dios», lo que denotaría reposo, pacífica posesión; sino in Deum, que significa movimiento «hacia Dios», «en la búsqueda de Dios, pues «Somos todos uno en el Uno [= Cristo] hacia el Uno [=Dios]» (11).
Arrojados al reino de la desemejanza y de la pluralidad de objetos, el hombre aspira a la reintegración con la unidad originaria. «Estamos en el camino de la unidad», dice San Agustín, «teniendo como punto de partida la pluralidad. El amor debe reunirnos para alcanzar el Uno (12)»; «La multiplicidad debe perecer a favor de la singularidad, tal como sucedió en los santos de los que se habla en los Hechos: La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. Debemos ser singulares y simples, debemos ser amantes de la eternidad y de la unidad, si queremos adherirnos al único Dios y Señor nuestro» (13). ¿Cómo?; «Corre de lo múltiple a lo uno, reduce a uno lo disperso, afluye a la Unidad. Permanece allí, y no te vayas a la muchedumbre de las cosas. Allí está la felicidad» (14). Cuando el hombre confía su felicidad en proyectarse sobre las cosas, no hará más que encontrar frustración, dado que por su propia naturaleza, el mundo de la pluralidad es tan inagotable como insaciable es el mismo deseo humano. Esa búsqueda de la Unidad in Deum o restauración de la Unidad primordial, es denominada por algunos místicos cristianos la recuperación de la Sancta Simplicitas, es decir, la simplicidad de la mente consecuencia de la desapropiación de deseos y pensamientos.
¿Cómo recuperar la Sancta Simplicitas? En el año 485 el obispo de Hierápolis (Mabbûg, Siria) explicaba en sus homilías que “No hablo de la sencillez que se da en el mundo y que es más bien simpleza y necedad. De lo que trato es de esa sencillez característica de un pensamiento uno y simple… Porque así como la capacidad intelectual de un niño es demasiado pequeña para analizar los hechos de los mayores, la capacidad de nuestro espíritu es harto limitada para explicar los misterios divinos… Al mundo le parece que el sencillo no vale para nada. No te aflijas, oh discípulo, porque le parezcas inútil” (Filoxeno de Mabbûg, Hom V, 74 y 142) (15).
Por tanto, cometeríamos un error si pensáramos que la expulsión del Paraíso no fue más un acontecimiento mítico o fabulado del pasado. Por el contrario, es un hecho actual, que sucede y sigue sucediendo aquí y ahora. De la misma manera, el hombre puede regresar aquí y ahora al Jardín del Edén con la adecuada disposición.