AD. Desde que el ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol y Soley dijo ante la comisión parlamentaria que le interrogaba aquello de que “si cortáis el árbol, caerán todos los nidos”, la clase política española junto a la lacayuna fiscalía y la sedicente judicatura se han encargado de garantizar la impunidad de uno de los mayores ladrones -tanto en números relativos como absolutos- de la historia de la transición.
El beatífico Pujol había incensado durante años su corta pero egregia figura moviendo el palmito entre las sotanas del monasterio de Montserrat y goloseando los rojos fajines de los obispos adeptos a su causa. Mientras asistía a las celebraciones litúrgicas, mientras se las daba de ávido lector del teólogo progre Yves Congar, engordaba su particular peculio con los derechos de pernada que, silenciosamente, había ido estableciendo a lo largo y ancho de la administración autonómica.
Cínico e hipócrita donde los haya, el ínclito Pujol mercadeó con lo que sus ingenuos seguidores consideraban lo más sagrado. Se envolvió con la bandera catalana para salir indemne de las corruptelas de Banca Catalana y de todos las demás con la anuencia de todos los gobiernos, tanto del PP como del PSOE. Era el precio de una paz social que consiste todavía ahora en llenarse discretamente los bolsillos a costa del de los esquilmados contribuyentes a los que expolia sin piedad la Agencia Tributaria, porque “Hacienda somos todos”, aunque unos más que otros.
A partir del momento en el que Pasqual Maragall espetó aquello de que “ustedes tienen un problema: ¡el 3%!”, la rutilante estrella del diminuto Pujol comenzó a declinar. A él le importó bien poco: la fortuna familiar del anciano saqueador era ya inmensa, amasada durante más de treinta años de mentiras y postureo. Había convertido Cataluña en un antro de aprovechados y vividores del erario público que se deben impagables favores unos a otros. Sin embargo y a pesar de todo y de todos, Jordi Pujol ha permanecido inmune, incólume y, al final incólume ante cualquier juicio o investigación. Casi inviolable como D. Juan Carlos de Borbón. El árbol ciertamente no ha sido cortado, pues son muchos los nidos y gordos los polluelos. Prácticamente todos están pringados desde el principio.
En cambio, ahí tenemos al cuasi fenecido D. Juan Carlos de Borbón, convertido a la postre en un pobre diablo que mendiga el afecto de un pueblo y de un descendiente que teme mancharse y hasta parece avergonzarse con la presencia de su propio padre, temeroso el chico de que el chiringuito dinástico se derrumbe ante sus ojos cual castillo de naipes. El emérito, al fin y al cabo, se enriqueció en negocios particulares aprovechando, eso sí, su monárquica poltrona y sus excelentes contactos… Ahora, viejo y achacoso, se pasea cual delincuente recién salido del trullo con ansias de disfrutar la poca vida que pueda quedarle. Sin embargo, Campechano I, comisionista cabal, no metió la mano en el erario público, lo cual siempre fue la especialidad de los Pujol. A través del latrocinio sistemático de los fondos estatales y autonómicos, su clan familiar se convirtió en una especie de abyecto Falcon Crest de pacotilla con la bruja Ferrusola Channing de anfitriona.
Por ello, resultan sumamente dudosas las ansias justicieras de un gobierno que saca toda la artillería contra el decrépito monarca, mientras silencia sinfónicamente los múltiples tropelías comprobadas -que nunca confesadas: “Nosotros no tenemos ni cinco”, decía la Ferrusola- y los abusos financieros de la familia Pujol, con su patriarca y su ávida esposa a la cabeza.
Y es que, al final, ni Juan Carlos ni Pujol, hechos ya burdas caricaturas de sí mismos al estilo del retrato de Dorian Gray, sin poder esconder la fealdad de una vida dedicada a hacer dinero sin tasa ni freno, podrán llevarse nada al otro barrio.
El uno en Abu Dabi, aunque navegando en Sanxenxo, y el otro en su retiro dorado comiendo sopitas, los dos ya sin dientes, apurarán impenitentes el tiempo que les queda. Ni siquiera podrán decir “que nos quiten lo bailao”, pues ni los pies los acompañan y el pasado… ¿dónde queda ya? Los oligarcas que nos gobiernan bailarán sobre sus tumbas y, si no espabilamos, también sobre las nuestras.