Quién más y quién menos ha perdido algo alguna vez. Unas gafas de sol que nos dejamos en un restaurante y que no pudimos recuperar, esas llaves que se extraviaron sin saber cómo, aquella bolsa que nos dejamos en el metro porque salimos muy deprisa… Los olvidos son una constante en el ser humano, sin embargo, pocas experiencias resultan más molestas y hasta estresantes.
No importa que lo perdido pueda sustituirse. Carece de importancia que podamos comprar un móvil nuevo o que podamos hacer una copia de esas llaves perdidas de casa. Es una molestia evidente, pero hay algo más. La aversión a la pérdida define un malestar casi atávico en nosotros, es un resorte instintivo que se acompaña de una elevada preocupación y turbación.
El premio Nobel y psicólogo Daniel Kahneman, junto al psicólogo cognitivo y matemático, Amos Tversky, investigaron esta experiencia. Estamos ante un sesgo cognitivo que domina buena parte de nuestros comportamientos. Es un esquema mental del todo inconsciente que está muy presente en áreas como en la economía y el marketing. Lo analizamos.
Las emociones que experimentamos ante la idea de perder algo son el resquicio de nuestra propia evolución como seres humanos.
¿Qué es la aversión a la pérdida?
La aversión a la pérdida es un sesgo cognitivo que nos hace sufrir más por perder algo que por tener una ganancia. Es decir, si perdemos 50 euros nos dolerá mucho más que ganar esa misma cantidad. Este concepto forma parte de la teoría prospectiva, desarrollada en 1979 por Kahneman y Tversky y publicada en un estudio ya bastante célebre.
Como bien hemos señalado, esta perspectiva explica muchas decisiones a gran escala que se toman, sobre todo, en materia económica. Ejemplo de ello lo tenemos en el ámbito de la agricultura. Oxitec es una empresa de biotecnología que desarrolla insectos modificados genéticamente para mejorar la salud pública. Sus métodos permiten desde erradicar enfermedades como el Zika hasta evitar el uso de insecticidas.
Bien, a pesar de que muchos países se beneficiarían enormemente del uso de este tipo tecnología para evitar plagas de cultivos, se opta aún por métodos tradicionales, como los pesticidas. Europa rechaza la modernización de sus métodos porque teme la inversión económica que ello supondría. Aunque a largo plazo, los beneficios serían considerables.
¿Cómo explicamos este tipo de realidades?
Perder algo duele desde tiempos inmemoriales
Muchas veces olvidamos que buena parte de lo que somos es producto de nuestro pasado evolutivo. Nuestros instintos y mecanismos de respuesta son vestigios de esos hombres y mujeres del Pleistoceno que tenían un solo objetivo en su día a día: sobrevivir.
Ahora bien, ¿qué relación tiene la aversión a la pérdida con esos nuestros ecos evolutivos del ayer? En realidad, mucho. Perder algo suponía para nuestros antepasados la vida o la muerte. Perder un arma implicaba, tal vez, no poder cazar. Descuidar el rastro de un bisonte o un mamut, suponía no poder alimentarse. Perder el contacto con el grupo social significaba también el no poder sobrevivir.
Es cierto que ya no vivimos en entornos de semejante rudeza y amenaza. Sin embargo, en el contexto moderno, la aversión a la pérdida sigue firmemente arraigada en nosotros por la impronta de nuestras emociones. Esas que nos moldearon en tiempos pretéritos. Dicha huella neurobiológica explica por qué nos da más miedo perder dinero que ganarlo, e incluso perder cosas que se pueden sustituir fácilmente.
Nuestro cerebro sufre de manera más intensa el impacto psicológico de una pérdida que de una ganancia.
Los mecanismos neurológicos de la aversión a la pérdida
Los economistas conocen muy bien la aversión a la pérdida. El dolor piscológico que genera una pérdida monetaria, por ejemplo, es más poderosa que la alegría que puede suscitar tener ganancias. Los mercados bursátiles conocen este sesgo psicológico y entienden por qué cualquier pequeño evento puede hacer que la gente deje de invertir su dinero y aparezcan las clásicas burbujas y pánicos financieros.
Tanto la macroeconomía como la microeconomía está condicionada por este mecanismo. Pero también cualquier ámbito de nuestra vida. Cualquier escenario, circunstancia que implique algún tipo de riesgo, nos sentiremos intimidados. Toda experiencia que implique perder o dejar atrás algo es aversiva para nosotros. Aunque a largo plazo nos traiga beneficios.
El hecho de que esto sea así se debe al peso de nuestras emociones, como ya hemos señalado. En concreto, hay dos regiones cerebrales que activan y promueven la aversión a la pérdida:
- La amígdala es esa pequeña y primitiva área de nuestro cerebro que procesa el miedo. Es ella la que activa estados como la ansiedad y la que nos alerta de una posible amenaza (real o irracional). Para esta estructura, la pérdida, en cualquiera de sus formas, es un estímulo que suscita riesgo, miedo y pavor.
- La otra área es el núcleo estriado, clave en el aprendizaje procedimental, el refuerzo y la planificación. Él es quien nos recuerda que siempre será mejor conservar lo que ya tenemos que lograr ganancias.
¿Exageramos con nuestros miedos a las pérdidas?
Llegados a este punto, podemos hacernos la siguiente pregunta: ¿es realmente negativo dejarnos llevar por la aversión a la pérdida? Los economistas dirán, sin duda, que para que los mercados fluyan son necesarias las inversiones. Pero cuando el aleteo de la incertidumbre sobrevuela sobre nosotros, la aversión a la pérdida paraliza toda operación bursátil, todo escenario mercantil.
Bien es cierto que, en ocasiones, este instinto casi natural puede traer algún que otro problema. Sin embargo, si esto nos ha permitido también evolucionar como especie, es evidente que alguna ventaja tendrá. Protegernos contra las pérdidas, en lugar de focalizarnos solo en encontrar ganancias, ha mediado en nuestra supervivencia.
Todos estamos condicionados socialmente para temer cualquier tipo de pérdida. A nadie le gusta perder cuando compite en un deporte. Tampoco perder el autobús, las llaves de casa y hasta la amistad con un amigo. Si esa emoción persiste en nosotros es por una razón. Mientras no bloquee nuestra vida y sigamos haciendo un uso racional de este mecanismo, vale la pena tenerlo presente. Saber qué está ahí.
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