Todo sucede por sí sólo de manera natural. Es por ello que resulta muy interesante realizar el experimento de permitir simplemente que los sonidos lleguen a nuestros oídos. Cierren los ojos y cobren conciencia del conjunto de sonidos que se hallan fuera de ustedes y de los que tienen lugar en su interior. No traten de identificar ni de nombrar a los sonidos, permítanles simplemente ser tal y como son. Tampoco crean que ustedes no deben emitir sonido alguno, como el ruido de sus intestinos, el hipo, la tos, etcétera. Ábranse a la totalidad de los sonidos, permítanles simplemente ser tal y como son. No trate, en el caso de que escuche una conversación, de seguir el argumento sino que sigan considerándola como un sonido más. Convendría realizar este ejercicio por la noche, poco antes de acostarse, para darnos así cuenta de que constantemente nos hallamos inmersos en un mágico continuo musical.
Al poco de haber iniciado el ejercicio descubrirán, sin embargo, la tendencia a tratar de modificar lo que estamos escuchando. Centramos nuestra atención en éste o en aquel punto, nos decimos a nosotros mismos que debemos ignorar aquello o gritamos a nuestros hijos que se callen porque no nos dejan escuchar lo que estamos escuchando. Si realmente supiéramos escuchar, podríamos concentrarnos en cualquier cosa aunque nos halláramos en medio del estruendo más infernal.
Y lo mismo podríamos hacer con el resto de los sentidos. Podemos, por ejemplo, tomar varias piedras y apreciar su textura sin pensar en ellas. Para ello basta con dejarse llevar, confiar en nuestro propio ser, dejar que el cerebro nos proporcione por sí solo las respuestas y permitir, al mismo tiempo, que nuestro cuerpo sienta. Así es como podremos transformar la dictadura interior en una democracia o, en el peor de los casos, en una república.
Cuando dejamos que nuestro cuerpo haga lo que quiera decimos: «Le dejo hacer lo que quiera». Pero vayamos paso a paso y consideremos las cosas con más detenimiento. ¿Quiénes somos nosotros?, ¿acaso estamos separados de la república interior que constituye nuestro cuerpo? Del mismo modo que el tao no es diferente del universo ―y no es, por tanto, una especie de jefe que lo controle―, nosotros tampoco estamos separados de nuestro cuerpo y de las relaciones que mantiene con la totalidad del universo. Así pues, nosotros no tenemos un cuerpo sino que somos un cuerpo… y también somos el conjunto de relaciones que mantenemos y no una especie de policía que controla todo lo que ocurre. Y si, en ocasiones, nos parece serlo, ello se debe, entre otras cosas, al hecho de que la memoria nos transmite la impresión de ser un espejo que refleja las cosas. Pero, además de la memoria, la resistencia continua que ejercemos para resistirnos al cambio alimenta también esta sensación.
Si fuéramos realmente conscientes de todas nuestras reacciones musculares, nos daríamos cuenta de que pasamos la mayor parte del día luchando contra algo. Si invita a alguien a que se tienda sobre el suelo y luego le dice, por ejemplo: «El suelo le sustentará. No es preciso, por tanto, que haga esfuerzo alguno. Relájese», se dará cuenta de las dificultades que ello entraña porque la gente tiene miedo de convertirse en una especie de materia viscosa que se desparramará por el suelo y desaparecerá por entre las rendijas. Por ello tensan innecesariamente sus músculos para mantenerse de una sola pieza algo, obviamente, innecesario porque de ello se encarga ya la piel, el sistema muscular y nuestra estructura ósea. Pero parece que no terminemos de creérnoslo y continuamente estamos ejerciendo una resistencia constante que es posible experimentar como una tensión en el entrecejo. Ése es su centro, ésa es la continua sensación de resistencia ante la vida, lo que realmente sentimos cuando pensamos sobre nosotros mismos. El «yo» no es más que esa sensación de resistencia.
Cuando nos relajemos, sin embargo, descubriremos que no es necesaria la presencia de ningún policía que vigile todo lo que ocurre. Nosotros somos lo que experimentamos. Y, dado que somos nuestros pensamientos y que somos nuestras sensaciones, no es necesario tratar de deshacernos de ellos o, dicho en otras palabras, no es preciso resistirnos al flujo de los acontecimientos sino, por el contrario, zambullirnos profundamente en él. Cuando lo hagamos descubriremos que las cosas discurren adecuadamente, como los ojos cuando no tratamos de forzarlos o la ropa que nos resulta cómoda sin ser conscientes de ella.
Ahora bien, la no resistencia no tiene nada que ver con la insensibilidad. Experimentamos nuestro cuerpo como si se tratara de algo exterior, porque se nos ha enseñado a pensar que el cuerpo se halla «ahí afuera». Pero, ¿cuál es, desde nuestro propio punto de vista, el color de nuestra cabeza, por ejemplo? Lo cierto es que no tenemos ningún tipo de sensación a ese respecto. Desde nuestra perspectiva, es como si careciéramos de cabeza. En realidad, todo lo que percibimos con la vista se halla en nuestro interior, porque nuestros nervios ópticos se encuentran detrás de los ojos. Todas las formas y colores que vemos a nuestro alrededor son, realmente, estados mentales. Por lo tanto, cuando miramos «ahí afuera» lo que vemos está realmente ocurriendo en el interior de nuestra propia cabeza y, en consecuencia, lo que atribuimos al exterior también somos nosotros. Y esto resulta aplicable a todas las personas, no es más cierto para mí de lo que lo es para ustedes, porque somos como las gotas de rocío de una telaraña reflejándose mutuamente.