El planeta es el mejor reciclador.
Cada átomo de carbono, fósforo o nitrógeno que obtiene el planeta a través del vulcanismo, lo recicla entre un 99,5 y un 99,8% antes de que vuelva a incorporarse de nuevo al magma terrestre. Todo esto lo cuenta el físico Carlos de Castro Carranza.
También los seres humanos. Por ejemplo, cada vez que bebes agua.
¿Sabes cuántas veces pasan las moléculas de agua por los riñones antes de desaparecer del sistema? Unas 200 veces. La molécula ingresó en el estómago y pasó a los intestinos donde fue absorbida hacia el sistema circulatorio, probablemente alguna célula la absorbió durante unas horas, incluso algún día –perteneciendo a varios orgánulos celulares- hasta que fue llevada a otro sitio. Si no reciclaran, no necesitaríamos 2 litros de agua, sino 400 litros, y estaríamos bebiendo y meando todo el tiempo. Y al jefe no le gustaría.
Pero un camello lo puede hacer incluso mejor: el agua pasa unas 500 veces. (Aquí ya no hago bromas).
Sí, muy bien, nuestro cuerpo es perfecto en compejidad y coordinación… Hasta que deja de serlo. ¿Qué hay de las enfermedades?
La doctora en Medicina y Cirugía y paleontropóloga María Martinón-Torres explica que vivir con enfermedad, con achaques, con dificultades físicas o con dolor, es también parte de esta complejidad. Explica en su libro «Homo imperfectus», el concepto de pleiotropía, que es lo que ocurre cuando la modificación de un gen tiene efectos positivos en un área y negativos en otro. Cuando el beneficio es superior al perjuicio, lo habitual es que ese cambio genético se consolide en la evolución de la especie. Por ejemplo, hay una mutación que provoca una enfermedad que se conoce como anemia falciforme, pero las personas que tienen esa variante del gen están más protegidas frente a la malaria. Lo que en un ambiente puede ser bueno o menos malo, en otro contexto puede ser fatal. Hipotéticamente podríamos eliminar ese gen, con lo que desaparecería esa enfermedad, pero en contextos en los que la malaria es endémica, estaríamos haciendo al individuo más vulnerable.
Pero es que por el precio que estamos pagando al hacernos longevos, al cambiar los mecanismos fisiológicos para conseguir ese fin, estamos aumentando nuestra propensión a padecer cuadros diabéticos y neurodegenerativos como el Alzheimer. Ya no morimos en la infancia ni en las etapas reproductivas de la vida, que es lo que le preocupa a la evolución, sino por dolencias asociadas a nuestra longevidad. ¿Y entonces, para que nos sirve la longevidad? Luego vamos a eso.
Hay otras muchas enfermedades que surgieron porque hay amenazas o riesgos nuevos para los que no estábamos preparados, y la velocidad de la biología va más despacio. Por ejemplo, fuimos diseñados para evitar la muerte por hambre en entornos de escasez, pero hoy llevamos vidas sedentarias rodeados de azúcares, grasas y calorías. El resultado son los infartos, los problemas cardiovasculares, las diabetes y los cuadros de sobrepeso que padecemos.
Y otras enfermedades surgen porque nuestro cuerpo mantiene mecanismos que le fueron útiles en otro tiempo y ahora se preservan, aunque esa amenaza ya no existe. Por ejemplo, el sistema inmune. Es como un detector de humos hipersensible que debe estar ajustándose y defendiéndonos de cosas que nos puedan venir, pero tolerando la microbiota, por ejemplo. Y no es baladí. El año pasado, uno de los primeros inventarios de diversidad del viroma humano aseguró que teníamos 140 mil especies víricas en el intestino, de las cuales el 50% de las especies eran nuevas para la ciencia. Nuestro sistema inmune, además, estaba acostumbrado a controlar un número altísimo de parásitos, que ahora con la higiene han disminuido. Y viene de lejos: la hibridación con los neandertales representa entre un 1-4% de la dotación genética en las poblaciones euroasiáticas, y de esta pequeña porción, cerca del 50% de los genes se dedica a este sistema de defensa de infecciones. Así, como un detector de humor, le da igual si es que se te ha quemado un poquito el bizcocho. Salta a la mínima.
Como también tú saltas cuando tienes ansiedad. El exceso de preocupación era un mecanismo muy útil que nos sacó las castañas del fuego en más de una ocasión. «Ser humano prevenido, vale por dos». Y ese impulso se ha quedado en nosotros, aunque a veces nos pasemos de la raya. Lo de dormir mal es parecido: a las primeras comunidades de homínidos les vino muy bien contar con un individuo que dormía mal y pudo avisar de peligros que acechaban en la noche.
El insomnio, más pronunciado con la edad, favoreció que, de forma natural, hubiera siempre un centinela velando el sueño del grupo. Y un pequeño gran consejo, para dormir bien, como siempre se ha hecho, contar historias a la luz de la lumbre o leer como antesala del sueño.
Pero al hablar de la evolución humana, hay que abarcar otras escalas, mucho más allá de nuestro
cuerpo. Para una especie social como la que es la nuestra, la de los seres humanos, la fortaleza te la da el grupo y los recursos que te aporten para vivir. ¿Compensa todas esas enfermedades por conseguir esa longevidad? La tercera edad es útil para la supervivencia de la especie, para colaborar en el cuidado de la crianza y por el solapamiento generacional para la transmisión de saberes.
Una enfermedad es la historia de una lucha, asegura Martiñón-Torres. A través de ella, nuestro cuerpo trata de reparar el daño que padece. Y lo sabe por doctora, y por lo que le cuentan los fósiles humanos: «Cuando estudiamos las enfermedades patentes en el registro fósil, lo que identificamos son los intentos de regeneración del cuerpo frente al daño sufrido: el callo que suelda la fractura, la inflamación del hueso que se defiende de la infección. (…) Detrás de esa lesión -de ese signo de supervivencia, al fin y al cabo- estamos leyendo una historia de fortaleza, la del individuo que sobrevivió al daño, o incluso la del grupo que lo ha cuidado.» «Es en ese ejército de tullidos, lastimados y magullados, llenos de cicatrices, donde leemos los renglones torcidos de la solidaridad y la resiliencia humana.»
«Cada ser vivo, incluidos los humanos, es un ecosistema, y cada uno de esos bosques establece un diálogo biológico, químico y emocional con el entorno en el que vive, así sea campo o ciudad. Nada de lo que ocurre a nuestro alrededor nos es ajeno, siempre hay un eco, un rumor entre árboles (…)»
Y que hay de la maravilla de complejidad bioquímica que desde el punto de vista físico, es un árbol, que ayuda a concentrar el carbono disperso en la atmósfera y a reciclar el agua. Un árbol es uno de los ingenieros de reciclado de materiales. Volvamos al agua. Las plantas terrestres consumen la mayoría de su energía en la transpiración, no en la fotosíntesis, sino evaporando agua en sus hojas y ramas. Los bosques producen lluvia. Los árboles del Amazonas, por ejemplo, capturan el agua del suelo y, por el calor tropical, lo suben hasta las hojas donde hay una evapotranspiración. Ese vapor de agua se escapa a la atmósfera, así se enfría y vuelve a caer como lluvia. ¡Y hay algo sorprendente!: la cantidad de agua en forma de vapor de agua que está transpirando el bosque y llega a la atmósfera es mayor que la que tiene los propios ríos del Amazonas.
Pero el árbol, (y el ser humano), solo es un eslabón de una enorme cadena: “fuera” debe haber una estructura igualmente compleja y coordinada para poder seguir utilizando/reciclando el carbono, el agua, el nitrógeno, el oxígeno, etc. Es una economía circular, ciclos biogeoquímicos para seguir mantenido la misma temperatura, acidez de las aguas, salinidad del mar y concentración de gases en la atmósfera a pesar de los cambios que se han ido produciendo en el entorno (aumento de la radiación solar, caída de meteoritos, etc.). Se trata de conseguir las condiciones óptimas para el desarrollo de la vida.
Y el mantenimiento de la vida, el cuidado a la vida, no es simple. Ya nos percatamos cuando cuidamos a nuestros seres queridos. Muchas células y órganos hacen cosas “ilógicas” si los consideramos como organismos con objetivos propios, egoístas, dirigidos solo para sí, “máquinas de supervivencia”, como diría el neodarwinismo.
Por ejemplo, si ahora mismo veríamos un gran incendio cerca de nuestro círculo, huiríamos, el corazón se pondría a 200 pulsaciones por minuto y los músculos sufrirían desgarros por correr. Nuestro cuerpo estaría haciendo algo totalmente absurdo desde su “egoísmo”, pero lo haría porque “el todo” lo necesita. Huir del incendio. Pero es como cuando nuestro organismo bebe y recicla el agua.
Es cierto que la competencia y la lucha existen en la evolución, y a la selección natural lo que le importa es la reproducción, pero pensar que la naturaleza tiene éxito solo cuando actúa sin escrúpulos, como una eficiente economía de mercado, no hace más que justificar dichos sistemas económicos definiéndolos como naturales.
Porque, en ese caso, también podemos decir que los genes se propagan a sí mismos haciéndonos disfrutar de la vida,
o como escribió el poeta Khalil Gibran,
«la vida deseosa de sí misma»:
los hijos,
el sexo,
la buena alimentación,
holgazanear bajo el sol…