En Europa Occidental, los mundos intermedios más conocidos son el limbo y el purgatorio; no obstante, existen otros reinos del más allá que ocupan un lugar a mitad de camino entre el cielo y el infierno en los sistemas de creencias de todo el mundo. Buena muestra de ello sería la idea zoroastriana del hamistagan («en equilibrio, quieto»), un lugar neutro donde las almas de aquellos que no se clasifican como malos ni como buenos aguar- dan el Juicio Final, el cual se menciona en el texto zoroastriano del siglo IX Dadestan-i denig («Decisiones religiosas»), escrito por el sumo sacerdote Manushchihr.
Como veremos, el hamistagan se asemeja más a la idea católica del limbo que a la del purgatorio, ya que se concibe como una insulsa sala de espera y no como un área de castigo y purificación a través del fuego. Aquí, indica Manushchihr, los difuntos pueden volver a vivir sus vidas con el fin de realizar un número mayor de buenas obras en un lugar no muy diferente a nuestro mundo, para así ascender finalmente al paraíso de la Casa del canto. En un primer momento, la existencia en el lugar se describía como una experiencia no sensorial; no obstante, en textos posteriores, la temperatura se compara a la del mundo terrenal: frío en invierno y calor en verano.
En el caso del islam, un lugar comparable podría ser el barzaj («obstáculo, impedimento, tabique»), un estado temporal entre la muerte y la resurrección. Aquí, los pecadores son castigados y los que han sido suficientemente justos disfrutan de comodidades –los niños, al ser inocentes, pasan directamente al cielo, al amor de Abraham–. El barzaj solo se menciona en tres ocasiones en el Corán, y tan solo en una en su calidad de frontera entre lo terrenal y lo celestial, por lo que la atención que ha recibido por parte de los estudiosos ha sido muy diversa, y algunos incluso lo han ignorado por completo.
El jurista medieval islámico Ibn al-Qayyim (1292-1350) desarrolló la idea e indicó que las almas que se congregan en el barzaj se agrupan con otras que tengan el mismo nivel de pureza. En el sufismo, el estudioso musulmán andalusí Ibn Arabi (1165-1240) concedió una gran importancia al barzaj y lo consideró algo más que un territorio fronterizo: para él, se trataba de un puente fundamental entre el mundo corporal y el espiritual sin el cual ninguno de los dos existiría.
De los bardos del Tíbet a los Campos Elíseos
Respecto al ciclo de reencarnación del budismo, tras la muerte de Buda comenzó a utilizarse el término «bardo» para referirse a una etapa intermedia entre la muerte y la reencarnación que a menudo se compara con la idea del limbo. Resulta particularmente importante en el budismo tibetano, ocupando un lugar preeminente en el texto Bardo thodol («La liberación por audición durante el estado intermedio»), más conocido en Occidente como el Libro de los muertos tibetano. Según la tradición, este texto fue escrito en el siglo VIII por Padmasambhava, quien está considerado el segundo Buda por la escuela Nyingma, la más antigua del Tíbet.
La obra ofrece instrucciones para reconocer los signos de la muerte, y explica los rituales que deberán realizarse para la ocasión; así, la mayor parte de sus lecciones no fueron concebidas para ser leídas a los difuntos, como suele creerse, sino para que los vivos pudieran hacerse una idea de la otra vida, a modo de guía para recorrer el mundo intermedio por el que pasan los muertos en los 49 días que transcurren entre el momento del fallecimiento y la reencarnación.
El Bardo thodol divide esta forma de existencia intermedia en tres estados: el bardo chikhai (bardo del momento de la muerte), que es inmediato y en él el difunto experimenta la «clara luz de la realidad», o lo más cercano que pueda llegar a ella; el bardo chonyid (bardo de la realidad), donde se atisban las diversas formas de Buda; y el bardo sidpa (bardo de la reencarnación), cuando se tienen alucinaciones que van desde criaturas infernales a parejas apasionadas, en función del nivel del karma de cada cual. Estos tres bardos, junto con otros tres –el estado de vigilia, el estado de dhyana, o meditación, y el estado del sueño–, sirven como un mapa de los distintos estados generales de consciencia.
En Europa Occidental, antes del desarrollo del limbo y el purgatorio, el mundo intermedio más destacado era el perteneciente a la mitología griega, que consistía en una parte del Hades denominada Campos de Asfódelos o Prados de Asfódelos y mencionada por Homero en la Odisea. Se trataba del destino de los difuntos que no eran tan justos como para ganarse el acceso a los Campos Elíseos, pero tampoco lo bastante pecadores como para ser conde- nados al sufrimiento en el Tártaro, la parte más infernal del Hades.
La idea del limbo surgió de la interpretación de las escrituras como lugar para quienes morían mancillados por el pecado original
Los Prados de Asfódelos homéricos, el lugar donde «se guarecen las almas» (Odisea 24, 14), solían ser considerados por los antiguos poetas y comen- taristas griegos como un sitio agradable, pues interpretaban que la palabra «asfódelo» (un tipo de flor) indicaba que se trataba de una tierra exuberante, agradable y casi paradisíaca, y lo mismo ocu- rría con los poetas de la Inglaterra postrenacentista como Alexander Pope (1688-1744), quien se refiere a las «almas felices que habitan en las praderas amarillas de asfódelos». Sin embargo, lo cierto es que los Prados de Asfódelos que Homero describe en tres pasajes distintos son un lugar mucho más deprimente, un auténtico reino del Hades, triste, sombrío y tenebroso, en el que las pálidas almas de los muertos gimen y vagan sin rumbo, tan insustancial como las sombras o los sueños.
En la teología católica existe el concepto del limbo (del latín limbus, «límite»), un estado o lugar al borde del infierno. El limbo no se menciona en ningún momento en las escrituras cristianas, ni tampoco en el catecismo de la Iglesia católica, encargado por el papa Juan Pablo II en 1992 a modo de resumen de la doctrina católica, sino que se trata de un concepto que surgió a partir de la interpretación de las escrituras y el pensamiento extrapolador medieval europeo como lugar de destino para quienes morían mancillados por el pecado original y que, por tanto, debían ser apartados de la jubilosa existencia en compañía de Dios, pero cuyo destierro al sufrimiento eterno del infierno sería, asimismo, contrario a la benevolente naturaleza divina.
Las regiones del limbo
De hecho, se reconocen dos regiones distintas del limbo, subdivisiones necesarias que surgieron de este razonamiento: el limbus infantum (limbo de los niños) y el limbus partum (limbo de los patriarcas). El limbo de los niños se extrajo de las escasas referencias bíblicas al Hades y al Seol con el fin de albergar las almas de los niños que mueren antes de ser bautizados, con el pecado original intacto, pero que son demasiado pequeños para haber cometido maldad alguna. Está claro que un Dios justo no desterraría a estos desafortunados al tormento eterno, por lo que debía de existir algún otro lugar. «Aquellos niños que abandonen el cuerpo sin haber sido bautizados recibirán la condena más leve de todas», afirmaba el influyente san Agustín, y otros padres latinos como san Jerónimo (h. 347-420), Avito de Viena (h. 470-517/519) y el papa Gregorio I (h. 540-604) compartían la creencia en el limbo, un lugar en el que las almas infantiles permanecerían solo temporalmente para después progresar al cielo.
En el purgatorio los difuntos son sometidos a pruebas tortuosas, sobre todo de fuego y hielo, con fines de purificación y no de castigo
El limbo de los patriarcas, por su parte, era el nombre medieval del lugar frecuentado por aquellos de quienes Dios tenía una idea favorable, con independencia de los pecados cometidos, pero que debían esperar la redención de Jesucristo antes de ser admitidos en el cielo. Este limbo equivaldría a otra sección del Hades que se menciona en el Antiguo Testamento, en la cual residen todos los patriarcas que aparecen en las escrituras hasta que son liberados durante el descenso de Cristo a los infiernos tras su muerte en la cruz, puesto que la redención de Cristo es el único camino posible hacia el cielo:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí», como él mismo afirma en Juan 14, 6. Se trata del concepto moderno del limbo entendido como «sala de espera del cielo», que fue extraído de las escasas referencias que aparecen en los evangelios, como en el de Lucas, donde Jesús narra la parábola sobre el rico y el mendigo llamado Lázaro, en la que este último es llevado a los cielos y el primero se desespera al verse en el infierno (Lucas 16, 22-25).
Las ánimas del purgatorio
A partir del siglo I d. C., los autores cristianos interpretaron el «seno de Abraham» como un lugar temporal para las almas que se hallaban a la espera de su entrada en el cielo, una interpretación que siguieron la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, si bien aquí tampoco existe una mención explícita de la palabra «limbo». A algunos autores como Clemente de Alejandría (h. 150-215) les parecía justo que existiera un lugar de espera para quienes habían fallecido con anterioridad a los tiempos de Cristo: «No es correcto que estas almas sean condenadas sin ser juzgadas, y que tan solo las que hayan vivido tras la venida [de Cristo] disfruten de la ventaja de la justicia divina».
En Italia, del gran número de lugares que deberían ubicarse en el itinerario de todos aquellos interesados en los restos materiales y los tributos al más allá, quizás el más pequeño sea el que resulta más curioso. No es extraño encontrar iglesias funda- das específicamente para rezar por las almas del purgatorio. Sirva como ejemplo la iglesia de Santa María de las Ánimas del Purgatorio en Arco, que data de 1638 y está ubicada en el centro de Nápoles. Cuando la peste negra hizo estragos sobre la población en el año 1656, su cripta se llenó de cadáveres que no tuvieron un enterramiento adecuado, por lo que se supuso que habrían sido relegados a pasar la eternidad en el purgatorio. Aún se celebran ceremonias regulares en la iglesia para rezar por esas pobres almas.
Por otra parte, tenemos el Museo de las Ánimas del Purgatorio de Roma, un lugar totalmente único. Este minúsculo «museo», dentro de la sacristía de la iglesia del Sagrado Corazón del Sufragio, ofrece al peregrino obsesionado con el más allá la oportunidad de observar algunos objetos que, por lo visto, fueron tocados y quema- dos por las almas ardientes del purgatorio. Tras un incendio en una de las capillas de la iglesia, un sacerdote llamado Víctor Jou’t se dio cuenta de que en uno de los muros se apreciaba la imagen quemada de un rostro humano, y dedujo que se trataba de un ánima del purgatorio que trataba de advertir a los vivos y pedirles que rezaran para favorecer el tránsito de sus almas al cielo, por lo que fundó el museo.
Las Iglesias ortodoxas y ciertos sectores anglicanos, luteranos y metodistas aceptan la existencia de algún tipo de purificación tras la muerte
El museo alberga una colección de objetos con quemaduras similares que Jou’t fue recopilando posteriormente, entre ellos la huella quemada de tres dedos que en 1871 dejó la difunta Palmira Rastelli en el libro de oraciones de Maria Zaganti, así como una impresión similar en un libro perteneciente a Marguerite Demmerlé, de la parroquia de Ellinghen, que dejó su suegra en 1815, treinta años después de su muerte.
La necesidad humana de creer en un cosmos justo y misericordioso se refleja en un gran número de religiones y tradiciones culturales, y en el cristianismo –sobre todo en el catolicismo– se responde de manera específica a través de la idea del purgatorio. Sin duda, se pensaba, debe existir un «tercer lugar» al que pueda ir una persona común, alguien que no sea ni un pecador compulsivo ni un santo impoluto, para purgar los pequeños pecados por los que no debería ser condenado al infierno, un lugar en el que quedar en paz y ganarse el perdón por estas malas acciones, ser liberado de culpa y, finalmente, bajo una nueva forma purificada y lustrosa, lograr cualificarse para acceder a la perfección celestial.
A diferencia del inframundo judío del Seol, en el llameante mundo intermedio del purgatorio los difuntos son sometidos a pruebas tortuosas, sobre todo de fuego y hielo –con fines de purificación, no de castigo como en el infierno–, que los vivos pue- den contribuir a aliviar y a reducir gracias a la oración, incluso antes de la propia muerte.
El presente artículo es un extracto de Atlas del cielo, del infierno y del más allá, (Blume, 2022), donde Edward Brooke-Hitching, hace un fascinante repaso a la visión que distintas culturas del planeta han tenido de las diferentes realidades que esperan al alma tras la muerte del cuerpo. En esta ocasión nos centramos en los mundos intermedios.
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