Aunque las recurrentes crisis hacen más evidentes la encrucijada civilizatoria en la que nos encontramos, aunque el momento histórico nos remite a alcanzar acuerdos entre los diferentes grupos y movimientos sociales, no está resultando nada fácil reconducir al mundo hacia horizontes ecológica y socialmente más viables y atractivos para la mayoría.
No es solo porque la polarización política y las resistencias corporativas la dificulten. También ocurre, en contra de lo que piensa de forma bienintencionada buena parte de la izquierda, que no está asegurado la convergencia de posiciones entre el mundo del trabajo y el resto de los movimientos sociales, singularmente el ecologismo, el feminismo y los movimientos por una ciudadanía global.
La esencia de un nuevo contrato social supone compartir de forma explícita o implícita un consenso sobre lo que constituye valor en la sociedad y sobre las jerarquías que definen aquello que debe ser defendido con más intensidad.
Los ODS y los objetivos 2030 de la UE se presentaban como el mejor esfuerzo por desarrollar esos valores de forma consistente para la próxima década pero es evidente que la invasión de Ucrania ha alterado ya gravemente su jerarquía. Los equilibrios ecológicos descienden como prioridad y el “desarrollo sostenible” debe hacerse compatible con la “carrera armamentista”.
Al incorporar como prioridad el 2% en gasto en defensa se encarece y distorsiona la transición hacia la descarbonización: se asume directamente una reactivación del fracking como fuente de suministro de gas estadounidense, una tecnología especialmente denostada en Europa. Y, por otro, se desvían recursos verdes a construir infraestructuras para facilitar el uso de energías fósiles —refinerías, almacenamientos, plantas de regasificación-. No es una guerra más, es una capaz de colocar la pelea geoestratégica por encima del cambio climático.
Los ODS tienen también dificultades para concretarse cuando toman tierra y chocan con la realidades sociales en territorios diversos, sobre todo aquellos que se sienten ignorados o perdedores en las transiciones en curso.
Para buena parte de los trabajadores, incluidos grupos crecientes de clases medias del primer mundo que perciben la precariedad como riesgo cierto, el hecho de que las fábricas contaminen, que sus empresas vendan armas y alimenten guerras lejanas o que se incumplan los objetivos de desarrollo sostenible tienen importancia secundaria. Todo ello, se encuentra siempre detrás de su estabilidad en el empleo de la que depende su propia subsistencia y la de los suyos.
El corto plazo se impone al largo plazo. La mayor precariedad y dureza de la vida de cada colectivo acorta las miradas. Las personas que padecen y se sienten solas sin que nadie les dé respuestas a sus necesidades, no tiene razones ni energías para mirar ese futuro deseado a largo plazo. De modo que las propuestas simples (cerrar fronteras, introducir aranceles, expulsar inmigrantes), procedentes de las fuerzas reaccionarias, penetran con facilitad en sectores precarios por su capacidad de ofrecer una protección, aunque sea ilusoria, que no encuentra en ningún otro discurso.
Ante el colapso posible, la batalla es política
El armazón ideológico hacia un nuevo Contrato Social y Ecológico existe pero está lejos de convertirse en un vector político suficientemente coherente. Las ideologías permiten ordenar argumentos y afinar los objetivos que dibujen una idea de prosperidad pero, además, deben ser capaz de concretarse en una fuerza material (líderes, recursos, votos, apoyos activos) que permita derrotar a los oponentes, que sabemos vinculados a grupos que aprovechan las transiciones en curso para justificar políticas de rapiña a corto plazo.
Vivimos un momento paradójico: haber padecido en carne propia una terrible pandemia global, sentir los efectos recurrentes del calentamiento global, la crisis energética y sus efectos sobre el coste de la vida, o sufrir la guerra de Ucrania y su presencia permanente en los noticieros, muestran un tufo de final de época o de crisis civilizatoria que impregna el ambiente.
Por un lado, aumenta la percepción de la gente sobre la posibilidad de un colapso (quizás representado por la imagen de múltiples “plagas” sistémicas); pero, por otra, la opción de decrecimiento defendida desde el ecologismo no encuentra espacio para asentarse. La sociedad es capaz de preparase para sufrir un “castigo” inevitable por no haber hecho lo suficiente pero no es capaz de desprenderse de la aspiración a crecer y mejorar.
Los vectores principales del espacio progresista no se ponen de acuerdo en qué consiste prosperar y cómo debe medirse. El ecologismo está siendo capaz de integrar bajo el paraguas del ecofeminismo la batalla por un nuevo paradigma de desarrollo con los cuidados en el centro, (cuidados para la naturaleza y para las personas) pero no es capaz de integrar en esa fórmula la aspiración a la mejora general del nivel de vida que mueve a las grandes mayorías identificadas con el mundo del trabajo.
No es extraño: el capitalismo lleva décadas proponiéndonos decrecimiento, representado por recortes en empleo, salarios, ayudas sociales, derechos… de todo lo que asociamos a bienes y servicios públicos.
De modo que la idea del “decrecimiento” como alternativa exhibe una idea que rema a contracorriente de las metáforas que comunican sensaciones positivas e implica rechazar la idea misma de progreso como aspiración. Como explica Jose Manuel Naredo, crecer es una palabra magnífica y refleja, como ninguna, las aspiraciones de la naturaleza humana: se aplica al desarrollo personal, a las cosechas, al conocimiento… Crecer es mejor que decrecer lo mismo que bien es mejor que mal.
Economía financiera frente a “economía de los intangibles”
Ni el lenguaje económico ni el PIB son enemigos del ecologismo. Es evidente que el PIB debe ampliar la idea de “valor añadido” a otros parámetros hoy excluidos, imprescindibles para interiorizar riesgos ciertos a medio, largo y también corto plazo (medioambientales, reproductivos y asociados a la desigualdad) y en esa tarea hay un amplio (demasiado quizás) abanico de soluciones. Pero, al mismo tiempo, es capaz de representan en buena medida los parámetros de la economía real que nos sirve para explicar este mundo.
El discutido PIB ha demostrado, por ejemplo, una alta sensibilidad y fiabilidad para detectar los riesgos de crisis a corto plazo. Basta con dos trimestres consecutivos sin crecer para que, inmediatamente, se perciban sus consecuencias sociales negativas para las mayorías. Conociendo lo que supusieron las recesiones de 1929 (caída del 15% del PIB en tres años, ascenso del fascismo y guerra mundial diez años después) o los cambios que está provocando la más cercana del 2008, es imposible imaginar los efectos de un decrecimiento continuo (¿durante décadas?) hasta ajustarnos al nivel de producción global que reclama los niveles de equilibrio del planeta.
Ni un PIB ascendente tiene por qué significar que el medio ambiente empeore ni uno descendente puede identificarse con equilibrio ecológico. De hecho, la protección medioambiental tiende a requerir inversión en nuevos equipos y materiales, y esta inversión estimula el crecimiento. Y, por otro lado, hay ejemplos claros de una mayor degradación medioambiental con decrecimiento que es lo que sucedió durante la década de los 1980 en varios países africanos: el PIB se contrajo al mismo tiempo que aumentaba la degradación del medio ambiente .
La degradación ecológica no es una consecuencia automática del crecimiento, sino consecuencia de una tasa de consumo de recursos superior a la tasa de regeneración natural o sostenible.
Se aclara entonces que lo que debe decrecer es la esfera material de la economía para no chocar con los limites físicos de la naturaleza, unos límites ciertos aunque la tecnología pueda desplazar su horizonte. Pero la lógica económica está facilitando, en las últimas décadas, cambios en la estructura del capital hacia elementos intangibles (sistemas, knowhow, I+D+i… aplicaciones) en perjuicio de edificios, instalaciones, maquinaria y otros elementos físicos.
Prosperar es, más que nunca, activar conocimiento y de ello depende el uso eficiente de materiales. Aunque por otro lado, la mayor eficiencia no garantiza que no se desborden los límites absolutos biofísicos.
Y ello nos lleva a un tema central que el ecologismo no resalta o incluso olvida: la gran batalla sobre qué constituye valor en la sociedad se da entre lo que denominamos economía real y economía financiera. Los principales significantes que dimanan y construyen el poder actual (plusvalías, crear valor al accionista, beneficios caídos del cielo, paraísos fiscales…) que quedan oscurecidos o fuera del PIB y son la fuente que alimentan la economía cortoplacista, marcada por el despilfarro, la apropiación por desposesión y la opacidad.
Si hay algo que destroza los equilibrios de este mundo es el predominio de lo financiero, paradigma del derroche y la desigualdad, sobre lo productivo. Y sobre esa base se deben fraguar los cimientos del nuevo Contrato Social.
Reestructuración productiva, precisando los ajustes
Lo realista es asumir, como señala Latouche, que el decrecimiento, como tal, no es verdaderamente una alternativa concreta, sino la matriz ideológica que actuaría de paraguas de alternativas diversas.
Precisa Jose Manuel Naredo que la materialización realista de la “meta decrecentista” supondría un rápido reajuste estructural y global, con actividades y formas de producir que ganan peso (las denominadas verdes) y actividades que decrecen o mueren: sectores intensivos en el uso de combustibles fósiles, la industria agroalimentaria intensiva en la producción masiva de carne y lácteos, el textil asociado a la rápida rotación de la moda presta….
Afecta a sectores pero también afecta a territorios, especialmente a la situación de las periferias del mundo. Porque África y buena parte de Asía, sometidos todavía, a un alto crecimiento demográfico, necesita crecer un 5% anual en la próxima década para mantener el nivel de renta per cápita actual. Ocurre que en crecimiento no hay despilfarro energético alguno. Como resalta Vaclav Smil, para una mayoría del mundo el aumento de bienestar social está íntimamente conectado a un mayor consumo de energía. Al contrario que ocurre en buena parte del Primer Mundo en donde consumir más energía deja de aportar beneficios objetivos en términos de bienestar para vincularse al despilfarro y al lujo .
Todo ello dibuja un horizonte variable que depende, de un lado, de la velocidad de los avances tecnológicos y, por otro, de los manifestaciones de los límites biofísicos del planeta. Los previsibles shock que sufra la humanidad en ese tránsito actuarán de aceleradores del cambio político lo mismo que los límites para la extracción de nuevos materiales imprescindibles para fabricar baterías, paneles o las grandes palas eólicas, actuarán de freno a los avances tecnológicos y a la velocidad de implantación de renovables.
Lo esencial es asumir que ese reajuste conlleva un cambio drástico en las relaciones de producción que choca frontalmente con las lógicas de poder del capitalismo financiero dominante. De ahí la importancia de construir, cuanto antes, el lenguaje y las tesis que favorecen las convergencias, defendiendo los significantes que merecen la pena, y huyendo de “guerras culturales” estériles. La batalla es ya política.
Dejar caer el desarrollo sostenible como un oximoron es un error que nos puede costar caro. El desarrollo puede ser sostenible. En la batalla por llenar de contenido real ese significante nos jugamos parte del éxito.
Entre el colapso posible y el decrecimiento como meta inaprensible
«….no está resultando nada fácil reconducir al mundo hacia horizontes ecológica y socialmente más viables y atractivos para la mayoría.»
¿ La mayoría ? ¿ qué mayoría ?
Nunca deja de asombrarme lo » ombligos del mundo » que nos creemos en occidente, especialmente en Europa, y especialmente los hipster.