Resulta poco conocido que C. S. Lewis, el famoso autor de Las crónicas de Narnia, fue también un apologeta cristiano entusiasta con un pasado agnóstico. Entré al cristianismo pateando y gritando. El aún más famoso J. R. R. Tolkien, padre de El Señor de los anillos, habría influido en su conversión adulta, aunque lamentando que se inclinara por la Iglesia de Inglaterra y no por el catolicismo romano. El personaje del león Aslan es de hecho una versión de Cristo dentro del lore de las novelas de Lewis. Su ocupación en temas de teología es patente, entre otras cosas, por haber desarrollado un “trilema”, “triumvirate” o apuesta con tres opciones, las del lunático, el mentiroso o el Señor, “lunatic, liar or Lord”, sobre el carácter de las afirmaciones de Jesús, implícitas o explícitas, de ser Dios mismo:
Lunático: Jesús no era Dios, pero creía que lo era.
Mentiroso: Jesús no era Dios, y lo sabía.
Señor: Jesús ni estaba loco ni mentía. Por tanto, es Dios.
Si bien esta apuesta sigue teniendo vigencia entre ciertos grupos apologéticos, sobre todo protestantes, ha sido fuertemente cuestionado por evadir muchas más posibilidades sobre el punto en cuestión: para empezar, ¿Jesús de Nazaret afirmó en algún momento ser igual a Dios? ¿Quizá sus seguidores inmediatos lo presentaron de esta manera, o lo hizo una segunda o tercera generación de creyentes? ¿El Nuevo Testamento llega a sostener claramente una doctrina como la de la identidad entre el Dios a quien Jesús llamaba “Padre” y este hijo Mesías? Y de hacerlo, ¿cómo debería interpretarse esta idea? Quizá ver al Cristo es la búsqueda de Dios de hacerse visible. Quizá se presenta una identidad como la del gurú en el Sijismo y “Ek Onkar”, la realidad divina, por poner un ejemplo analógico. Para el judaísmo del siglo I, lo que hiciera el Mesías sería obra de Dios santísimo.
No se debe dejar por fuera que uniones de palabras como “hijo de Dios” también correspondían a los profetas, los reyes de Israel o los sumos sacerdotes. Según la crítica histórico-literaria, son aproximadamente unas siete u ocho ocasiones en que el Nuevo Testamento (solo en lo que podría tener de histórico) se refiere claramente al galileo con un origen divino. Llegar de esto a la doctrina de la Trinidad resulta complejo e interesante.
Sea como fuere, esto me lleva a una pregunta concreta: ¿desde cuándo los seguidores históricos de Jesús, directos o indirectos, empezaron a considerarle Dios? Es decir, la base de casi todas las Iglesias cristianas establecidas, la creencia en un Jesús no creado, coeterno al Padre, «YHWH», de la misma sustancia o esencia. Debió darse un momento en la Historia en que estos márgenes de la fe quedaran bien definidos.
No pudo ser tan tarde como cuando se oficializaron para ser tentativamente creencia obligatoria y única, durante el Primer Concilio de Nicea, en el año 325, bajo el auspicio del emperador Constantino, un no cristiano. Desde tiempo atrás, diversos teólogos ya defendían y habían desarrollado dicho dogma. Hay muestras de adoración o «monolatría» hacia Cristo muy previas al Concilio. Todo el problema es que resulta complicado remitirse al origen de la divinización de Jesús porque en un inició fue una noción menos sistemática y uniforme. Vuelvo a remarcar que una figura mesiánica judía, aunque no se entendiera como la de Dios mismo, implica una suerte de «teofanía» o revelación del autor de las cosas desde o por medio de esa persona, ya sea en sus palabras, o como agente o cabeza de un proyecto apocalíptico y cultual. Esto fue siendo mucho más patente desde el periodo «intertestamentario», entre el último siglo antes de la era común y el primer siglo de ésta.
Es claro que en diversas partes de las cartas «veteropaulinas» (o presuntamente auténticas de Pablo de Tarso, escritas tan solo veinte años después de los eventos de la Pasión) se deifica de alguna manera homilística al galileo. El autor se refiere a él como “Kyrie», Señor, le entiende como superior a los ángeles, comprendiéndolo como mediación total y pactual entre lo divino e Israel y las gentes que se adhirieran a la Ley del Amor. Empero, no es probable que Pablo tuviese en mente un misterio teológico como el de un solo ser creador y trino, que creyese en la igualdad del Cristo respecto al Padre eterno o en su preexistencia. Probablemente tenía una noción similar a la de los arrianistas como Tertuliano que vendrían en los siglos sucesivos: Jesús como un ser digno de adoración por haber sido elevado como icono del numen terrible y sin forma que, por fin, encontró su representación.
La transición del Jesús divinizado a la segunda persona de la Trinidad probablemente se halla al final del siglo I. Algunos cristianos «proto-ortodoxos» de línea paulina (la presunta “comunidad joánica” antecedente de la Gran Iglesia, es decir, del futuro Cristianismo normativo) habría empezado a creer en esta figura mistérica de una manera absoluta, plenamente dueña de todo poder. No como vía al Logos o como su manifestación o traducción dentro del estado de cosas del mundo, sino como aquel en sí mismo desde antes, dentro y más allá de todos los siglos. Acepciones del evangelio de Juan, por mencionar algunas: que Jesús antecediera a Abraham; su identificación no solo con el camino a la plenitud, sino con esta misma como luz y vida; su propuesta de identidad con YHWH, a quien nadie había visto, «numen» terrorífico y fascinante que, según el profeta Elías, no está ni en la tempestad ni en el terremoto ni el fuego, pero que ahora podía ser conocido en el Logos que acampó en el mundo y comió con mujeres y hombres.
La respuesta sintética más sensata sería que los discípulos inmediatos a la vida de Jesús le asumieron sólo como primero en jerarquía de un reino futuro, venido o por venir sin apoyarse en los poderes del sistema-mundo, sino por obra de Dios mismo. Poco a poco y dentro del siglo I, la figura central de esta secta iría asumiéndose como sujeto teológico complejo y en favor de la institución de un carisma que comprendía, a la vez que trascendía, aquel del «núcleo duro» del resto de la hermenéutica espiritual judía. Esto hasta el punto final de convertir al sujeto en monolátrico y así en el monoteísmo como tal. A saber, un único Dios, un Padre creador y un Hijo increado que habría sido prefigurado por las voces proféticas.
Como corolario de estas afirmaciones, quizá los creyentes no deben buscar a Cristo en el Jesús de la Historia como fuente inspiracional autónoma. Como aseguró Rudolf Bultmann: ese galileo es básicamente un desconocido. Pero esto no debe llevar a tener lástima por el cristianismo. Por ejemplo, Raimon Panikkar se alegraba de no ser sólo un adherente de una secta hebrea super expandida con apenas dos mil años de antigüedad, poca cosa en el gran juego del todo. Como dijo Simone Weil, Cristo ya estaba antes del cristianismo explícito, en Osiris y en Prometeo. Ya estaba en lugares que hasta hace pocos siglos recibieron la visita de las Iglesias, como en los Budas de Lhasa y Kyoto. De nuevo según Panikkar, la Trinidad no es monoteísmo ni un dios en tres. Tampoco parte de justificar cómo Jesús debe creerse como hijo de Dios en un grosero sentido literal. Se trata de mostrar un centro: el Padre, la trascendencia, y su espíritu, la inmanencia, son dos polos, uno fuera de todo lugar y todo tiempo, y otro como todo lugar y todo tiempo. Ninguno de los dos puede ser objetivo, dejarse tocar e incluso verdaderamente creerse o ser rechazado. El hijo, sea Jesús, Krishna, una niña o un niño feliz, sería la revelación, el juego de hacer objetivo lo “a-objetivo”, tú del yo y yo del tú a aquello sin dualidad, yo sin segundo o no existencia a falta de cualquier forma que darle al conocimiento. Lo que puede ser cierto sería que quizá Jesús sirve bien como una propuesta para ese hijo. Como escribió Marguerite Youcenar en su cuento “María Magdalena”:
Reconocí aquellos pies desgastados de tanto andar por todos los caminos de nuestro infierno, aquellos cabellos llenos de piojos de astros, aquellos grandes ojos puros como únicos pedazos que de su cielo le quedaban. Feo como el dolor, estaba sucio como el pecado.
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