El psicólogo Viktor Frankl pasó por un campo de concentración nazi y se hizo mundialmente conocido a través de su libro El hombre en busca de sentido y por fundar la corriente de la logoterapia. Se ha publicado una conferencia dictada antes de su muerte bajo el título Asumir lo efímero de la existencia, un libro en el que el autor nos introduce en el problema filosófico de la muerte y en las implicaciones que ese problema tiene en nuestras vidas.
Por Julieta Lomelí Balver
Pocos caminan hoy a altura de la experiencia —en el sentido profundo que ello significa—. Nadie se toma muy en serio el peso de las palabras porque su significado ha sido vaciado de la narrativa individual y colectiva que las mantenía hinchadas de sentido.
Por ello, muchos parecen vivir sin acumular experiencia, porque la experiencia implica poner la propia consciencia hacia lo que está fuera. Pero hacerlo no es solo un ejercicio de percepción o de representación de lo externo, sino un compromiso con el ex-terior. De hecho, la raíz de la palabra «experiencia» está en el arrojo de intentar, arriesgar o probar (per) por parte del agente (entia), o sea, del hombre o la mujer que tiene la voluntad de aventurarse a seguir viviendo —a pesar de los riesgos de la enfermedad, soledad, incertidumbre y sufrimiento que todo curso vital trae consigo—.
Como dictó Viktor Frankl en una de sus conferencias de madurez (Asumir lo efímero de la existencia, publicada por Herder Editorial en 2022), «paradójica e irónicamente, sin embargo, la persona que ha encontrado un sentido no solo es feliz, sino que al mismo tiempo tiene una extraordinaria capacidad de sufrimiento».
Pensándolo como un imperativo existencial, «tener experiencia» significa afirmar la vida con amor fati (como diría Nietzsche). Esto quiere decir que, ante una fatalidad que vacíe de significado nuestra existencia, el reto consistiría en volver a encontrarle el sentido por medio de un ejercicio de resiliencia, suturando con un nuevo sentido las heridas del pasado.
Escribe Frankl que incluso en una «coyuntura de un destino ineludiblemente trágico es posible encontrar sentido, atestiguando así la capacidad que el ser humano tiene de transformar una tragedia personal en un triunfo, de crear un logro de un sufrimiento». Así, el construir experiencias con «sentido» significa rebelarnos ante el carácter efímero de lo cotidiano.
De este modo, Frankl cree que, si no existiera la muerte, si la naturaleza de finitud no acechara los límites de nuestra consciencia, quizá nos veríamos encerrados en la cárcel de la repetición y del hastío. Nos veríamos atrapados en un presente eterno en el cual podríamos tanto tomar decisiones y acciones rápidas como también aplazarlas eternamente porque sería lo mismo actuar dentro de unos días o unos años.
Construir experiencias con «sentido» significa rebelarnos ante el carácter efímero de lo cotidiano
El tiempo, la existencia
En este presente eterno, nuestros planes perderían el sentido de «ser planes», ya que la idea de «proyecto» está ligada a la consideración del futuro, pero de un futuro limitado, un futuro ante el cual se tiene que tomar acción desde el presente. Y es que la palabra proyecto tiene su raíz en el latín proiectus, que nace del verbo proicere. Etimológicamente, tener un proyecto significa ir hacia delante (pro-) lanzándose desde el presente (-iacere), es decir, lanzarse al futuro desde este instante en el cual asumimos un compromiso con lo que viene.
Solo podremos colorear con intensidad un mayor sentido a nuestros días así: considerando que tenemos un tiempo de vida concreto, un tiempo que termina, uno a partir del cual podemos —o no— moldear nuestra existencia de la mejor manera. Escribe Frankl al respecto:
«Únicamente ante la muerte, solamente bajo la presión de la finitud temporal de la existencia humana, puede tener sentido actuar. Y no solo actuar, sino también vivir. Y no solo vivir, sino también amar y también cualquier cosa que se nos imponga soportar y sufrir valerosamente».
Pero, como dije al inicio, muy pocos caminan a la altura de lo que significa consagrar la vida a experiencias profundas. Pocos sienten la vocación de merecer una existencia iluminada por un sentido sustancial (y mucho menos en un siglo en el cual la inmediatez y el nihilismo marcan el destino de la humanidad). Pareciera que ya no hay tiempo suficiente para detenerse en sentimentalismos, pero sí para cuantificar los afectos o para usar y desechar rápidamente objetos, relaciones y personas sin el menor reparo de haberse vinculado a ellos más allá del sinsentido.
Saborear las mieles de la experiencia exige —tal como conseguir el hechizante sabor y aroma de un buen vino— tomarse muy en serio el tiempo, demorarse en el empeño de florecer, comprometerse con extraer del tiempo el mejor sentido. Frankl pensó también en ello a partir de una hipótesis radical, pensó en una máxima que nos pusiera al límite, que nos hiciera virar el timón de nuestras vidas hacia una narrativa más consciente, más reflexiva de lo que estamos haciendo. A salir del automatismo existencial y de la falta de ética y responsabilidad, con la cual transitamos nuestros días, para así explotar el mayor —o mejor— sentido posible en cada situación:
«Vive como si vivieras por segunda vez y como si la primera vez lo hubieras hecho tan mal como estás a punto de hacerlo ahora […] ¿Qué formidable y potente llamamiento supone esto, exhortar a que nos esmeremos por sacar de la situación que sea el mejor sentido posible, a que intentemos hacer realidad la posibilidad de sentido desde el espíritu de la responsabilidad? Y eso quiere decir, entre otras cosas, dar un volantazo —incluso en el último momento— en vista del peligro de hacer algo tan mal que un día podríamos lamentar… pero no enmendar nunca».
Pareciera que ya no hay tiempo suficiente para detenerse en sentimentalismos, pero sí para cuantificar los afectos o para usar y desechar rápidamente objetos, relaciones y personas sin el menor reparo de haberse vinculado a ellos más allá del sinsentido
Sin embargo, como en el siglo de Frankl, hoy, a pesar de la amenaza de la finitud, nos hemos degradado a vivir al día, a un hedonismo facilón impuesto por la banalidad de la inmediatez, por el consumo de objetos, de cientos de mensajes, imágenes y estímulos que bombardean y agotan nuestra consciencia. Estamos construyendo una patria en la in-ex-periencia, en la privación de adquirir pericia, de probar o arriesgarse con lo ex-terno, con eso que sí implica un verdadero reto y no es una meta inmediata: la de salirse del propio yo, volarle los sesos al narcisismo para comprometerse con lo otro, con los otros.
Yo sigo creyendo que se le puede arrancar un profundo sentido a la acción de amar, pero no solo en el ejercicio individual de amar lo que hacemos, o de amar la vocación con la que trazamos una carrera profesional exitosa, sino también en esa experiencia desinteresada de fusionarse con el otro, o con los otros a quienes amamos; esto significa, como escribiría Frankl, «vivenciando algo o vivenciando a alguien. Y vivenciar a alguien en esa condición única e irrepetible significa amar a esa persona».