A la contemplación, los filósofos griegos la situaban por encima del pensamiento discursivo. En la India existe, desde tiempos inmemoriales, una creencia muy difundida que sostiene que la contemplación puede obrar milagros sobre nosotros mismos al hacernos insensibles al dolor y llevarnos, por medio del yoga, a la salvación y al anonadamiento (nirvana).
La palabra española contemplar, de la que deriva el término contemplación, procede del latín contemplare, cuya traducción oficial, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española es poner la atención en algo material o espiritual.
La citada definición, que habla de la atención, implica una actividad sensorial, un ejercicio que pone en el escenario a dos seres: un sujeto observador, el sujeto que contempla, y un objeto que está frente a él, el objeto contemplado. Se trata por tanto de una relación sujeto-objeto; una concepción sensorial de carácter dualista, que el mencionado diccionario, a modo de ejemplo, la extiende a su vez al campo de lo sagrado, al relacionarlo expresamente con algo muy dado o consagrado a la contemplación de las cosas divinas (sic).
En algunos países europeos no latinos no existe la palabra contemplación; siendo un dato que será preciso contrastar mejor. Pero lo cierto es que, por lo menos en España, el concepto de la meditación, en tanto que concepto, se está progresivamente enmarcando de un modo que a mi entender no deja de ser erróneo, en la medida en que la praxis meditativa es percibida dentro de una concepción dualista, según la cual la meditación Zen y otras, como el Yoga, es cosa de laicos, mientras que la contemplación es cosa de cristianos.
El carácter, a mi juicio, erróneo de semejante división, radica no solo en una aceptación acrítica del dualismo inherente al Diccionario de la Lengua (que, obviamente, no ha sido escrito desde la mística), sino, sobre todo, por la identificación latente, aunque real, que asocia la contemplación con una dimensión sociológica exclusivamente cristiana; una percepción sociológica, que, en tanto que sociológica, tiene que ver más con el costumbrismo localista de unos determinados hábitos religiosos, que con la verdadera hondura de la mística, tan universal y tan ajena a cualquier clase de dualismos.
La contemplación es un camino espiritual, que, aunque haya sido elegido por los cristianos, no quiere decir que por definición sea un camino genuinamente cristiano, porque su interés en el tiempo es anterior al cristianismo, y su práctica actual en el espacio, rebasa el ámbito cristiano.
Por todo ello, es preciso recordar que la contemplación, más allá de sus raíces lingüísticas, como también más allá de las concepciones religiosas cristianas, es, fundamentalmente, un camino que parte de la desnudez de la atención y una puesta a punto de los sentidos, tanto internos como externos, orientados a caer en la cuenta de nuestra verdadero Origen. Todo ello ya se entendía así tanto en la India como en Grecia antes de la llegada del cristianismo.
La contemplación, es, por tanto, un ejercicio que, aunque en España se identifique con las grandes figuras de san Juan de la Cruz y santa Teresa, lo cierto es que es muy anterior a cualquier religión, y, por tanto, de naturaleza netamente aconfesional, al que nadie está en condiciones de monopolizar. El Espíritu sopla donde quiere… tanto sobre los cristianos como sobre los budistas; tanto en los laicos como en los ateos. Así vemos cómo al margen de las religiones se está extendiendo el hecho de un progresivo interés por ahondar en la experiencia del Ser más allá de toda religión en personas que consideran muy propio y consustancial a ellos el hábito contemplativo.
La contemplación es, desde los albores de la Humanidad, un hábito de todos los seres creados, sean de la cultura u origen que fueren y su práctica es un proceso que, pudiendo comenzar de modo dualista (el que mira y lo mirado), acaba liquidando ese mismo dualismo para, ya adelgazado el ego, llegar a una experiencia de Unidad con el Todo. Y ello concierne tanto a personas religiosas como a las no religiosas. La experiencia de eso que llamamos Dios, objeto de la contemplación, no se reduce con exclusividad a ningún marco religioso.