Luis Ventoso.- La Iglesia Católica tiene sus problemas, y no los oculta. Probablemente los dos mayores sean los seminarios semi vacíos (la crisis de vocaciones) y las embestidas del creciente relativismo hedonista, que ha alejado a mucha gente del cristianismo, pues es -para bien- una fe exigente. La Iglesia también ha sufrido con la vergüenza de los abusos, y tampoco lo ha negado: ha pedido perdón y ha tomado medidas.
Pero por resabios ideológicos, los problemas de la Iglesia han sido magnificados con saña por aquello que, para entendernos, podemos denominar el «progresismo» mediático y cultural. El nuevo anticlericalismo presenta a la Iglesia y a lo que representa como una institución y una fe caducas, de capa caída, que margina a las mujeres y a los homosexuales, que goza de privilegios fiscales y que está enfangada en la pederastia (aunque según el informe más fiable, el de ANAR y Save the Children, sus casos, aun siendo execrables, solo representan el 0,2% de los registrados en España).
Si un paisano asiático en la inopia y ajeno al catolicismo llegase a nuestro país y se informase de la realidad de la Iglesia y sus fieles solo por nuestros medios de izquierdas, su conclusión sería que se trata de una fe en sus estertores, asfixiada por sus problemas y que ya no vende un peine, sobre todo entre los jóvenes. Sirva como ejemplo de esa visión sesgada la penosa cobertura de la JMJ que ha hecho TVE en sus telediarios, donde en lugar de resaltar los mensajes positivos y el éxito asombroso de la cita nunca faltaban cuñas negativas cebadas por las obsesiones anticlericales de nuestro «progresismo».
El trampantojo de un catolicismo en ruinas es mendaz, y la JMJ de Lisboa lo ha vuelto a mostrar por todo lo alto y de la manera más cordial, abierta, satisfactoria y hasta divertida. No se me ocurre nada, que no sea la fe católica, capaz de reunir a las ocho y media de la mañana, en un domingo soporífero de agosto, a un millón y medio de chavales en un campo de Lisboa. Y lo hicieron para asistir a la Misa oficiada por un líder espiritual de 86 años, relegado a una silla de ruedas. O mejor dicho: lo hicieron porque creen en Jesucristo.
La Jornada Mundial de la Juventud portuguesa ha dejado varias lecciones, que desmontan muchos topicazos. La primera es la demostración de que el catolicismo sigue moviendo la mente y el corazón de los chavales, muy especialmente de los españoles, que eran los más numerosos y joviales de la cita.
La segunda es una simple lección de civismo, de saber estar: ni un solo incidente reseñable en un acto mega masivo. La tercera, y más importante, es la lección moral que les dejó el Papa. Parafraseando al gigante Juan Pablo II, les pidió que «no tengan miedo». Les recordó que la vida debe ser respetada siempre y en todas sus etapas (mensaje perfectamente censurado por nuestros medios zurdos).
Clamó por la paz y los animó a conservar la naturaleza y a hacer el bien, escuchar y querer a los demás. ¿Algún problema? ¿Es un mal ideario?
La cuarta lección la ofrece el ejemplo del propio Francisco frente a lo que él denomina la subcultura del «descarte». Un anciano que en junio sufrió una operación delicada, que lo mantuvo hospitalizado nueve días, un hombre que padece ciática y limitaciones para moverse por sus rodillas, era escuchado por un millón de veinteañeros y treintañeros con un silencio tal que se podía escuchar el paso de los aviones rasgando el cielo azul de la mañana lisboeta.
Y hay una última lección, ya menor, de andar por casa, pero igualmente interesante ante cierta tontuna que impera en nuestro panorama político. Parte del acto central en Lisboa se celebró en español, uno de los tres idiomas más importantes del mundo, que es ya una suerte de lengua franca. Pero aquí alguna política sobrevalorada, en realidad de categoría Regional Preferente, pretende que el Congreso se convierta en una Torre de Babel lingüística en detrimento del español.
No habrá chaval que no regrese de Lisboa con muchas horas de sueño atrasado, una sonrisa en el careto y el alma ensanchada.
Pero no se preocupen, el equipo habitual seguirá con su monserga despectiva, displicente y desesperanzada.