En su ensayo «El gran apagón», Manuel Cruz nos alerta de los peligros a los que debe enfrentarse una sociedad que, a veces con una prisa inquietante, ha ido abandonando el ejercicio público de la razón. Cruz piensa nuestro presente, pero también nuestro futuro, desde el enclave que le ofrece el título del libro de Hannah Arendt Hombres en tiempos de oscuridad. Sin embargo, alerta el autor, esta oscuridad, esta escasa iluminación que hace de los espacios públicos lugares cada vez más lúgubres, la hemos provocado nosotros: nosotros «hemos apagado la luz».
Escribía Kant en ¿Qué es la Ilustración? que esta significaba «la liberación del hombre de su culpable incapacidad». «¡Atrévete a saber!», decía, «¡ten el valor de servirte de tu propia razón!» es «el lema de la Ilustración». Pues bien, si el movimiento ilustrado se vio a sí mismo como una corriente que llevaba la luz de la razón allí donde prevalecía la oscuridad del dogma, Manuel Cruz se pregunta qué ha pasado en las últimas décadas, pero especialmente desde la crisis financiera de 2008, para que esa confianza en la razón se haya —casi— desvanecido.
El diagnóstico que realiza en El gran apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg, 2022) es multidimensional, como no podía ser de otro modo. No hay un único desencadenante que permita explicar la situación en la que hoy nos encontramos, sino que, como casi todo en la vida, responde a la intervención de múltiples factores.
El gran apagón: razón y autoridad
En primer lugar, Cruz se detiene en algo que podríamos llamar «la crisis de la autoridad», a saber, la crisis de legitimidad que tienen las intervenciones públicas de cualquier autoridad. Y aquí conviene hilar fino, porque Cruz no se está preguntando por la posibilidad de usar la palabra en público —es decir, no duda del principio democrático de la isegoría—, sino, más bien, por la autoridad de esas voces.
El quiebre de la autoridad respondería a una serie de prácticas llevadas a cabo en la época del «eclipse de la razón», que en última instancia han confundido la noción de autoridad con la de poder. Tal y como se defiende en el ensayo, «el desvanecimiento de esa instancia antes denominada opinión pública» se encuentra estrechamente vinculado a la crisis de las figuras de autoridad en diferentes campos de conocimiento.
La llamada posverdad o los hechos alternativos (alternative facts fue el término que empleó la exconsejera de Donald Trump tras la primera rueda de prensa del Secretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer) se presentan a sí mismos como elementos que batallan contra el dogmatismo. El declive de la autoridad, defiende Cruz, tiene mucho que ver con la proliferación de los hechos alternativos.
En nombre de una voluntad universalista, que permita el acceso de todos y todas a tomar la palabra, se niega la posibilidad de excluir las opiniones que no estén debidamente justificadas. La eliminación de «las condiciones objetivas y subjetivas para el reconocimiento de cualquier presunta autoridad» no democratiza el uso de la palabra, sino que debilita el derecho de los ciudadanos a acceder a una información veraz y, consecuentemente, socava la posibilidad de una democracia deliberativa.
Manuel Cruz señala «la crisis de la autoridad», la crisis de legitimidad que tienen las intervenciones públicas de cualquier autoridad. El autor no se está preguntando por la posibilidad de usar la palabra en público, sino por la autoridad de esas voces
Las nuevas tecnologías
El impacto de las nuevas tecnologías, entre las que conviene destacar el uso de las redes sociales, han desempeñado un papel determinante en el agotamiento de la opinión pública. La transición del sano «disenso intelectual o ideológico» a la «condena moral», es decir, a la «deslegitimación del adversario», ha permitido la caricaturización del adversario y la búsqueda de eso que, coloquialmente, llamamos «zascas». El espacio público en el que debían tener lugar los disensos se ve sustituido por «los foros exclusivos para los idénticos» en los que lo que se celebra es la identidad de lo mismo, la coincidencia de los iguales.
Así, eso que se ha llamado «cámaras de eco» no es simplemente el espacio —sobre todo virtual— en el que se encuentran personas con una opinión parecida, sino, sobre todo, el lugar en el que no se necesita discutir las razones que tiene uno para creer lo que uno cree. Frente a las posturas más optimistas que ven en las redes sociales el espacio ideal para convertirse un ágora 2.0, Cruz se mantiene en la línea desarrollada por Cass Sunstein, por un lado, y Byung-Chul Han, por el otro, que señala los desafíos que representan las redes sociales en términos democráticos y, especialmente, para la protección de la opinión pública democrática y plural.
Voces en la esfera pública
Los medios de comunicación en general, pero también aquellas personas que intervienen como profesionales —o empresarios— en el espacio público, «no pueden soslayar su responsabilidad», insiste Cruz. En este sentido, la legitimidad de un medio de comunicación no puede descansar en su éxito —o fracaso— comercial. Podríamos imaginarnos un mundo —quizá tampoco tengamos que esforzarnos tanto— en el que buena parte de la población prefiera consumir prensa amarillista y, sin embargo, sostiene Cruz, en ningún caso podría considerarse este parámetro determinante como herramienta de control democrático. Aquellas personas que intervienen en la esfera pública, nos recuerda este ensayo, son, antes que consumidores, «ciudadanos con derechos». En sintonía con las propuestas habermasianas sobre la esfera pública, El gran apagón defiende la estrecha relación entre los medios de comunicación y el funcionamiento de la democracia.
Las personas que intervienen en la esfera pública, nos recuerda este ensayo, son, antes que consumidores, «ciudadanos con derechos»
Nuestras sociedades democráticas
La idea de democracia deliberativa articula la práctica democrática con la noción de opinión pública que, para que aquella pueda considerarse deliberativa, precisa de una esfera pública en la que puedan tener lugar las deliberaciones. Así, el eclipse de la razón, que oscurece la esfera pública, amenaza con apagar la democracia:
«Lo peor que nos podría terminar ocurriendo [es] que el eclipse de la razón desembocara, indefectiblemente, en el eclipse de la democracia».
Ante este temor, El gran apagón es una invitación a proteger el diálogo, a buscar las buenas razones y, finalmente, a cuidar, con la ternura que merece, la democracia.